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Textualidades e imaginarios a debate

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“Transistæ la serranía/ como si fuera leopardo…”                                               – Andrés Vega Delfín, pregonero.*

Para el maestro Juan Campechano Yan, que se llevó la noche.

 

Alvaro Alcántara López

 

 

I

De los misterios que guarda la noche, la música acaso sea el más veleidoso de ellos. “Veleidoso y andariego” hago la precisión, cuando me reconozco obsesivo hurgando entre mis discos compactos aquel que lleva por título “Al primer canto del gallo”. Como no quiero hacer alharaca de luces, con la lámpara del teléfono celular me alumbro en la oscurana y persisto en mi tarea de indagar por ese algo que, sin avisar, empezó a faltarme y se depositó en mi cuerpo como una inquietud, como queriendo anunciarme algo. ¡A saber! la noche tiene esas cosas.

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Revista núm. 17  en formato PDF (v.17.1.2):

 

Sección suelta  en formato PDF (v.17.1.0):


 

mantarraya 2

Cuando el viaje era la música

La Manta y La Raya # 16                                                      marzo  2024 ________________________________________________________________________

Cuando el viaje era la música

 

Hermann Bellinghausen

 

H. Brehme

 

Eran otros tiempos. Las distancias dentro de la ciudad no eran tan impenetrables. Llegar a la estación de Buenavista tomaba menos esfuerzo. Y era más emocionante. Hoy es un cadáver. Entonces la colmaba ese rumor de muchedumbre que va, viene o viene a despedir, a recibir. El ramillete febril de los andenes de la gran promesa hacia Nonoalco. Una voz estridente anunciaba por el magnavoz salidas y llegadas. Oaxaca, Veracruz, Mérida, Tapachula, eran mis destinos favoritos, o alguno de sus incontables puntos intermedios. Los porters, con algo de húsar en desuso. Los maleteros para los “ricos”, que no lo eran tanto pero viajaban en dormitorio. Los pobres, que sí lo eran, y los indios con sus bultos redondos, sus morrales, sus botellones de pulque, su canasta con tortillas, arroz y, con suerte, pollito cocido. Guajolotes y gallinas amarrados de las patas. Un olor a verdura, a sudor pasado por el maíz y los días. Una prisa relativa, fodonga. 

Pitidos ensordecedores y familiares. Máquinas resoplando. El chirriar aún leve de los convoyes patinando en los rieles hasta el alto total cuando arribaban. La parsimonia de los trenes que partían. Correr. Alcanzar el estribo para no quedarse. Discutir con el billetero que desde el primer momento dejaba bien asentada su autoridad sobre los pasajeros. Encontrar asiento, o ya no y resignarse. El equipaje, donde cupiera: arriba, abajo o a los lados. Los lugares más impresentables de la vieja capital desfilaban por las ventanillas: traspatios de fábricas, almacenes monumentales en Vallejo, Azcapotzalco y Pantaco. Colonias de paracaidistas, el canal del desagüe, los barrios de vagones abandonados vueltos casa. Y por fin, el campo. Primero nopaleras y magueyales más allá de Lechería o por Apizaco. Después el bosque. 

Un mundo y un tiempo en sí mismos. Otro México, lejos de las carreteras y dependiente del paso del tren. De su detenerse unos minutos que concentraban toda la vida económica de los pueblos. “Café, café, quiere café”. Vendedoras de tacos de canasta, paletas heladas, nanche en almíbar, dulce de agave. Unas trepaban los vagones. La mayoría se apiñaban bajo las ventanillas alzando piña, naranja, aguas frescas, pulque, cabuches. 

Lo demás era la marcha. Cada pieza metálica de los carros poseía vida propia, ninguna tuerca estaba bien apretada. Todo tenía juego: los asientos, las barras, las paredes, los compartimientos, las plataformas, los estribos. La unión entre dos vagones, que para eso estaba, para tener juego, virar, deslizarse, unir el ferrocarril en fila india. 

Y entonces lo mejor: las distancias. La locomotora pitaba entusiasmada y fijamente lejana. Las máquinas hacían alarde de su poder como un triunfo importante de la Era Industrial, y aunque ya emplearan diesel, seguían pareciendo del ochocientos y pico. 

Bamboleo y estridencia. El sobrecogimiento de los rieles sobre la grava y los durmientes al paso de las toneladas del tren. Una cadencia, traca traca traca. Cambios de ritmo. Un repicar de campanas pesadas. Un conmoverse cada cosa, establemente inestable, un tamborileo progresivo a la manera de una jazz band. Percusiones de hierro. La trompeta del pito. La adoración increíble del viento veloz. El olor a metal y grasa y cosa vieja tocaban otras zonas de los sentidos. 

Pero el oído atravesaba transversalmente la experiencia del ojo, el olfato, las yemas de los dedos. Sinfonía en forma de sonata. Glissandi en las pendientes, allegro en las praderas, andante con motto en las curvas de la serranía. Todo masivo, incansable, profundo y barítono, con algo de chelo, de contrabajo, de tuba. En el día, en la noche, una música muy muy larga, circular, épica. Anchos adagios. 

Hasta el paisaje sonaba. Aquellos verdes de pino y barranca se inundaban de estrépito ferroviario y modulaban el eco. El vaivén arrullaba a los viajeros a pesar del ruido. Quien podía, se adormecía. Los ronquidos. Allá afuera el país corría, caminaba, suspiraba sobre horizontes nunca quietos pero alcanzables, como si todo conservara una escala humana. No existían grabadoras, walkman, radios portátiles. Mucho menos iPod. Uno no cargaba música en el equipaje todavía. La música, brutal y majestuosa, estaba en los recintos inestables de alto techo y pasillos de tal estrechez que obligaban al esfuerzo, a la tensa cortesía, al empujón decidido. Cuerpos contiguos y un cacarear desesperado de pollos con el pico contra el suelo. Mediante propina algunos lograban transportar que si un puerco, que si un chivo. Para los animales no era divertido. Su lamento acompañaba la canción de las máquinas. 

La tristeza de los adioses, la melancolía del trayecto, la esperanza adelante, la alegría de llegar. Eran otros tiempos, sin ubicuidades virtuales ni eficacia electrónica. El tiempo era real, los trenes danzaban, percutían, cantaban su fuerza titánica, autosuficiente y fugitiva. 

 

Último tren de los                                             Tres Tristes Trenes                                         de “La entrega”,                                              Hermann Bellinghausen (2004)

 

 


Revista en formato PDF (v.16.1.0):

 

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El poder de una grabación

La Manta y La Raya # 15                                                      septiembre  2023 ________________________________________________________________________

El poder de una grabación

 

Daniel Sheehy

 

 

Las grabaciones musicales tienen el poder para conmovernos e, incluso, para   transformarnos. ¿En qué consiste ese poder y de dónde viene? Al igual que yo, muchos músicos recuerdan cómo un puñado de grabaciones provocó profundos cambios en sus vidas, lo que siempre me ha maravillado. Me pregunto cuál fue la causa: ¿qué hay en un track de un CD o en el surco de un LP que pueda tener un impacto duradero? Responder a esta pregunta es contar una historia tan personal como profesional y académica. Es una historia de búsqueda; del alegre hallazgo de un propósito en la vida y de su imprevisto significado gracias a la música. Esta búsqueda me ayudó a encontrar una directriz profesional en mi trabajo actual como director y curador del sello discográfico no lucrativo Folkways Recordings, que es una división del Instituto Smithsoniano, el museo nacional de Estados Unidos. 

Permítanme explicarme: una de las grabaciones que me transformaron fue el primer track del álbum Sones de Veracruz, el número seis de la serie de discos del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) que ideó Arturo Warman y que, posteriormente, fue continuada por Irene Vázquez Valle. Fue en 1971, un par de años después de haber comenzado a estudiar y a ejecutar los sones jarochos al estilo de Lino Chávez y su conjunto Medellín. Se trataba de una excelente e interesante ejecución de El Fandanguito, atribuido al decano de los músicos jarochos, Arcadio Hidalgo, pero tocado y cantado por el joven músico y académico Antonio García de León. Las ejecuciones de los sones de Lino Chávez eran muy emocionantes, bien realizadas, con sonoros arreglos y muy ajustadas a los estándares requeridos en las grabaciones de los conjuntos durante aquella época: alrededor de tres minutos por canción.

 Chávez fijó los patrones para los conjuntos jarochos profesionales. Su música se tocaba en la radio, y la imagen del grupo —vestidos los integrantes con guayaberas, pantalones, zapatos.blancos y sombrero de palma— fue un producto tan comercial como la instrumentación, que incluía el arpa, el requinto jarocho, la jarana y la guitarra, al igual que la duración de las canciones, las cuales terminaban con un estilo cercano al jazz: con solos de arpa y requinto antes del último verso. Yo siempre fui un gran seguidor de la música de Lino Chávez y, en 1968, viajé al puerto de Veracruz para escuchar a los jarochos “verdaderos” tocar la versión original del son. 

Lo que nunca había escuchado era algo parecido a El Fandanguito. El tempo lento; la jarana tocando sutiles variaciones; el solo de voz de Antonio García de León, con su lastimoso estilo; la poderosa poesía colmada de pasión personal, que hablaba tanto de asuntos sociales como de amor profundo. Todo ello me sobrecogió con una fuerza que estaba más allá de las palabras. 

Parte de mi fascinación era estética y parte sociocultural. La grabación me provocaba un serie de preguntas: ¿era el sonido de este son jarocho tan diferente al de Lino Chávez? La ejecución no sonaba como si hubiera sido pesada para turistas o como puro entretenimiento para las fiestas, y duraba casi el doble de los tres minutos ya mencionados. ¿Por qué fue interpretada así? ¿Para qué? ¿Quién la tocaba, para qué ocasiones, y por qué sonaba tan vieja, tan clásica, tan directa en su forma de ver las cosas? ¿Qué conexión había entre Antonio García de León tocando El Fandanguito y la música de Lino Chávez? 

Voy a interrumpir a la mitad esta historia que, por cierto, todavía no acaba, porque esa grabación me permitió iniciar una búsqueda por encontrar el significado de la vida a través de la música. Pasé siete meses investigando en Veracruz, buscando las conexiones entre el son de los músicos profesionales del puerto —quienes se ganaban la vida tocando un repertorio de son jarocho que tiene una clara huella de los medios de comunicación y la industria disquera— y el que interpretaban los no profesionales, bajo las circunstancias sociales típicas de los ranchos y poblados de las regiones apartadas de Veracruz. 

Encontré las respuestas para la mayoría de mis preguntas, pero en ese proceso me di cuenta de que en esa búsqueda, provocada por El Fandanguito, habían surgido preguntas sobre mí mismo, ya que descubrir los valores y las prácticas de otra gente, inevitablemente, provoca la reflexión y la evaluación de uno mismo. Como etnomusicólogo entrenado, me siento a gusto con la noción de que la mera vibración de la música en el aire no tiene ningún significado inherente; sólo adquiere sentido si los hombres se lo dan o lo toman de la música misma.

Por lo general, la etnomusicología tiene la función de determinar cómo una comunidad valora, usa y crea la música que practica. El etnomusicólogo centra su mirada en la voz, las prácticas y las diligencias de la comunidad para descubrir significados. Así, se encuentra el significado musical en el contexto social y cultural y en la misma ejecución de la música. Pero, ¿dónde queda el significado personal para el etnomusicólogo? ¿Qué otro sentido constructivo puede tener la música más allá de aquel que está enraizado en los valores y las prácticas de la comunidad? ¿O se trata solamente de un fenómeno que debe estudiarse y entenderse tal y como ocurre al establecer su origen? Mi idea es que el proceso reflexivo para encontrar un sentido personal en la música, al intentar entender al otro, trae consigo una claridad mayor para la comprensión del tópico de estudio y fortalece el sentido académico. 

