La Manta y La Raya # 7 marzo 2018
Las culturas musicales de México: un patrimonio germinal
Gonzalo Camacho Díaz
En el campo de las políticas culturales de México, el discurso y las acciones en torno al patrimonio musical se realizan bajo la perspectiva de un modelo conceptual y hegemónico de la música, cuya lógica y particularidad no podría aplicarse a la diversidad de culturas musicales existentes en nuestro país. Este modelo ha privilegiado los soportes materiales por sí mismos como formas patrimoniales, sean partituras o fonogramas. Los métodos de registro adquieren una importancia significativa en nuestro país, pero su exaltación, con la consecuente ponderación de los objetos, desdibuja a los músicos y a sus comunidades respectivas. El valor de la creación deja de estar en el humano para condensarse en un producto, en un objeto. A lo largo del tiempo, el desplazamiento ominoso del hombre por la “cosa”, llega, inclusive, a borra al creador (hay discos en donde los nombres de los músicos no aparecen por ningún lado). En esta lógica, las acciones abocadas al cuidado del patrimonio musical se han enfocado de manera prioritaria a la conservación de los objetos, relegando a las personas y a las comunidades, olvidando quiénes son los verdaderos sujetos sociales portadores del saber. Este punto es sustancial, sobre todo cuando se trata de las prácticas musicales correspondientes a las sociedades orales. En consecuencia, sus estrategias de salvaguarda deberían recorrer distintos itinerarios.
La instrumentación de nuevas categorías en el campo de las políticas culturales y de las estrategias de salvaguarda es un procedimiento que invita a reflexionar desde otros puntos de vista e implementar acciones. Para contribuir a la instrumentación ya señalada, en el presente trabajo se proponen dos conceptos: culturas musicales y patrimonio germinal. Su formulación se sustenta en cierta forma en las ideas que, partiendo de las investigaciones realizadas sobre las sociedades orales, se esbozan en el campo de la etnomusicología. Por ello, se dedica un pequeño apartado en el cual se expone de manera sucinta algunos preceptos de la oralidad aplicados a la comprensión de los fenómenos musicales.
El discernimiento de los mecanismos de producción, recepción y transmisión de las culturas musicales de tradición oral es de vital importancia, toda vez que permitiría proponer nuevos modelos de operación. Con ello, se intenta superar la visión generalizada que se tiene dentro de las instituciones de promoción cultural de aplicar un solo modelo de acción a las distintas culturas musicales de nuestro país, pasando por alto la riqueza de sus especificidades. En pocas palabras, la búsqueda de modelos alternativos, basados en el empleo de nuevas categorías dentro de las políticas culturales, posibilitaría procedimientos y tácticas eficientes y congruentes con la realidad musical de México.
Plantear en el presente texto los conceptos antes mencionados tiene el ánimo de proponer una percepción alternativa del saber y del hacer musical. Una mirada que ayude a descentrar la perspectiva asumida por rutina, que por rutinaria se torna incuestionable e irreflexiva en muchos casos. Un mirar reconstituyente de nuevas reflexiones, enriquecedor de nuestra panorámica actual. Observar los fenómenos musicales desde un plano distinto, posibilita el acceso a un conocimiento más amplio de los mismos, permite observar nuevos problemas, atisbar nuevas soluciones, avanzar y ser más eficientes en la praxis de salvaguarda de este patrimonio. Así, pues, que los siguientes conceptos sirvan para iniciar una mirar alterno.
Culturas Musicales
El concepto de culturas musicales utilizado en el presente artículo se define como el conjunto de hechos musicales en contextos y procesos socialmente estructurados, transmitidos históricamente y apropiados por grupos de individuos, constituyendo un dispositivo de identidad. Los hechos musicales son formas simbólicas configuradas en sistemas de relaciones que ayudan a la construcción, resignificación y organización de sentido de una determinada comunidad. Las diferentes culturas musicales son expresión de la sensibilidad, riqueza y creatividad de la condición humana. En este sentido, no hay culturas musicales superiores ni inferiores, sólo son diversas.
El concepto anteriormente señalado requiere algunos breves comentarios para puntualizar su sentido. La música, que cada cultura define o distingue como tal, implica procesos de creación y recepción de los materiales sonoros inscritos en un contexto histórico socialmente estructurado. Por ello, debe ser analizada como un hecho social con un carácter multidimensional, es decir, que además de ser vista como un fenómeno acústico, también tiene que ser concebida como un fenómeno biológico, psicológico, económico, social, histórico y tomar en cuenta que es un constructo cultural, con todo lo que ello implica. En este sentido, tal como lo señala Jean Molino, debemos hablar de hechos musicales. Así, las culturas musicales, a través de la profundidad histórica y de la amplitud geográfica, expresan la riqueza y diversidad del espíritu humano.
Los hechos musicales adquieren concreción y materialidad en las distintas prácticas musicales. Éstas, a su vez, se encuentran interrelacionadas conformando un sistema musical en el cual adquieren una ubicación en el entramado simbólico de una sociedad determinada. Cada sistema está conformado por el conjunto de elementos y reglas particulares que hacen posible dar un sentido social a la producción sonora en un momento y espacio determinados. Así, los hechos musicales son formas simbólicas en tanto que en ellos convergen distintas cargas semánticas, configurándose como sistemas expresivos de una determinada cultura.