Con el fin de analizar mis propias actitudes, me di cuenta de que mi búsqueda para encontrar un significado en el son jarocho —llevado, entre otras cosas, por el poder afectivo que había percibido en El Fandanguito— fue también para que encontrara mis propios valores y diera significado a mi vida entera. Yo era el contexto que daba un significado personal a la música, y necesitaba entender mis propios valores y prácticas para poder comprender lo que significaba la música para mí. Haber estudiado y ejecutado el son jarocho de Lino Chávez (al igual que los tambores ashanti de África Occidental, el shakuhachi japonés, el setar persa y la música rusa de balalaica) me había colocado en la posición de poder cuestionar la jerarquía de mi propio entorno social, que favorecía la música europea, así como el estilo y las técnicas de la educación musical institucionalizada. El Fandanguito me había llevado a conocer otras personas, otras culturas, otros valores que me cuestionaban. 

En resumen, esa grabación tan bien ejecutada, con su excelencia musical y su sentido de otredad, provocó una serie de preguntas que me motivaron para descubrirme a mí mismo, junto con los aspectos sociales, culturales y musicales de la ejecución y sus orígenes personales. También me condujo a una carrera para vincular a las personas con su patrimonio, de forma que su propia música les fuera accesible, y para clarificar su manera de pensar al inducirlos con una música que suena diferente a la que están acostumbrados y que evoca valores de una cultura que es diferente a la suya. Así fue como el poder de las grabaciones me formó. Para mí, el poder se halla en la belleza que percibí en la música, al igual que en las preguntas que provocó. En verdad, para el académico, para el músico o para el hombre común, las preguntas intelectuales que tienen una relevancia personal, combinadas con la fuerza afectiva derivada del atractivo estético, pueden forjar uno de los más seductores y fructíferos caminos de la vida. Durante cerca de cuatro décadas de trabajo etnomusicológico, la experiencia solitaria vinculada a una grabación ha sido una de las más influyentes. 

Antes de terminar, quiero mencionar el efecto de algunas grabaciones en uno de los discos que coproduje para la serie del Smithsonian Folkways Recordings. Natividad Nati Cano es fundador y director del mariachi Los Camperos, una agrupación de Los Ángeles [California] que posiblemente sea una de las más relevantes entre los mariachis del mundo. El grupo toca ante miles de espectadores. Cano ve en el mariachi un medio para fortalecer el sentido de identidad entre los mexicanos —de gran importancia en un país multicultural como Estados Unidos—, y para recordarle a la gente sus amplios horizontes culturales, así como la riqueza y la diversidad de las creaciones tradicionales de México. Cuando él buscó un repertorio de Veracruz que contuviera un profundo sentido estético, que comunicara la identidad regional del jarocho y que a la vez fuera enérgico, creó una mezcla de sones jarochos para mariachi y abrió con El Fandanguito, seguido de Los Pollitos (también en el álbum del INAH) y El Toro Zacamandú. El resultado fue una impactante composición que se ha convertido en uno de los más poderosos números de su repertorio musical; fue una grabación nominada para un premio Grammy. Si no hubiera sido por la grabación de Antonio García de León para el INAH, eso jamás habría ocurrido. 

En mi propio trabajo, estas experiencias con El Fandanguito me han llevado a favorecer grabaciones que combinen una bien lograda técnica artística con un fuerte relato cultural. Por “relato” entiendo una música que, en su relación con el contexto, trae aunado un propósito social, una fuerte carga cultural de identidad o una atractiva historia que invita a los escuchas a explorarla de una manera más profunda y a aprender más acerca de ella y de la gente que la toca. Yo espero que ellos también, en ese proceso de descubrir la música y el sentido de los otros, se encuentren a sí mismos. 

Ay que me voy, 

Ay que me voy, 

Me voy prenda amada, 

Lucero hermoso 

De madrugada. 

Que me voy, 

Me voy prendecita, 

Lucero hermoso

De mañanita. 

 

Nota de los Editores

Daniel Sheehy es doctor en etnomusicología por la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA). Su principal campo de investigación es la música regional de México, pero también ha realizado investigaciones en Centroamérica, el Caribe y Sudamérica. Es director del Smithsonian Folkways Recording. Asimismo es curador de Smithsonian Folkways Collections y director de Smithsonian Global Sound. Es co-curador del proyecto Nuestra música: Music in Latino Culture y fue co-editor del segundo volumen de The Garland Encyclopedia of World Music (1998), dedicado a Sudamérica, México, Centroamérica y el Caribe. Entre los años 1992 y 2000, fungió como director de la división de Tradiciones y Artes Folclóricas del National Edowment for the Arts. 

 

Revista núm. 15  en formato PDF (v.15.1.0):

 

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En todas partes

La Manta y La Raya # 14                                                              marzo  2023 ________________________________________________________________________

EN TODAS PARTES

 

para Alejandra Cuervo, 

intentando resarcir la  confusión de aquella hache.

Para Alberto “Sajo” Guillén, 

porque “te va Papi” qué se le va a hacer.

 

Alvaro Alcántara López 

 

 

I

Pienso en el amor, en su poderosa magia, cuando recuerdo aquella inolvidable mañana de febrero. Y aunque le he dado vueltas y vueltas para tratar de entender lo sucedido, ninguna otra explicación surge en mí que no sea la de concluir que, ciertos episodios de la vida son incubados desde burbujas energéticas rebosantes de amor y desde allí se develan a nuestros ojos. Si me apuran diré que un fandango puede constituirse –bajo ciertas y excepcionales condiciones- en una colectiva burbuja de amor –también es capaz de convocar otras energías igual de mundanas, pero desglosar esto nos alejaría de la historia que recién empiezo a narrar.

Uno imagina a veces que el acontecer de la vida puede ser explicado desde la firme creencia en un destino preexistente que todo lo determina. Otra posibilidad en cambio es la de reparar en la azarosa contingencia y alineación de circunstancias que hacen coincidir y vincularse –aunque sólo sea por algunos instantes–, a lo que de otra manera estaría desconectado, disperso, carente de vida. Como en una escena de película italiana de la postguerra desfilan por mi memoria un nutrido conjunto de episodios, sin los cuales aquello que presencié no hubiera ocurrido jamás: la expulsión de los Monos de San Miguelito; la convicción de Ivonne y Mario; los estados de éxtasis inducido de la flota y sus andanzas por el pueblo para airearse; la comezón de Humberto Aguirre por organizar aquel homenaje al “paisano” del Negro Ojeda; aquella jarana que un día llegó a nuestras manos y desató nuestra adicción; haber descansado lo suficiente como para no llegar a las mañanitas a la Virgen, pero sí para participar del fandango matutino de Luz de Noche; o, por qué no, el arribo inesperado de aquel vendedor con su carretilla repleta de jugos de piña que proporcionaron nuevos bríos a un fandango que empezaba a disvariar (sic).

II

Parecen ser casi las nueve de la mañana de aquel jueves dos de febrero del 2023. Francisco García Ranz ha llegado al pie de la tarima y desde ese lugar, con sus lentes “negro oscuro” y paliacate colorado al cuello que recoge la sudoración, comanda el huapango. A su lado toca y canta Yael, “el joven maravilla” y, un poco más allá, Alberto “Sajo Guillén, Lalo Merodio, Edwin Bandala, Joel Cruz Castellanos y Lalo Jaranas. Seis mujeres zapateando (entre quienes distingo a Wendy y a Mariana) hacen rugir la tarimba, acompasando un enésimo Siquisirí que se repite como mantra de protección y alegría. El recuento de personajes podría seguir –porque allí los recuerdo clarito– pero nunca terminaríamos. Porque a esas horas de la mañana, el fandango que comenzó la noche anterior ha entrado ya a esa otra dimensión de las cosas donde el tiempo se estira como chicle. 

Sin poder imaginar que ese verso podría ser considerado como una premonición, Alberto “Sajo” Guillén canta: “ahoritita se va a ver/quién se lleva la bandera/si los que son de la casa/ o los que vienen de afuera”. Y es en ese preciso momento alargo la mirada y logro reconocer a Alejandra Cuervo del otro lado de la calle refrescando su garganta con un delicioso néctar de piña. Tras un largo trago sonríe, como sólo ella puede hacerlo y yo, al verla, pienso que hay veces que la felicidad se posa frente a nosotros, sin exageraciones, pero también sin falsas humildades.

III

Las circunstancias en las que emerge, se desarrolla y fortalece un movimiento cultural contra-hegemónico (o que dice serlo, que es casi lo mismo) pueden llevar a quienes lo conforman, a convertir sencillos molinos de viento en amenazantes y detestables gigantes. O, como decía aquella antigua expresión que escuchamos en la infancia: “a ver moros con tranchetes”, donde nos los hay. Pero aquellos (no se nos puede olvidar) eran tiempos de combate, de disputarse la representación auténtica de una tradición, de una forma de vida, de la cultura de una región ¡y de qué región! Eran momentos cruciales en un país que se urbanizaba y daba la espalda al campo; momentos eran de denunciar el acartonamiento, la apropiación, la impostura estilizada de una música y de un bailar… el casi borramiento de una fiesta. Entonces -no habríamos de olvidarlo-, aquellos fueron tiempos de hacer valer el derecho a ser jarochas y jarochos de otras maneras, en modos distintos a lo que pregonaba la cultura oficial y el discurso del Estado mexicano. Y para ello hubo que pelear, insistir, confrontar, afirmarse; incluso, ser intransigente, acartonado y sectario. 

También es cierto que los contextos cambian, las posiciones sociales también y las personas –como los movimientos– ganan años y, a veces, confianza, fortaleza, experiencia. Llega el tiempo de los matices, la apertura el diálogo, la relativización de las cosas. Llegan también los momentos de hacer las paces, de desdecirse a medias sin perder la dignidad (o, al menos intentarlo); de ver las cosas de otro modo. Sucede entonces que los antiguos adversarios a muerte ya no lo parecen tanto e, incluso, que se puede colaborar con ellos y compartir escenarios o giras exitosas con aquellos entes cuasi demoniacos que, como solían repetir, deformaban y comercializaban la tradición: los ballets folklóricos. Pues como recuerda aquella tonada que escuchamos en la emocionada y potente voz de La Negra Sosa: “cambia, todo cambia”, y la vida –como también suele recordarnos el Lama Pepe– “es un río que fluye”.

IV 

Lo transgresor y extravagante de la escena fandanguera que mis ojos presenciaron en aquella vieja isla residía en que aquellos a quienes has creído tus enemigos (en tu delirante e imaginaria cruzada por defender y salvaguardar la tradición (sic); aquellos de quienes te dijeron –y tú lo quisiste creer– que eran tus adversarios y competencia, precisamente ellos, una mañana se aparecen en tu espacio sagrado, en ese tiempo/espacio fundante-mítico-idealizado-energético de la tarima, deseosos de compartir contigo, reconocer tu valía, divertirse y expresar su gusto y admiración por la música y zapateo que se hace desde tu trinchera inmaculada de la música tradicional. 

Fue entonces que ocurrió lo insospechado: los jarochos que se visten todo de blanco para trabajar y ganarse unos pesos, esos mismos a quienes has descrito con adjetivos menos que ofensivos y denigrantes, se acercaron al fandango con el gusto de hacer la fiesta junto a ti, con los tuyos. Ese gesto transgresor y extravagante, no puedo describirlo sino como un acto de amor.

Entonces fue todo un mar de algarabía, regocijo, júbilo. El amoroso reencuentro de parientes cercanos que durante mucho tiempo dejaron de hablarse sin saber por qué, pero que, en ese momento, sin importar nada más que su gusto y pasión por la música y la fiesta, entrelazaron sus corazones y fueron felices. No más pero tampoco menos. 

No ignoro que la historia que ahora estoy a punto de finalizar pueda resultarles, a lo menos, cursi, chabacana, dulzona. Tienen por supuesto ese derecho. Por mi parte sólo sé lo que vi y ahora les cuento. Al concluir el último son y baile sobre la tarima, que fue festejado por la concurrencia con estruendosos aplausos, el líder de aquel conjunto de alegres músicos y bailadores se acercó al personaje que se hallaba a mi lado, un reconocido y querido miembro de la comunidad fandanguera, para solicitarle se hicieran una foto con él. Antes de hacer la petición, el recién llegado expresó con vivísima emoción el reconocimiento y admiración que sentía por su quehacer artístico. 

Lo que sucedió a continuación fue el mejor final que jamás pudimos haber imaginado. Es probable que, al igual que yo, cuando los que allí estuvieron recuerden este episodio, experimenten en lo más íntimo de sus entrañas que contra todo pronóstico, el amor, en efecto, habita en todas partes. Aunque sólo en una mañana de dos de febrero, día de la Virgen de La Candelaria, se muestre ante nuestros ojos en la isla de los milagros y las apariciones. (1)

 

 (1) Circulan algunos rumores y versiones de cómo fue que se enteraron aquellos músicos y bailadores jarochos de que el fandango ya matutino de Luz de Noche seguía; o quién fue la persona que los animó o invitó a llegar allí. Fue precisamente ese, mi mayor interés apenas concluyó aquel encuentro memorable: quise conocer las circunstancias que llevaron a aquellos artistas a visitar el fandango en el que estábamos. Tras algunas pesquisas he llegado a la conclusión que, por el momento, lo mejor es mantener en el anonimato la identidad de él o la promotora de este episodio fantástico e inverosímil.

 

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La Mona de Juan Pascoe

La Manta y La Raya # 13                                                        septiembre 2022 ________________________________________________________________________

La Mona de Juan Pascoe

– una nueva edición 2022

 

Alvaro Alcántara López

 

La Mona, primera edición 2002.

 

I

Hacía mucho tiempo que no viajaba en tren. La sensación me resulta distantemente familiar en medio de una algarabía contenida, más aún porque esta vez no lo hago en geografías conocidas (hace mil años o más que una pandilla de ladrones acabó con el ferrocarril de pasajeros en México), sino en paisajes que, por resultarme ajenos, capturan la atención de mis ojos y me impulsan a querer apropiarme de algo que, estando allá afuera, aún no sé qué pueda ser. Los viajes en tren resguardan mi memoria familiar, la moldean, y recordar aquellas travesías por el Istmo junto a mis hermanas, mi mamá, papá y mi tía Sonia, me aseguran un lugar en vagón Pullman a esa tierra donde las nostalgias sólo saben engordar.

El recorrido de hoy no será largo (los de la infancia atravesando el Istmo de Tehuantepec eran de más de ocho horas), apenas un poco más de dos horas y media. Me acompaña durante el trayecto, la conciencia culposa que debo ponerme a escribir ya este texto. “Unas horas –me dije la noche anterior- bastarán para terminar mi escrito”. Sin embargo, el tiempo transcurre y no encuentro fuerzas para encender la computadora. Decido en cambio seguir con la escritura cautivante de Sergio Pitol y levantar la vista de rato en rato para observar a la gente que sube y baja en cada parada. Me solazo en la vista de esos puentes que permiten imaginar de manera distinta el andar de los ríos, admiro la vestimenta impecable y transitar elegante del checador de boletos o me dejo distraer por los berrinches y altercados de dos hermanos adolescentes empeñados en atraer la atención de mamá y papá. Dice la boca de Pitol recordando a Isaiah Berlin: “En donde no existe una cultura propia (…) la recepción de otra se reduce a un mero mecanismo imitativo, apto sólo para captar lo más banal, lo más intrascendente del modelo que se pretende absorber”. “Una cultura propia” -me retumba en la cabeza-, ¿y cómo sabe uno cuándo una cultura le pertenece o uno le pertenece a ella?

Algunas semanas han pasado desde aquel nuevo viaje en tren. A manera de consuelo por mi falta de disciplina me digo que en aquella ocasión empezó a escribirse este texto, aunque eso apenas y pude intuirlo más tarde, cuando un acontecimiento –más bien su noticia- dotó de otras posibilidades aquella travesía. Sabemos bien que justo eso sucede con los recuerdos y la memoria: desenredan otros relatos y sentidos por el futuro que, aunque a veces tarda, siempre nos alcanza.

II

La comezón de dedicar un ensayo al libro La Mona de Juan Pascoe se apareció en mi cuerpo apenas terminé de leerlo en extenso, tomar notas y marcar profusamente varias partes del texto, lo que imagino debió ocurrir hacia marzo del 2005. Antes de eso, lo había hurgado caprichosamente en busca de algún pasaje en específico o intentando aclararme alguna cronología, pero lo cierto es que mi primer e intermitente encuentro con La Mona fue más un mapeo a vuelo de pájaro que una lectura ordenada y sistemática. Entonces, el libro llevaba conmigo más de un año y recuerdo haberlo comprado en una librería que por aquellos ayeres la Universidad Veracruzana (UV) tenía en la calle Xalapeños Ilustres, en pleno centro de la capital veracruzana.

La versión que yo conocí, publicada por la editorial universitaria en 2003 en su colección Ficción constituye, sin embargo, la segunda edición de este texto. La primera edición, como puede leerse en la hoja legal del ejemplar impreso por la UV, se realizó en digital en el Taller Martín Pescador a fines de 2002 e inicios de 2003 [2 y 6 de noviembre y 26 de diciembre de 2002 para ser más exactos, según se ha sabido en tiempos recientes].

El texto de Juan Pascoe inicia de la siguiente manera:

Poco antes de su intempestiva muerte a principios de los años [19]70, José Raúl Hellmer, el precursor de los etnomusicólogos mexicanos dejó en manos de Antonio García de León, un joven jarocho, jaranero y estudiante de antropología y lingüística, una jarana tercera antigua que había comprado en el mercado de chácharas de La Lagunilla en México. Hellmer dejó dicho que una de dos: o el instrumento se lo quedara él [García de León] o su maestro y compañero, amigo de ambos, el trovador jarocho Arcadio Hidalgo Cruz. Al parecer, Hidalgo (una figura ya más o menos célebre en ciertos circuitos etnológicos y político-musicales de la ciudad de México, gracias a su campante voz y su notable presencia poética en el disco Sones de Veracruz, de la serie “Música Tradicional de México” del Instituto Nacional de Antropología e Historia) no era dueño entonces de jarana alguna –por lo menos de ninguna “digna”- y García de León le dio aquella.

Como tal vez ya lo han intuido, La Mona de Juan Pascoe es un libro que reconstruye animosa y especularmente intrahistorias tempranas, de una de las manifestaciones culturales y sociales más importantes de México y de América Latina de la segunda mitad del siglo XX (aunque sinceramente pienso que también del mundo): la del fortalecimiento y recuperación de la fiesta del fandango de tarima y del son jarocho de las llanuras costeras del Golfo de México. ¿Desde de qué lugar de observación? ¿Desde qué perspectiva? – se preguntará al vuelo el que menos. Pues precisamente desde la vivencia y escrupulosa memoria del propio Pascoe, reconocido y afamado impresor de textos antiguos, cabeza del taller de imprenta “Martín Pescador” y co-fundador, en el año de 1977, del grupo Monoblanco, precisamente la agrupación de son jarocho veracruzano que durante 45 años ha ejercido un liderazgo indiscutible dentro de la música tradicional y popular mexicana. El autor del libro, quien se hallaba inmerso en el mundo de la música tradicional mexicana algunos años antes de que sus pasos se cruzaran con los del mencionado grupo (al momento de conocer a los hermanos Gutiérrez formaba parte del Grupo Tejón), participaba musicalmente en Monoblanco tocando el violín.

III

Durante los veinte años que han transcurrido desde que el libro vio la luz, no ha dejado de sorprenderme el escaso impacto o, si se quiere, el muy discreto debate y reflexión pública que La Mona ha generado entre los distintos actores de la tradición festiva jarocha. Pero también entre las y los practicantes del mundo académico que, en los últimos cinco lustros, han encontrado en el son y fandango jarocho un “tema” predilecto para desarrollar sus investigaciones y publicaciones desde los más disímiles enfoques, teorías y metodologías.

Pascoe revela en su libro detalles particularmente interesantes en torno a los primeros momentos del grupo (entre 1977 y 1978), las relaciones e interacciones personales al interior de la agrupación o las innovaciones escénicas introducidas por Monoblanco, durante un periodo de tiempo que va desde sus primeras presentaciones públicas hasta aquellas realizadas antes de concluir la primera mitad de la década de 1980. De la crónica de aquellos años destaca la relación con sus compañeros de grupo, los hermanos Gutiérrez (Gilberto y José Ángel), a quienes Pascoe no duda en describir con todo detalle y viveza en sus personalidades, habilidades y talentos diferenciados. Del mismo modo dibuja retratos muy vívidos de Andrés “el Güero” Vega, un guitarrero y cantador magnífico que por más de treinta años ha sido pieza fundamental de Monoblanco. Pero, sobre todo, la trama de La Mona encuentra su engarce y tonalidad a partir de la participación y relación que el propio Pascoe y los demás integrantes del grupo, entablaron con el ya mitológico músico veracruzano Arcadio Hidalgo Cruz, quien hizo parte del grupo Monoblanco los últimos años de su vida (dos grabaciones dan testimonio de esa colaboración y amistad).

Y no es para menos, la participación del legendario músico Arcadio Hidalgo (próximo a cumplir entonces los noventa años), en un grupo de jóvenes en formación que rondaban la treintena de años ha constituido una de las colaboraciones más afortunadas en la música popular mexicana. Especialmente, porque como lo anota el propio Pascoe en su libro, Arcadio Hidalgo aportó al grupo la representación incontestable del “México original donde habían surgido todos los mitos; no era sólo un poeta campirano, sino también la última reencarnación del Negrito Poeta. Era el abuelo mexicano: negro, indígena, jaranero, zapateador, cantante, versador [y revolucionario], enemigo eterno de Porfirio Díaz”. Y sin que quepa duda, el octogenario jaranero era todo eso y más. 

Pero sobre todo, discurro, tras mis sucesivas lecturas al relato de Pascoe, Arcadio Hidalgo trajo consigo a Monoblanco una dimensión no visualizada inicialmente por aquellos jóvenes: la del mundo fantástico y alucinante de los fandangos de tarima, los cuales el sonero nacido en la hacienda de Nopalapan (hoy Mpio. de Rodríguez Clara, Veracruz) recreaba a la menor provocación en sus relatos y anécdotas. El viejo Arcadio hizo de un grupo inicialmente “escénico” –haciendo eco de las propias palabras del autor– un proyecto cultural y artístico que paulatinamente fue incorporando la dimensión festiva del fandango –sus universos fantásticos– al quehacer del grupo. Y ese gesto, como sabríamos después, hizo toda la diferencia, tanto en el desarrollo posterior de Monoblanco, como al interior de lo que más adelante se conocerá también como “movimiento jaranero”.

La figura del principal discípulo de Arcadio Hidalgo, el lingüista y también jaranero Antonio García de León (o “los García de León”, como aparece mencionada en distintos momentos del relato la familia conformada por Toño y Lisa Roumazo e hijos), otro personaje igualmente mítico y estelar en la memoria presente y futura del movimiento jaranero ocupa un lugar estratégico en la historia (al menos desde mi lectura). A veces como una presencia deslumbrante, encantadora y prolija, en otras desempeñando en el relato una función espectral y semi distante que hace evocar en más de un párrafo, las imaginaciones de algún afamado escritor inglés del siglo XVI.

Regodeándose en un inestable juego de espejos, el libro La Mona de Juan Pascoe, cuenta la historia de una jarana tercera, “La Mona”, que habiendo pertenecido a José Raúl Hellmer –una figura destacadísima en los estudios folklóricos y etnomusicológicos en México – le fue dada a García de León para que se la quedara él o se la diera a su maestro Arcadio Hidalgo. Así lo hizo Antonio y la jarana pasó a manos de su maestro de juventud. Poco antes de morir, el viejo Arcadio heredó la jarana a un amigo suyo –dijera la boca de Pascoe, se la dejó a uno que nunca hubiéramos imaginado– con la condición que, en caso de no aprender, la jarana se destruyera. Pasado el tiempo Pascoe se acuerda e interroga por el destino de aquella jarana y emprende una indagación para dar con el paradero de aquel instrumento y con la identidad de su propietario. A partir de este propósito se van engarzando las historias, aun cuando esto sólo se comprenda a cabalidad al final del relato.

IV

En medio de las vicisitudes y desafíos del encierro pandémico que nos mantuvo confinados y en aislamiento social buena parte del 2020 y del 2021, Juan Pascoe encontró el tiempo, la voluntad y concentración para preparar y concluir una nueva edición de La Mona, propósito que al menos desde 2018, el propio autor había hecho del conocimiento público. Cuatro años más tarde la tarea se completó. Como en su momento anunció su autor e impresor “(…) en una “Ostrander Seymour, Chicago, c. 1899, imprimimos la nueva versión de La Mona”. Podemos suponer que el trabajo fue concluido el 17 de febrero del 2022, ya que dos días más tarde, el 19 de febrero de este año Pascoe escribió: 

“Antier, luego de dos años pandémicos de trabajo, terminamos de imprimir los 100 ejemplares de «La Mona». Hoy juntamos los cuadernillos. El lunes éstos se enviarán a dos encuadernadores en Mx: 12 –en pergamino para los que financiaron el papel– y 20 –5 con especial esmero para los que ya adquirieron su ejemplar, y 15 de modo fuerte pero sencillo, para los que, por una u otra razón, merecen un ejemplar–. / Es la última oportunidad para usted que ha dudado: después habrá ejemplares, pero armados al modo casero que caracteriza esta imprenta.”

De la revisión de esta magnífica y exquisita nueva edición, el lector constata una vez más las posibilidades inagotables que surgen de la memoria al convertirse en voz. Se revela entonces que, antes que una “edición de lujo”, esta del 2022, representa una versión expandida de lo acontecido, justo a la manera de aquellos relatos borgeanos que no cesan de actualizarse, con desenlaces novedosos o pasajes reescritos, precisamente porque el futuro vuelto presente dota de otras perspectivas, conexiones o posibilidades –que casi siempre resultan insospechadas- a los hechos de un pasado que sólo pueden “recordarse como es y no como era”.

Habiendo sido decretado desde hace algunas décadas como todo un “movimiento” cultural (Juan Meléndez dixit); formando parte de las músicas y espectáculos escénicos de moda y consumo global identitario; experimentando un creciente proceso de intitucionalización para ser explotado como cultura patrimonial por las instancias de gobierno y la iniciativa privada. O, simplemente, porque ofrece a toda aquella/aquel que se adentra en sus terrenos la posibilidad de reescribir su historia personal, familiar y colectiva, el son jarocho y la fiesta del fandango vienen produciendo en boca de sus celebridades, difusores, gestores, y mercadotécniques (sic), toda una abigarrada y alucinante hagiografía que funda sus orígenes en un campo mexicano idílico, rebosante de sabiduría y genuina espiritualidad.

Así, en las últimas décadas han aparecido narrativas diversas que han venido a engrandecer el panteón de diosas y dioses, así como acrecentado los fábulas y gestas maravillosas de soneras y soneros, epifanías fandangueras, personajes malditos y, no debería extrañarnos, también sus temas prohibidos y tabú. La divinidad proteica de este Olimpo tiene nombre y apellido: Arcadio Hidalgo Cruz. Y su mensaje, su verdad –como saben muchas y muchos– quedó inscrito para los siglos de los siglos en un fonograma que lleva por nombre “Sones de Veracruz” editado por el INAH en 1969, con un Arcadio en plenitud, a sus poco más de setenta años.

El también llamado “movimiento jaranero”, cuyo inicio se vincula con frecuencia a la fundación del grupo Monoblanco, no sólo ha sido la primera música regional mexicana en recuperar y fortalecer su fiesta comunitaria –el huapango o fandango–, o la primera en combinar y entender que los espacios comunitarios y los escénicos pueden nutrirse y enriquecerse. También ha sido la música “tradicional” pionera en acceder de manera profusa al caudal de becas, apoyos y recursos institucionales que desde la década de los años 1980 y, de manera, particularmente intensa, en la década de los años 1990 y 2000 –y de allí a la fecha– han hecho posible la recuperación y desarrollo de la laudería, la grabación y producción de fonogramas, la realización de fandangos, Encuentros de jaraneros y festivales; giras nacionales e internacionales; la manutención de individuos y familias soneras; la profesionalización de músicos, bailadores o poetas mujeres y varones, más todo el largo etcétera que prefiero por el momento obviar. 

Acompañando o, mejor aún, alentando estos procesos, lo que me resulta más trascendente de esta historia es que la tradición del son jarocho ha sido la primera en construir e inventarse un pasado. Y la elegante escritura de Juan Pascoe descubre una sobria manera de decirlo “todo todo, sin tener que ´decir´ nada”, de producir una historia de los orígenes.

Uno se encuentra entonces con un relato delicioso, bien ritmado, inteligente y aderezado con elegantes notas de humor negro, en el que la crónica y el diario personal se entrelazan en armonía, para informarnos de sucesos y acontecimientos del microcosmos Monoblanco, hasta entonces desconocidos. No obstante el tono personal de lo reseñado, el narrador logra trascender la anécdota estéril y memoriosa y hace entrar –sin hacer demasiada alharaca y como ruido de fondo–, las atmósferas y ambientes que envolvieron el encuentro encuentros de mujeres y varones de la clase media capitalina con ese otro México, el del campo y mundo indígena, “mestizo” y campesino, al que se intentaba poner en el olvido. Todo ello en un momento de transición de un atribulado y desigual país que “avanzaba”, a tropiezos y trambucones, en medio de una feroz y silenciada guerra sucia, a aquel ensueño civilizatorio que la demagogia oficial de aquel momento llamaba el advenimiento del México moderno.

Lo que vuelve interesante a un texto son las posibilidades que deja abiertas para ser leído – eso lo sabemos bien. Uno piensa entonces que La Mona puede ser abordado como un libro de viaje. Otro ejercicio posible sería emprender su lectura como el despliegue de una meticulosa investigación, el desciframiento de un enigma: ¿en manos de quién quedó la jarana del que se dijera fue el “último jaranero negro del Papaloapan”. Si combinamos estas dos tentativas, lo que también podríamos reconocer en la historia que se cuenta sería una disputa por la memoria, una suerte de “corte de caja” que el futuro entabla con el pasado, con sus “cuentas claras y chocolate espeso”. Todo esto, vale la pena no olvidarlo, a partir de la voz de un narrador llamado Juan Pascoe. Desde este horizonte plausible, La Mona libro y “La Mona” instrumento me recuerdan la relación que puede advertirse entre el tangueo de una guitarra de son y la mudanza en la tarimba.

V

El tren me condujo puntual a mi destino y antes de la una de la tarde de aquel viernes otoñal –no sin titubeos y vacilaciones por saber si estaba en el lugar correcto o si había tomado la salida adecuada– me encontraba caminando por aquella majestuosa y colorida ciudad. El resto de la jornada fue caminar, observar, admirar, oler, escuchar; reconocer y seguir caminando de punta a punta aquel espacio babélico. Por la noche llegué al hotel molido y con la uña del dedo gordo del pie izquierdo exigiendo a gritos un cortaúñas y mucho reposo. Ya tumbado en la cama me consagré a la habitual revisión automatizada de un caradelibro cada vez más lleno de anuncios y plagado de mucha tontería. 

En algún momento de aquel ritual di con la siguiente información publicada a las 06:03 am de aquella misma jornada: “Un día como hoy, pero de 1977 en la Ciudad de México nació el grupo Monoblanco.” El redactor de aquel post era Gilberto Gutiérrez Silva, fundador y director de la agrupación –además de querido y admirado amigo.

Se habían cumplido ya las 23:17 hrs., de aquel dilatado 30 de septiembre del 2022. A los pocos minutos dejé de tontear en el teléfono celular y le busqué cobijo al sueño en la cautivante lectura de Sergio Pitol que me tenía enganchado hacía varios días. Aquella mañana, mientras viajaba en tren, subrayé en aquel libro una frase que resonó en mí, con la misma fuerza con que retumba en mis huesos el zapatear de las mujeres en la tarima, cuando el fandango se amarra en el son de La Guacamaya: “Sólo donde existe una tradición se puede asimilar el saber universal” –escribe el escritor veracruzano, recuperando y haciendo eco de las palabras del filósofo judío Isaiah Berlin, nacido en Riga, Letonia en 1907. 

Pienso entonces que a Juan Pascoe y a mí nos une –sin que necesariamente estemos de acuerdo en ello– nuestro vínculo y pertenencia con/a la tradición jarocha. Desde allí –pienso– cada uno hemos ensayado maneras distintas de encontrarnos con el mundo, de inventarnos a la vida. Este quizá sea uno de los regalos más hermosos que me ha dado la contingente circunstancia de haber nacido y crecido en el sur de Veracruz, al permitirme transitar los territorios y encantamientos de ese mundo alucinante del son y el fandango jarocho. Un universo expansivo que Pascoe se encarga de recrear en su libro.

No recuerdo lo que pueda mencionarse en la edición de 2003 de La Mona sobre la fundación (y fecha) del grupo Monoblanco. Y al tener presente esto surge en mí el impulso de buscar ese pasaje en esta nueva edición del 2022. Me pongo a localizar en casa el libro que generosamente Juan me obsequió en junio pasado. Su lustroso empastado duro color café, lo hace sobresalir en medio del librero que ocupa por entero la pared izquierda del cuarto de mi hijo Neguib. Tomo el ejemplar entre mis manos, admiro su portada elegante –precisamente por sencilla–, con el nombre de su autor una línea por encima del título, en un rectángulo pequeño de color blanco que lo hace resaltar de su empastado casi marrón. Lo abro y hojeo de principio a fin para, casi de inmediato, oler varias veces las gruesas hojas de su papel, como hipnotizado, porque ese aroma penetrante a madera humedecida me conecta con los tiempos de la infancia, cuando en la escuela primaria nos entregaban al iniciar las clases, los libros gratuitos que ocuparíamos a lo largo del año escolar. La sensación de portento que exhala del libro, su tipografía elegante, las historias que sé muy bien que allí se cuentan o el aíre existente entre sus caracteres anuncian, de inmediato que emprender su lectura será un nuevo viaje a un país que hemos creído conocer.

La inquietud me sigue haciendo cosquillas ¿Qué se dice en La Mona sobre la fundación del grupo Monoblanco? Estoy resuelto a despejar el misterio, teniendo presente que la memoria no cesa de reinventarse, caprichosa e inesperadamente, al conectar acontecimientos pasados con un futuro que alcanza la condición de recuerdo.

Localizo finalmente el fragmento anhelado y empiezo a leer, precisamente en la página que en su parte inferior izquierda aparece marcada con el número quince…

Puerto de Veracruz, otoño 2022.

 

 

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Virtuosismo y rutina

La Manta y La Raya # 12                                                             marzo 2021 ________________________________________________________________________

Virtuosismo y                             

                 rutina *     

 

Alejo Carpentier

 

 

 

 

 

 

 

* El presente texto forma parte del libro Ese músico que llevo dentro, de Alejo Carpentier.

 

En principio, no soy enemigo del virtuoso. El virtuoso –de acuerdo con una expresión italiana que data, si no me equivoco, del siglo XVII– es aquel músico o artista que ha llegado a tener “el completo dominio de una técnica”. Lo que significa, con otras palabras, que ha pasado a la categoría de maestro en su oficio. Y como maestro, se permite lo que no puede permitirse un aprendiz, en cuanto a la utilización de sus facultades naturales y su poder de ofrecernos, en cualquier momento, una ejecución trascendental.

Pero el virtuosismo, cuando se sistematiza, suele acompañarse de un vicio debido a un proceso de deformación profesional. El virtuoso, ufano de su virtuosismo, acaba por querer demostrar a todos que es el más virtuoso de todos los virtuosos. ¿Y cómo demostrarlo, si no ejecutando con mayor maestría y relumbre, lo que otros ejecutaron antes que él? Y cómo lograr que el público se dé cuenta de lo que quiere probar, si la prueba no se hace con obras que el público conozca muy bien?… Por lo tanto, si el virtuoso es pianista, tocará los conciertos más manidos; si éste no es lírico, se atendrá a las óperas que tienen romanzas que todo el mundo tararea. Y si es director de orquesta, andará por las capitales del planeta con un repertorio de diez sinfonías, ocho oberturas y cinco poemas sinfónicos, saliendo al escenario, cada vez, con una expresión entendida, que equivale a guiñar el ojo a sus oyentes, y a decirles: “¡Ahora verán ustedes cómo me suena la Quinta de Chaikovski!… ¡Ahora sabrán ustedes cómo debe tocarse la Sinfonía heroica!… ¡Ahora sabrán ustedes lo que es la obertura de Egmont!…”  Exactamente como cuando los grandes cocineros dicen: “Ustedes sabrán realmente lo que es una perdiz estofada, cuando prueben las perdices que yo preparo”.

De ahí que el virtuoso, que sabe entusiasmarse por su dominio técnico y su inteligencia de los textos, nos resulte enojoso, a veces, cuando leemos sus programas, en frío, lejos de la sala de concierto donde ejerce su poder de seducción sobre los públicos. Siempre es la misma sonata, el mismo concierto, la misma sinfonía. Las mismas sonatas, los mismos conciertos, las mismas sinfonías que tocaron, el mes pasado, el virtuoso alemán, el virtuoso polaco y el virtuoso austriaco. Y así, en otro dominio, actúan también –hay que reconocerlo– las bailarinas famosas.

Sin virtuosismo no hay danza de alta jerarquía. Más aún: la danza es probablemente la forma de arte que exige el mayor grado de virtuosismo por parte del intérprete. Pero esto entraña el eterno vicio que empequeñece, en cierto modo, la figura del virtuoso. Mientras mejor es el ballet, y más renombre tienen las estrellas, más monótono habrá de ser el repertorio… No hace falta publicar previamente los programas. Ya sabremos que habrá Lago de los cisnes y Cisne negro, Las sílfides, Coppélia, Giselle, Pas de quatre y Don Quijote. No niego que tales ballets sean los más firmes puntales de la danza académica, y que el trozo de bravura que es El cisne de Saint-Saëns deba figurar, desde los tiempos de Anna Pavlova, en el repertorio de toda gran danzarina –como todo gran pianista debe saberse los conciertos fundamentales. Pero… ¿acaso no existen otros ballets?… Me dirán los empresarios que los mencionados son “los que el público prefiere”. ¿Y qué saben ustedes, señores, si ésos son los que el público prefiere, puesto que no le han demostrado los muchos otros que han venido a enriquecer el repertorio coreográfico desde hace treinta años?…

El Nacional, Caracas, 5 de octubre de 1952.

 

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Tlacotalpan

La Manta y La Raya # 11                                                    septiembre 2020 ________________________________________________________________________

Tlacotalpan

Angeles Eraña

 

Mariana Yampolsky

Como un abrir y cerrar de ojos. O quizá como una serie de ellos. Por lo veloz de su tránsito. Por su fugacidad aparente. Pero también por su inagotable acontecer, su impalpable presencia. Así el fandango. Acaba pero se queda. La fiesta, esta fiesta. En mí dejó una serie de cortes temporales que se suceden con celeridad. Escisiones que dejan ver trozos y que, al mismo tiempo, forman una única imagen continua que no se detiene. Su recuerdo es por ello como un parpadear.

Aparecen en mi mente miradas profundas, voces antiguas. Todavía escucho el sonido tenaz del perene zapateado. Ese mismo que a tantas desvela. Que el sueño de tantos acompaña. Ese que deja una sensación de oleaje en el cuerpo, en el alma. Percibo aún la música, advierto cómo da vida a los cuerpos. La siento aguzar mi cuerpo, despertar mis sentidos. Miro los torsos, diviso a los pies hablar. Recupero afectos, encuentro nuevos. Atesoro el pasado que me permite acariciar tanta cercanía con quienes hoy son mi familia.

Al cerrar los ojos miro miradas. Muchas. Múltiples. Huelo la alegría, el encuentro desbordado que nos abraza y nos invita a regresar. Mañana, luego, ojalá siempre.

 

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Santiago Tuxtla, Cultura y salud (abril de 1956)

La Manta y La Raya # 10                                                                 marzo 2020 _______________________________________________________________________

Santiago Tuxtla,  Cultura y salud                                                                     (abril de 1956)

       Isabel Kelly 

 

Nota de los Editores: En su texto “Los totonacos a través de la mirada de Isabel Kelly”,(1) Elio Masferrer y Verónica Vázquez nos dicen que la antropóloga norteamericana Isabel Kelly (1906-1983) llegó a México hacia 1935, haciendo parte de un proyecto que encabezaban sus maestros Alfred Kroeber y Carl O. Sauer. Tras asentarse de manera definitiva en México desde 1940 trabajó en distintas regiones del estado de Veracruz y del país. Fue maestra de brillantes generaciones de antropólogas y antropólogos entre los que se pueden mencionarse a Roberto Williams García, Gabriel Ospina, Florencia Muller, José Luis Lorenzo, María Cristina Álvarez o Ángel Palerm. La Manta y La Raya. Universos sonoros en diálogo comparte con sus exclusivos lectores fragmentos del informe que Kelly preparara en 1956 tras una estancia de varios meses en Santiago Tuxtla, como se explica en la “Introducción” que aquí se incluye. Debe advertirse que las notas que aparecen a continuación son testimonio no necesariamente de cómo era en ese entonces Santiago Tuxtla, sino de la manera en que una antropóloga, junto a su equipo de trabajo, observaron a esta localidad y sus habitantes. Nos acerca también a la manera de hacer antropología en México a mediados del siglo XX y deja en claro los importantes servicios que la antropología prestó al anclaje del Estado Mexicano y el diseño e implementación de políticas públicas a lo largo del siglo XX. Los editores de LMyLR agradecen al investigador Alfredo Delgado (Centro INAH Veracruz) habernos proporcionado una copia del texto mecanoescrito.

Introducción  (págs. 1 – 3)

En 1954, la secretaría de salubridad y asistencia trazó planes para iniciar una campaña dirigida a resolver los problemas de salubridad en la zona de Los Tuxtlas, Veracruz, en el curso de la cual participarían diversas direcciones de la Secretaría: Servicios Coordinados, Bienestar Social Rural, Ingeniería Sanitaria y Educación Higiénica. La extensión de la zona de Los Tuxtlas es relativamente pequeña, pero son muchos sus problemas de salubridad. Además, a causa de una combinación especial de circunstancias, algo de la atención federal se ha concentrado en esa región.

Cuando el programa de salubridad se hallaba aún parcialmente en la etapa del proyecto, la Dirección de Estudios Experimentales en Salubridad Pública de la Secretaría de Salubridad y Asistencia, en colaboración con la Misión de Salubridad y Asistencia y Habitación del instituto de Asuntos Interamericanos (IAI) patrocinó un estudio de campo con el propósito de suministrar antecedentes que permitieran un planeamiento integral de los problemas de salubridad en Los Tuxtlas. En esa investigación participaron cinco personas: Héctor García Manzanedo y su esposa Catalina Gárate de García, ambos de la Dirección de Estudios Experimentales, Isabel Kelly del Instituto de Asuntos Interamericanos, Yolotl González y María Eugenia Vargas, estudiantes avanzadas de la Escuela Nacional de Antropología e Historia, que es una dependencia de la Secretaría de Educación Pública. Las dos jóvenes mencionadas acompañaron al grupo para recibir una práctica de campo bajo la dirección de la asesora del IAI.

El presente informe es el resultado de la investigación de campo así patrocinada y se basa en aproximadamente nueve semanas de residencia en Santiago Tuxtla, desde fines de enero hasta principios de abril de 1955. Por diversos motivos se escogió Santiago como centro de operaciones. En primer lugar, a causa de lo complejo de la escena cultural local, se consideró que el estudio concentrado en un poblado determinado sería más productivo que una serie de estudios superficiales en varios distritos de la misma zona. En segundo lugar, no obstante ser lo suficientemente grande para que se le considere como centro urbano, Santiago se encuentra libre del complejo de “gran ciudad”, que al parecer aflige a San Andrés Tuxtla. 

En tercer lugar, la población de Santiago muestra un patrón de estratificación que es muy general en todos los centros urbanos de la zona. Por una parte, su núcleo dominante mestizo está formado por gente que disfruta de privilegios económicos y sociales. Por otra parte, su sector llamado indígena, mucho más numeroso vive circunstancias notablemente menos favorables. En Santiago, el núcleo mestizo ocupa el centro del pueblo en torno de la plaza principal, mientras que la población de los alrededores, dividida en barrios, es predominantemente del grupo que en la localidad se considera indígena. Como consecuencia pudimos conocer en Santiago mismo la cultura de los dos principales segmentos de la población. 

Finalmente, y esto no fue la consideración menor, los señores García habían pasado anteriormente dos meses en Santiago Tuxtla, en compañía de la doctora Betty W Starr, antropóloga entonces adscrita a la universidad de Chicago. En consecuencia, conocían relativamente bien la localidad. A través de correspondencia, la doctora Starr tuvo la bondad de dar una orientación general y de proporcionar mediante sus notas de campo algunos datos sobre estadísticas vitales.

En Santiago, nuestros informantes fueron demasiado numerosos para poder mencionar individualmente a cada uno, pero debemos expresar particularmente nuestro agradecimiento a nuestros anfitriones, la familia Martínez, del barrio de Xogollo.(2) De esa familia, don Norberto y la señorita Nieves y Susana Martínez fueron nuestros infatigables colaboradores. En un barrio habitado en gran parte por la gente llamada indígena, la familia Martínez goza de gran prestigio y nuestra asociación con ella nos ayudó materialmente en establecer contactos con los informantes de este barrio. En Santiago mismo nuestro trabajo fue especialmente intenso en el barrio de Xogollo, porque era manifiestamente ventajoso estudiar la zona en la que, desde el principio, estábamos bien auspiciados, en lugar de tratar de establecernos en otra parte. Tenemos confianza en que los datos de Santiago son aplicables en gran escala a la zona de Los Tuxtlas considerada en conjunto. Sin duda, existen marcadas diferencias entre los varios centros urbanos, por ejemplo, la vida en San Andrés Tuxtla parece enfocarse principalmente en actividades comerciales; Catemaco, una comunidad pesquera en la orilla del lago del mismo nombre, es a la vez sede religiosa y, puede decirse que Santiago, centro cuya importancia ha declinado desde el siglo XVI se especializa en el conservatismo (sic). En otras palabras, los diversos centros urbanos tienen su sabor propio.

Sin embargo, creemos que los patrones culturales que prevalecen en el sector mestizo de Santiago se encuentran duplicados en otras partes, entre los sectores paralelos. Y desde luego, la vida de los barrios de Santiago se parece mucho a la que se encuentra en las áreas correspondientes de otros centros urbanos, así como también en las pequeñas comunidades rurales del interior. En otras palabras, aunque muchos de los datos del presente informe surgen concretamente de investigaciones hechas en el barrio de Xogollo, de Santiago Tuxtla, tienen más extensa aplicación. Xogollo es simplemente una zona representativa donde, con esfuerzo mínimo, pudimos trabajar efectivamente.

 En el presente informe, nuestros objetivos son amplios, al mismo tiempo que son concretos. Nuestra finalidad general es trazar un bosquejo de la cultura local. En vista de que esto ha de ser principalmente de provecho para los especialistas de los diversos ramos de la Secretaría de Salubridad y Asistencia, se han escogido datos y se ha hecho hincapié sobre aquellos aspectos de la cultura que son especialmente pertinentes, por ejemplo, la composición de la población, la economía, los problemas sanitarios, la habitación, la alimentación, las costumbres relacionadas con embarazo y parto y la medicina tradicional.

En forma más concreta esperamos dar al mismo tiempo una serie de sugestiones(3) definidas, de modo que los servicios de salubridad ya existentes pueden ajustarse a la cultura local, en tanto que los apenas inaugurados puedan estar de acuerdo desde un principio con ella. La parte principal del presente estudio se dedica a enmarcar el panorama cultural en general. Sin embargo, en el capítulo final trataremos de presentar sugestiones (sic) en específico acerca de los diversos aspectos del programa de salubridad. Debe recordarse que los varios campos de la salubridad pública se encuentran entrelazados; como consecuencia, algunas de nuestras recomendaciones pueden aplicarse igualmente a las actividades de la Dirección de Educación Higiénica de Ingeniería Sanitaria o de Bienestar Social Rural, o bien, a las de Servicios Coordinados y Educación. 

“Caliente” vs “frío” (págs. 83 – 87) 

La antítesis de “caliente y frío” aparece de cuando en cuando entre las enfermedades sobrenaturales; pero cuando examinamos las enfermedades naturales es de máxima importancia. Algunas dolencias se atribuyen a un resfriado, otras como el sarampión están ocasionadas por el calor dentro del cuerpo del paciente. Cierto número de enfermedades se haya completamente fuera del concepto que así se discute, pero son poco frecuentes. Varias de las declaraciones representativas acerca de lo “caliente” y lo “frío” se dan a continuación:

Todas las enfermedades del estómago son “frías” porque producen “obradera” (diarrea); pero si con las enfermedades viene calentura, entonces la enfermedad es “caliente”. 

El paludismo viene de asolearse y de mojarse [después]. 

El bocio es “frío” porque cuando hace mucho frío o hay humedad, duele mucho.

El dolor de garganta es “frío” porque viene de mojarse. 

El hipo siempre es “frío” porque viene del frío o de mojarse o porque se comen cosas “frías”.

A veces el tratamiento se basa en neutralizar a una enfermedad caliente con un remedio frío o viceversa. 

Mucha gente cura las enfermedades como no debe. Por ejemplo, la gripe es “caliente” y utilizaron cosas “calientes” para curarla. Claro que no les da resultado. 

El tétano es “frío” porque da por mojarse o porque se enfría la persona. Se cura con… cosas “calientes”, para que quemen y “calienten” a la persona. 

La tosferina viene de frialdad. Se cura poniendo plantillas calientes en los pies. 

El paludismo es del “calor”, se cura con [la planta llamada] choteten (sic) y aguardiente, ambos “frescos”. 

El dolor de cabeza es “caliente” y quiere para curarlo cosas “frescas”. 

Ilógicamente, en algunos casos el tratamiento recomendado, o la medicina, es de la misma categoría “caliente” o “fría” que la enfermedad. Así: 

La irritación de los ojos es “caliente”, se cura con leche humana, que es caliente también. 

Para aumentar la confusión se dice que algunas enfermedades comienzan siendo “frías”, pero que se convierten en enfermedades “calientes”.

Otras ideas generales

Los conceptos de la gente de Santiago son vagos en lo que se refiere a la medicina preventiva. Se dice que algunas enfermedades sobrenaturales pueden evitarse tomando precauciones adecuadas,  pero que pocas de estas precauciones están asociada con enfermedades naturales. Para evitar la tosferina se cuelga en el cuello del niño una bolsita de tela roja, llena de raíz de zorrillo. En términos muy generales, se cree que una alimentación bien equilibrada de alimentos “calientes” y “fríos” conduce a la buena salud.

La medicina preventiva moderna ha tenido aceptación en el tratamiento del tétano y muchas personas se dan cuenta de las ventajas que proporcionan las inyecciones anti-tétanos. Por medio de los Servicios Coordinados se vacuna a los miembros de la comunidad contra la viruela; los informantes cuentan que hace mucho tiempo que la población en general ha sido inmunizada, pero a los niños de escuela se les vacuna por lo general cada año. Algunos ciudadanos locales creen que una sola inmunización es eficaz para toda la vida.

Claramente, las nociones populares acerca de la transmisión de las enfermedades tienen relación con cualquier programa de salubridad. Acerca del contagio los informantes tienen ideas confusas. Algunos hablan con suficiencia acerca de los microbios; por ejemplo, según unos, la diabetes se atribuye a un microbio. Lo mismo dicen otros acerca del tétanos; y una [informante] expresa duda:

Dicen que el tétanos depende de un microbio que hay en la tierra. Pero no creo yo que pueda ser porque a unos les da el tétano y a otros no. Cuando les entra una nigua [que infecta] y resulta el tétanos, puede ser que la nigua lo trae. Se me hace que el tétanos es una infección.

Varias personas están convencidas de que el tétanos se transmite de individuo a individuo mediante el contacto, por el sudor. 

Una observación anterior acerca de la tuberculosis produce la impresión de que no se tiene ninguna idea sobre su transmisión de una persona a otra. Pero no es ese el caso. Se nos dice que la tuberculosis puede ser hereditaria. Que puede transmitirse de abuelos a nietos sin que se haya hecho evidente en la generación intermedia. Varias personas nos previenen que la enfermedad puede contraerse, si se llevan alhajas de oro anteriormente usadas por una persona tuberculosa. Una informante hizo una complicada declaración acerca de la tuberculosis ligándola con lo “caliente” y lo “frío” y poniendo muy en claro, sus ideas acerca del contagio:

La tisis viene de que se “ventean”. Vienen calientes y beben agua. Después sienten una cosa caliente en el pecho y empiezan a estar malos. A veces viene de herencia, de contagio. Así se mueren todas las gentes de una familia.

Hay tres clases de tisis. (1) La que le da a la gente gorda; no adelgazan y es porque el pulmón se les esponja. (2) La que le da a la gente flaca, porque el pulmón se seca. (3) La tuberculosis, que es la más mala. Se malea(sic) en el pecho y no puede comer. Porque se le pone como una llaga por dentro. Es la más contagiosa; los enfermos, no deben ser visitados. La familia riega cal en el piso de la casa para evitar el contagio.

Se cuenta con pocos informes acerca de la importancia que alcanzan las enfermedades venéreas en Los Tuxtlas. Al parecer no están muy extendidas, aunque algunas veces se señala la sífilis, en relación con los niños que nacen muertos o que mueren en la primera infancia. Los comentarios acerca de los “flujos” o “flores blancas” pueden referirse, en parte, a la gonorrea. Por lo menos, algunas informantes se dan cuenta de los medios de transmisión, porque se nos dice que la enfermedad ordinariamente sólo ataca las mujeres promiscuas. Sin embargo, una persona cree que procede o de “enfermedad de la sangre” (expresión común en otras partes de México que se aplica a los males venéreos) o de comer frutas durante el periodo menstrual. Otro atribuye el flujo a la anemia. Una comadrona dice que se debe a los riñones, los cuales se afectan cuando una mujer lava ropa en el sol y se baña después. 

Desgraciadamente, no logramos obtener opiniones acerca de la transmisión de las enfermedades infantiles, tales como el sarampión y la tosferina. Los registros de defunciones indican que en años pasados ha habido mortalidad apreciable por ambas causas, y que los informantes debieron tener oportunidad de observar, por propia experiencia, el carácter infeccioso de tales enfermedades. 

En relación con una reciente aparición de sarna (rasquiña), una informante parece tener una actitud fatalista; pero otra se da cuenta de que interviene el contagio. 

Antes no hubo de esta enfermedad; hace como un año que se presentó. Pica mucho. Viene cuatro veces siempre. No es de muerte, pero dan calenturas y fríos y mucha comezón. Si uno se baña, nace más. 

No me gusta que se bañen en el río los niños, porque hace poco hubo mucha rasquiña; todo el mundo la traía. Mi hermana se baña a diario, y no en el río, pero todos los de su familia estaban llenos de rasquiña. Yo creo que eso más bien era porque la persona que le lava la ropa lava de varias partes y por allí se habrá pasado el contagio.

Se cree que ciertos fenómenos naturales tienen relación con las enfermedades. Se dice, por ejemplo, que los días de canícula traen consigo enfermedades. Así:

La canícula entra el 20 de julio, pero sus efectos empiezan desde el 15, cuando la canícula llega entran todas las enfermedades: la calentura, ronquera, tos. Es el tiempo en que se mueren muchas gentes… Es como un microbio que entra. Ya el 25 de agosto sale la canícula y pasa un poco la mortandad, pero los efectos se acaban hasta el 3 de septiembre Yo hasta me contento cuando dice el almanaque (Calendario de Galván) que la canícula ya salió. ¡Ya entra la salud!

De paso, puede decirse que los registros de defunción no muestran que la mortalidad aumente durante los días de la canícula. 

Se cree que la luna influye mucho sobre la salud. Su relación con la enfermedad periódica de las mujeres, la citan con frecuencia los informantes, y más adelante hacemos notar los efectos de un eclipse sobre el feto.

Un niño que nace durante el período de luna llena es gordo y sano, uno que nace en el cuarto menguante es delgado y enfermizo, al igual que el que nace inmediatamente después. Se dice que una persona muere durante la fase de la luna que corresponde a aquella en que nació. Quienes duermen con la luz de la luna sobre el rostro pueden quedar ciegos y una madre joven afirma que su niño había padecido ataques el quinto día después de cada luna llena.

El “relente” es el frío que se siente al amanecer (y según un informante ocurre también al anochecer). Es “muy dañoso”, y por esa razón, una mujer declara que no puede ir a comprar lo necesario para el desayuno en las primeras horas de la mañana. También se evita el sereno como dañoso (sic). Se anotaron algunas curiosas creencias al respecto:

Al salir el sol, el sereno sube. Un señor vació un huevo y llenó el cascarón de sereno y se iba subiendo, subiendo el huevo [en el aire]. 

Yo me imagino que por ser las gotitas tan chicas, se enfrían más, y entonces es más “fresco” [el sereno]. 

En Los Tuxtlas, al igual que en ciertas otras partes de México, se ponen al sereno algunos remedios antes de administrársele al paciente. En resumen, los datos de este capítulo pueden concretarse de esta manera: (1) el tratamiento profiláctico no figura mucho en la medicina tradicional de Santiago, por lo menos en relación con las enfermedades naturales; (2) algunos informantes tienen nociones acerca de la índole contagiosa de ciertas enfermedades, pero las ideas no están claramente definidas; y (3) se creen que ciertos fenómenos naturales tienen relación con las enfermedades.

Notas

1 Masferrer Kan, Elio y Verónica Vázquez Valdés, “Los totonacos a través de la mirada de Isabel Kelly”, en Dimensión Antropológica, vol. 57, enero-abril, 2013, pp. 161-177. Disponible en: http://www.dimensionantropologica.inah.gob.mx/?p=9962

2 Así aparece en el texto original de la antropóloga Isabel Kelly.

3 Debe entenderse como “sugerencias” las veces que esta expresión es usada en este texto [Nota de los Editores].

4  (Nota 49 en el texto original) De acuerdo con un informante, la semilla “hembra” de la planta llamada “cunduacán” es útil contra el mal de ojo, cuando se combina con cuentas de coral y las usa el niño como brazalete. Otro medio para evitar el mal de ojo ha sido mencionado anteriormente (p. 65). El mal viento no ataca a quienes toman la precaución de ir acompañados por una niñita. El agua bendita, tomada el sábado de gloria, vuelve inmune a quien la toma contra la hechicería.

 

Revista en formato PDF (v.10.1.0):

 

mantarraya 2

Y se llama racismo – aunque de momento no lo  puedas o quieras ver.

La Manta y La Raya # 9                                                                         marzo 2019 ___________________________________________________________________________ Y se llama racismo aunque de momento no lo  puedas o quieras ver.(*)

Alvaro Alcántara López      Centro INAH Veracruz

(*) Una primera versión muy cercana a esta que ahora se publica apareció primero en el blog “El presente del pasado” [www.elpresentedelpasado.com]

¿Cómo ver lo que no se quiere ver? ¿Cómo cuestionar, transformar, erradicar, lo que se niega una y otra vez?  En los años recientes, la discusión pública en torno a la práctica y persistencia del racismo en México ha ido en aumento. Y no obstante los decididos esfuerzos que vienen realizando organizaciones sociales, creadores artísticos, redes de investigación, investigadoras, proyectos académicos, colectivos y asociaciones civiles, comunicadores o el CONAPRED, queda mucho por hacer. Según una creencia ampliamente difundida en nuestro país el racismo es cosa de otros, no de los mexicanos. Para reforzar esta opinión las instituciones gubernamentales, sus funcionarios, los medios de comunicación masiva y amplios sectores del mundo académico rechazan o simplemente ocultan la discriminación racial que muchas personas experimentan a diario en México. Y, cuando no se animan a negarlo u ocultarlo, antes bien a reforzarlo, las prácticas racistas buscan justificarse bajo el lugar común del sentido del humor y la ironía. Si nuestra atención se centra en los distintos grupos, sectores y estratos de la sociedad, el resultado es muy similar: del racismo no se habla y México no es un país racista. Como nos lo han explicado diversos trabajos, el racismo es una ideología expresada en comportamientos, prácticas sociales y actos de habla que postula la existencia de “razas”, unas “superiores” y otras “inferiores”: “El racismo es la creencia –nos dice la antropóloga Eugenia Iturriaga- de que ciertos seres humanos son mejores que otros, es la idea de que la apariencia física está unida a la cultura, a cualidades morales y capacidades intelectuales.”   Esto ha llevado a socializar la creencia de que algunos seres humanos son más inteligentes y capaces que otros. Para sostener esta creencia, la apariencia física ha jugado un papel fundamental, asignando a las personas atributos positivos o negativos en función de su fisonomía, de su color de piel.  Si bien los estudios genómicos y genéticos han demostrado desde hace varias décadas la inexistencia -bajo criterios científicos- de las razas, lo cierto es que la convicción en la existencia de las mismas se encuentra más que arraigada en la imaginación social. Mientras tanto, desde la investigación académica, las luchas políticas y la reivindicación social se siguen haciendo notables esfuerzos para combatir el racismo. Reconocer el racismo que históricamente se ha ejercido y se ejerce sobre las personas indígenas, negras o morenas en México, no parece una labor sencilla. Requiere de inteligencia, determinación, reflexividad y autocrítica; sensibilidad, empatía o generosidad. Los trabajos más recientes sobre las distintas formas de discriminación que se ejercen en México han puesto en relevancia el entrecruzamiento del racismo con el clasismo, la xenofobia o el machismo. Otros han llamado la atención sobre la importancia del color de piel en la estratificación social y su relación con la distribución de riqueza y oportunidades laborales. Mientras que otros advierten sobre los privilegios de la blancura de la piel y las dinámicas de blanqueamiento en la sociedad mexicana. Si darse cuenta del racismo ejercido hacia la población indígena ha sido harto complicado reconocerlo en la población de origen africano o afrodescendiente resulta tanto o más difícil, en buena medida porque su historia y aportes a la cultura nacional permanecen silenciadas.  Pienso de entrada en dos razones: a) porque durante mucho tiempo se ha pensado que “en México no hay negros” y, si los hay, “vinieron de Cuba” (sic). Segundo, porque en la construcción del discurso identitario nacional la población afrodescendiente se convirtió en “el otro del otro”, tal como lo ha explicado la investigadora Elisabeth Cunin (el primer “otro” de esta relación ha sido el indígena).  Pese a esfuerzos realizados, por ejemplo, por investigadoras como María Elisa Velázquez, Cristina Masferrer y Citlali Quecha, las valiosas trayectorias individuales de mujeres y hombres afrodescendientes a lo largo del tiempo han estado prácticamente ausentes de la enseñanza de la historia y de los libros de texto y, cuando acaso aparecen, casi siempre lo hacen desde visiones estereotipadas que los inferiorizan y denigran. En ese sentido, y aunque pueda parecer inverosímil una vez alcanzada la primer veintena del siglo veintiuno, tres retos se presentan de manera urgente a la enseñanza de la historia y difusión del conocimiento histórico en medios de comunicación masiva:  1) mostrar que la afrodescendencia va mucho más allá de la esclavitud,  2) comprender que África es un continente y no un país, con una inmensa diversidad cultural, lingüística, social y étnica que vino a enriquecer la conformación de la sociedad mexicana contemporánea  3) que reconocer la afrodescendencia no un asunto que dependa solamente del color de la piel o la fisonomía. Como es bastante conocido, la historiografía regional ha puesto mucho interés en estudiar y comprender la conformación histórica de las configuraciones regionales, las formas de dominación ejercidas por las oligarquías y grupos de poder hacia los grupos populares o analizado consistentemente el papel que indios, negros o mulatos del periodo colonial tuvieron en la integración de las regiones novohispanas a la economía global. Pero es también justo decir que hasta ahora la práctica histórica ha sido muy poco atenta a estudiar los efectos de dichos procesos en la interiorización secular de indígenas y afrodescendientes bajo criterios racistas o en la naturalización del racismo y otras formas de discriminación que encuentran sofisticadas formas de manifestarse en el México contemporáneo.  Si el estado de Veracruz fue pionero en el reconocimiento de los aportes de la población de origen africano en sus procesos culturales y sociales bajo el lema de la “tercera raíz” (IVEC-DGCP), dicha formulación merece ser revisada a la luz de nuevas investigaciones que muestran el protagonismo demográfico y social de la población afrodescendiente en varias regiones del estado. De manera que lejos de ser la tercera, la herencia afrodescendiente constituye en no pocos lugares del estado, la primera o segunda influencia sociocultural, junto con la indígena. Como su complemento, la exaltación de los atributos físicos de las negras y negros, su destreza y proclividad en las artes amatorias o su “natural” inclinación y talento hacia el baile y la música, retomados desde la construcción oficial y popular de la identidad jarocha, no hacen sino reforzar la narrativa colonial y perpetuar “en positivo” estereotipos desde los cuales se discrimina a la población por su color de piel y fisonomía. Tal como lo han planteado los trabajos de Christian Rinaudo, José Antonio Flores Martos y Odile Hoffmann, entre otros, este aspecto constituye un pendiente igualmente urgente de revisar y reformular, lo mismo desde la antropología y la historia, que desde los estudios literarios, folclórico o etnomusicológicos. Y pese a cualquier pronóstico optimista, el estado de Veracruz tiene mucho por hacer en el reconocimiento y combate del racismo, así como otras expresiones cotidianas de discriminación y violencia. La naturalización e invisibilización del racismo hacia la población afrodescendiente y morena de este país adquiere tales proporciones que, a amplios sectores de la sociedad mexicana les parece imposible e impensable que sus acciones y dichos constituyan prácticas racistas, por el simple hecho de a) haber hecho estudios profesionales y posgrados, b) por ser progresistas, democráticos y liberales, c) por ser ellas y ellos mismos indígenas, afrodescendientes o morenos o, d) porque su trayectoria a favor de otras causas sociales y políticas está más que demostrada. Pero lo cierto es que en la medida que entendamos que la ideología y práctica racista atraviesa el corazón mismo de las relaciones sociales y se encuentra reforzada institucionalmente, podremos empezar a preguntarnos si el racismo nos habita y cómo podemos empezar a visibilizarlo y erradicarlo de nuestra vida diaria. Una mirada atenta al contenido de nuestros actos de habla más cotidianos y aparentemente más inocentes, a los chistes y bromas que aprendimos en el entorno familiar y con el grupo de amistades más cercanos nos permitirá ver –sólo si queremos, claro está – que el racismo se nos presenta como aquel “traje del emperador”. Y detrás de este, el machismo, la xenofobia, y el clasismo siguen levantando la mano para hacerse visibles y empezar a der discutidos públicamente, familiarmente, personalmente. Con la publicación en el Diario Oficial de la Federación, el 9 de agosto del 2019, de la reforma al artículo segundo de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, en donde se reconoce a los pueblos y comunidades afromexicanas (cualquiera que sea su denominación), como parte de la composición pluricultural de la nación, se ha dado un gran paso para que la sociedad mexicana empiece a reconocer el aporte de las y los afromexicanos a la cultura e historia de nuestro país. Pero esto no se hará en automático ni por decreto. Implicará el esfuerzo de muchas y muchos desde distintos frentes, empezando por revisar las nociones, discursos y prácticas cotidianas de las instituciones gubernamentales y sus funcionarios. Significa también un replanteamiento de fondo de los contenidos y supuestos que han organizado la enseñanza de la historia del país, las regiones y las entidades federativas. Adición del inciso C, al Artículo 2 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos:

C. Esta Constitución reconoce a los pueblos y comunidades afromexicanas, cualquiera que sea su autodenominación, como parte de la composición pluricultural de la Nación. Tendrán en lo conducente los derechos señalados en los apartados anteriores del presente artículo en los términos que establezcan las leyes, a fin de garantizar su libre determinación, autonomía, desarrollo e inclusión social. (Adicionada mediante Decreto publicado en el Diario Oficial de la Federación el 9 de agosto de 2019)

Vivimos en un país donde el color de la piel importa e importa mucho; en el que históricamente se ha menospreciado a la población indígena por serlo; donde se le ha ridiculizado y ofendido por “no hablar bien” la que hasta hace unos años era la lengua oficial. Vivimos en un país que distingue a la gente “bien” y “de buena cuna” a partir de la percepción económica, su nivel de estudios, su manera de hablar o el tono de su piel. Y cuando estos criterios no son suficientes para sostener que existen personas que son superiores y otras inferiores, los gustos artísticos, el exquisito paladar o los conocimientos y gustos culturales salen a reforzar una desigualdad histórica. Se podrá decir mucho, pero es necesario plantearse cómo revertir, transformar una violencia que viven tantos y tantas en México: el estigma de ser moreno. La publicación, el año pasado, de la obra colectiva Estudiar el racismo: afrodescendientes en México, coordinado por María Elisa Velázquez (investigadora del INAH) constituye un acercamiento colectivo inteligente y sensible para reflexionar en clave histórica, antropológica, sociológica y estética el racismo en México y sus efectos e implicaciones cotidianas en la población de origen africano. Dicha investigadora, desde la coordinación del Programa Afrodescendientes y diversidad cultural del INAH ha empujado la publicación de diversas trabajos que tienen como objetivo sacar del anonimato la historia de la afrodescendencia en nuestro país (dichos materiales pueden descargarse gratuitamente en http://afrosinah.org/investigacion/).  Otro esfuerzo académico que me parece oportuno reconocer aquí es Caja de herramientas para identificar el racismo en México, coordinado por Gabriela Iturralde y Eugenia Iturriaga. Esta edición constituye un esfuerzo notable de divulgación científica que busca poner al alcance de públicos amplios los planteamientos más recientes del mundo académico para reconocer el racismo y lograr su erradicación en nuestro país. En su texto Eugenia Iturriaga nos dice: “(…) si estamos de acuerdo en que el racismo es una doctrina que se aprende, que se instala, que no es inherente al hombre, que tiene una historia que podemos rastrear, entonces, debe ser posible desaprender, desinstalar y eliminar ese pensamiento. Por su parte, Gabriela Iturralde comenta: “Para desaprender el racismo y pensar en posibles caminos para su eliminación es imprescindible que identifiquemos cómo lo aprendemos”. En consonancia con las palabras de estas investigadoras pienso que reflexionar individual y colectivamente sobre cómo hemos aprendido el racismo constituye un paso fundamental para empezar a ver lo que hasta el momento no hemos podido o querido ver.  Y sí tiene nombre, se llama racismo. Y se halla igualmente presente entre las y los académicos de los centros de investigación y universidades de educación superior; entre los compañeros del equipo de béisbol; en los funcionarios y servidores públicos; lo mismo que en los dichos que aprendimos del abuelo más querido, de nuestras madres y padres, o en la escuela de nuestra más tierna infancia. Y porque se trata de todo un sistema de pensamiento, de una creencia que inferioriza a las personas y se refuerza afirma institucionalmente; de prácticas sociales y actos de habla que por naturalizarse se han vuelto imperceptibles de primea vista al entendimiento, es que debemos hacer un esfuerzo enorme por erradicar el racismo. Desde la inteligencia, la determinación, la sensibilidad, la comprensión, el cariño, la escucha atenta. 


Revista # 9 en formato PDF (v9.1.0):

Experiencias en un viaje a Tlamacazapa, Gro. en 1963.

La Manta y La Raya # 8 / septiembre 2018 ___________________________________________________________________________

Thomas Stanford y Evangelina Arana, 1961. .


Thomas Stanford

Tlamacazapa es un pueblo nahua que está encima de un cerro, en medio de un pedregal, al este de Taxco.

Me acuerdo bien del camino a Tlamacazapa, que recorrí en 1963. En compañía de mi guía, partimos de Buenavista de Cuéllar, pueblo conquistado por Emiliano Zapata durante la Revolución, donde grabé el corrido La derrota de Zapata que, de acuerdo con lo que dice su letra, relata “la derrota que nos vino a dar Emiliano Zapata”. Cuando yo estaba en un promontorio que me permitió ver el p’ueblo desde esa parte alta, un anciano recordó (citando la letra del corrido):

—Ahí abajo andaba Zapata sobre su caballo blanco, “cuando vino todito Morelos con el fin de pegarnos la derrota”.

Yo quería irme a pie desde Buenavista de Cuéllar hasta Tlamacazapa. Tenía puestas mis botas para tal fin y por eso no me preocupaba la caminata, a pesar de que sabía que el camino era pedre- goso. Pero la gente de Buenavista me recalcó que “los caballeros andan a caballo”, y obedeciendo el consejo decidí hacer el viaje a caballo.

Durante el trayecto, que implicó un tiempo no muy largo (más o menos tres horas, si no mal me acuerdo) me encontré con cosas interesantes. A la mitad del camino mi guía y yo nos topamos con una formación geológica de unos veinte metros de altura, que estaba a la derecha del camino y ladera abajo. El baqueano me dijo: “A ése le dicen el fraile”. Más adelante, a la izquierda del cami- no, había una hermosa casa de paredes blancas y techo de teja, y el guía comentó que pertenecía a la aldea de San Juan Colorado. Luego de avanzar durante un largo rato, llegamos a Tlamacazapa.

En la actualidad, el último tramo del trayecto es una carretera que facilita el acceso en auto, pero en aquel entonces sólo un vehículo todoterreno podía superar los obstáculos que hacían difícil la llegada al pueblo.

Entre mis primeras impresiones de la localidad tengo fuertemente grabada la imagen de dos largas filas de personas, integradas, en su mayoría, por niños y ancianos, que con jicaritas en mano esperaban un turno para entrar a dos cuevas. Estaban recolectando agua que caía a gotas de las bóvedas de esas cavidades. El pueblo era grande, pero padecía una grave carencia de agua potable. Había un manantial en las cercanías del pueblo, pero desafortunadamente estaba a una distancia considerable de las casas y el agua era tan salada que sólo podía utilizarse para que bebiera el ganado.

Visité el pueblo en dos ocasiones posteriores y pude hacer amistad con don Víctor y su esposa. Él era uno de los pocos mestizos del lugar y había sido mayordomo del pueblo. Don Víctor y su mujer no tenían hijos, pero durante varios años posteriores su ahijado Alejandro llegó con frecuencia a mi casa, ubicada en la Ciudad de México, para vender las bolsas de palma que se producían artesanalmente en el Tlamacazapa de aquella época, y que se vendían bien en la ciudad y en algunos centros turísticos.

En ese pueblo encontré una gran variedad de danzas que atraparon mi interés, pude documen- tar más de veinticinco. Entre todos los pueblos en los que he andado durante mis investigaciones de campo, a lo largo de cincuenta años, Tlamacazapa es el pueblo con el mayor número de danzas que yo haya documentado.

Normalmente he encontrado que cada pueblo tiene su repertorio de danzas y que la mayoría de éstas han sido tomadas en préstamo, pues se originaron en pueblos vecinos. En el mejor de los casos, probablemente sólo una de las danzas es propia. La danza original se puede identificar porque, por lo general, está más desarrollada que las demás.

En el caso de Tlamacazapa pasaba algo insólito: había un maestro de danzas que venía desde un pueblo de las inmediaciones de Taxco (creo que se llama San Juan de Dios) y enseñaba numerosas danzas, a la vez que vendía unos cuadernitos impresos con los diálogos de éstas. Este hecho provocó dos efectos sorprendentes; por un lado —como ya he señalado—, eso explica la existencia de un extenso repertorio de danzas en Tlamacazapa; y por otro, debo decir que no he encontrado otro caso de un maestro itinerante que se dedique a enseñar danzas.

En mi experiencia —como ya he afirmado—, la posibilidad de distinguir entre las danzas propias de un pueblo y las tomadas en préstamo es factible porque las propias son mucho más evolucionadas y contienen más elementos. En Tlamacazapa encontré los tecuanis (la danza del tigre), que pertenece a un tipo de danzas que hemos encontrado en varias partes. También encontré los tejorones, danza de los mixtecos de la Costa Chica de Oaxaca. Pero los tejoneros también es el nombre de otra danza de algunos pueblos nahuas de las faldas del volcán Popocatépetl, en el estado de Puebla. De hecho, en Tlamacazapa observé la danza del venado de los mayos y los yaquis de Sinaloa y Sonora. En Tlamacazapa, los símbolos de esa danza varían: el venado es una proyección del bien, que se encuentra asediado por el tigre, fiera que representa al mal y lo antisocial. El tigre únicamente se impone durante las fiestas del fin de año.

Estas danzas son teatro, y muchas de las danzas indígenas también lo son. Eso es notorio porque lo que se baila se presenta únicamente como entremeses: cuando la trama se detiene, los actores se forman en doble fila y bailan varios sones para luego retomar el argumento.

El lugar en el que se llevaban a cabo las danzas en Tlamacazapa era un área no muy plana que tenía un declive hacia el norte, a partir de una hilera de árboles que prestaba sombra durante gran parte del día y estaba casi en medio de las casas del pueblo. La danza se desplazaba, con todo y los espectadores, por los rincones de ese dilatado prado. La danza se inició hacia las diez y media u once de la mañana, y terminó a las seis de la tarde, aproximadamente.

Los folkloristas suelen afirmar que estas danzas son “milenarias”, pero esa aseveración es exagerada. De hecho, lo que los folkloristas dejan de lado, pero que resulta muy notorio en las danzas, es el aspecto teatral que les imprime una particularidad que a mí me llama poderosamente la atención, así como su variabilidad. Por eso siempre surgen expectativas entre los lugareños respecto a qué sorpre- sas se harán presentes en la siguiente representación dancística. Hay que recordar que los pueblos en los que se desenvuelven estas expresiones suelen ser remotos y carentes de recursos para la diversión de sus habitantes. Por ello, las fiestas y las danzas cumplen un papel muy importante que establece el momento y el lugar de la diversión de la gente, que se complementa con la recepción de visitas ocasionales. En ese contexto, el entretenimiento que brindan las danzas cobra mucha relevancia.

Dos años antes de que nosotros llegáramos a la fiesta se rescataron dos viejos teléfonos que probablemente databan del Porfiriato. Los aparatos tenían una manivela que, al darle vuelta, hacía sonar el aparato al otro extremo de la línea y permitía hacer una llamada. Los organizadores habían comprado unas baterías y tendieron una línea telefónica entre el campamento del tigre y el de Juan Tirador, el cazador en la danza. Todavía se hablaba de ese evento cuando llegué a la aldea.

El relato de la danza abordó toda la historia de cómo se llamó a Juan Tirador para que se encargara de cazar al tecuani (tigre) que estaba asediando al pueblo, valiéndose de mucho armamento y parque violaba a las mujeres locales. En la grabación que realizamos durante nuestra asistencia a la fiesta, por un largo rato, los diálogos hicieron una exposición de todo el armamento que tenía el tigre, que contaba con cañones, rifles máuser y muchas otras armas. Los diálogos también enfatizaban lo peligroso que era el tecuani y dejaban ver una gran preocupación por las mujeres que estaba violando. La alusión al carácter maligno del tigre era la constante:

—El tigre muy malo, hombre. 

—Quema, hombre.

—Sí, hombre.

Y esto se repetía una y otra vez durante la danza.

Creo que la metáfora que se expresa en la danza es la siguiente: el tigre es una reminiscencia de creencias prehispánicas que asociaban a este felino con una manifestación terrestre de un dios todopoderoso, el sol. Supongo que los sacerdotes coloniales intentaron disuadir a los indígenas de sus creencias ancestrales con esta caracterización y crearon una representación del tigre como un ente maligno, travieso y contrario a la cristiandad. Debido al carácter maligno del tigre, el pueblo organiza una cacería y contrata a Juan Tirador para extirpar, de esta manera, una influencia contraria a la fe católica.

En esta obra había muchos personajes: Salvadorchi (Salvadorcito –chi es un sufijo diminutivo en la lengua nahua). Mayorza (personaje del que no sabemos de dónde proviene el nombre), el Viejo Loco (que profería risas contagiosas) y muchos otros. Algunos tenían participaciones ocasionales y reducidas, como —por ejemplo— el Perro Rastreador, que en varios momentos de la cacería ayuda a encontrar al tigre. Si acaso quedara duda sobre la relación de esta danza con el teatro, también había un apuntador que apoyaba a los actores cuando olvidaban sus diálogos.

Al final de la danza, cuando el sol estaba bajando en el horizonte, el tigre estaba trepado en un árbol, como a cuatro metros de altura. Juan, que le tenía mucho miedo (siempre temblaba incon- teniblemente cuando veía al animal), levantó su rifle (un palo de escoba) mientras sus compañeros lo animaban:

—¡Tú sí lo puedes hacer, Juan!

—Apunta con mucha calma.

—¡Fíjate bien!

Finalmente, Juan disparó y le atinó al tigre, que cayó del árbol sobre un lugar que con toda seguridad había sido preparado con anterioridad para que el actor no se lastimara. En una de las partes de la danza, un danzante interpretó a un carnicero y otros corrieron a tomar hojas de limón para meterlas dentro de la camisa del tigre, diciendo que el animal estaba muy gordo y que su grasa era ahora del pueblo. A continuación, esos actores sacaron lentamente la grasa de la camisa del tigre y la llevaron a las mujeres asistentes mientras decían que esa grasa era buena medicina para las reumas, para la disentería y para quién sabe qué más. Mientras tanto, el carnicero repartió la carne del tigre entre los presentes.

Cuando empezaba a ponerse el sol se terminó el teatro. Y ese día puede grabar casi una hora y diez minutos de danza en Tlamacazapa.

Cuando los folkloristas presentan ante un público citadino este tipo de “hechos folklóricos”, nos preguntamos: ¿cómo se montaría una danza con estas características en el teatro de Bellas Artes de la Ciudad de México para un público citadino? Yo conocí a Enrique Bobadilla Arana, que montó la danza del venado para Amalia Hernández, el primer año de sus actuaciones como directora del ballet folklórico nacional. Siempre le critiqué su montaje. En cierta ocasión le dije: “Yo conozco la danza del venado, la he visto representada por los indígenas de Sinaloa y Sonora, y no tiene nada que ver con lo que he presenciado aquí”. No se puede llevar público a una danza en sus pueblos de origen, porque la sola presencia de un auditorio numeroso alteraría la significación del evento, pero este tipo de danzas tampoco se puede montar en el teatro de una ciudad, porque ahí está ausente el contexto que le da sentido. Hay que recordar que lo que da pauta a la danza implica formas particulares de ver el mundo que se expresan —por ejemplo— en las preocupaciones que tiene la gente del campo con las cosechas de las milpas, con la salud de los hijos y de los familiares. Considero que sería conveniente y valioso que la gente de las ciudades asistiera a eventos de danza, de teatro, de música y de muchas otras expresiones culturales de los pueblos indígenas, y las conociera en sus contextos normales, pero es un hecho histórico que casi nadie de origen urbano va a esos pueblos. Por eso, los lugareños se asombran cuando —por excepción— algún citadino llega a sus pueblos. Creo que los videos podrían ser la mejor modalidad de divulgación de las danzas de los pueblos indígenas en sus contextos originales. Por ejemplo, sería interesante asomarse hoy a Tlamacazapa, pueblo al que ahora se puede acceder por carretera (que no existía cuando estuve ahí) y observar los efectos que la influencia de las ciudades ha tenido en sus expresiones dancísticas.

 


                                                                                            

Revista # 8 en formato PDF (v8.1.3):