El concepto de culturas musicales es utilizado con la finalidad de construir un marco discursivo de equidad para abordar la diversidad y la diferencia musical sin que éstas impliquen criterios de asimetría social. Las diferencias existentes entre las culturas muestran la riqueza de la diversidad del espíritu humano y de ninguna manera pueden ser empleadas para intentar fundar y legitimar las desigualdades sociales, como sucede actualmente en la lógica capitalista aplicada a este campo artístico. Este concepto, aplicado al caso de México, ayudaría a derrumbar la idea, desafortunadamente generalizada, de la existencia de una sola cultura musical como la única y última expresión del genio humano, la cual sirve de referente para justipreciar al resto de culturas musicales.
La concepción decimonónica que considera la existencia de expresiones musicales “superiores” e “inferiores”, ha servido como sustento para negar sistemáticamente el reconocimiento social de otras manifestaciones musicales, distintas pero igualmente válidas. Las ha marginado, estigmatizado y, en la mayoría de los casos, las ha condenado al olvido colocándolas fuera de la órbita patrimonial. En contrapartida, cuando se habla de las culturas musicales de México, se tiene la intención, por un lado, de confirmar el carácter pluricultural de nuestro país, y, por otro, de devastar la asimetría social con la cual es concebida la diversidad musical.
Por otra parte, al utilizar el concepto de culturas musicales de México se tiene la voluntad de dar nombre y rostro a los diferentes grupos sociales, como es el caso de los pueblos originarios de nuestro país, que durante décadas han sido colocados en una misma categoría (música tradicional o música indígena) desdibujando sus especificidades. Otro ejemplo son las culturas musicales de los pueblos afromestizos que hasta hace poco tiempo se han reconocido como una parte fundamental de nuestra historia y cultura. La homogeneización excesiva evita reconocer que se trata de culturas musicales diversas con su propio devenir histórico (independientemente de sus entrecruzamientos culturales) y omite nombrarlas de manera particular porque furtivamente se pretende negar su existencia. Desde esta nueva perspectiva abierta por el cambio conceptual propuesto, la cultura musical rarámuri o la cultura musical ñañú, o la de cualquier otro pueblo matricial, tendrían que tener un lugar propio y gozar de una autonomía semántica en el discurso del estado, de las políticas culturales y de los equipos humanos que laboran en las instituciones de cultura. Las autodenominaciones correspondientes a cada uno de dichos pueblos, vinculadas a sus expresiones artísticas, deben ser parte del lenguaje habitual, ya que al nombrarlos se hacen presentes en nuestra conciencia y en nuestra propia cotidianidad, adquieren su lugar en el universo cognitivo de la sociedad como cualquier otro grupo humano. Sus patronímicos no deben resultar extraños a los oídos de los propios mexicanos, es decir, deben ser parte constitutiva de la doxa misma, deben alojarse y habitar en la boca de todos.
Al hablar genéricamente de las culturas musicales de los pueblos originarios, de México por ejemplo, se subraya un común denominador: el carácter matricial de estas culturas, pero no agota las diferencias existentes entre ellas. Si bien pueden prevalecer elementos comunes, también encontramos diferencias sustanciales que abren el abanico de posibilidades sonoras y de entramados simbólicos. La unidad y la diversidad musical son elementos que debemos tener presentes en la consideración de un México pluricultural. Por otra parte, este concepto genérico pretende evitar la confusión aún existente entre “música indígena” y “música prehispánica”, ya que en muchos ámbitos de la sociedad se consideran sinónimos. Dicha confusión, entre otras, es un indicador de la profunda ignorancia de nuestra sociedad y de las instituciones culturales con respecto a las expresiones musicales de los pueblos originarios, y advierte que se siguen reproduciendo los estereotipos de “lo indígena” como “lo prehispánico”, negando la existencia y configuración contemporánea de los pueblos originarios de México y de sus entrecruzamientos culturales. Se ocultan los diversos procesos históricos que cada una de estas sociedades ha venido generando y finalmente se niega el carácter protagónico que adquieren en las transformaciones sociales contemporáneas.
Otro de los propósitos de emplear el concepto de culturas musicales es dejar atrás, o al menos cuestionar y reflexionar, la distinción entre “música culta” y “música popular” que se opera desde las políticas culturales en México. Diferencia que dista mucho de ser un inocente juego de palabras, ya que dichas denominaciones tienen una gran carga simbólica que legitima ciertas prácticas: aquellas consideradas “cultas” y, desde luego, a los sujetos que las llevan a cabo. En contraste, y en esta misma lógica, la música considerada popular, denominación que subrepticiamente señala su carácter de “no – culto”, correspondería a aquellos sujetos que por consiguiente “carecen de cultura”. En este juego de palabras se proyecta lo que se considera legítimo y aquello que es estigmatizado, así se instituye un mecanismo de distinción que opera en las prácticas musicales y, en consecuencia, en los sujetos que las practican. Dicha concepción asimétrica contribuye a marcar la diferencia que justifica la estratificación social: los que son cultos, se ubican en un estrato “alto” o “superior”, mientras que el resto de los individuos son ubicados en los estratos “inferiores”, señalados como populares. Lo mismo sucede con la distinción entre “música culta” y “música tradicional”. Aquí, nuevamente, lo tradicional, y con ello los sujetos que realizan estas prácticas, son emplazados en la órbita de lo “inculto”.
La concepción ampliamente difundida de la “música tradicional”, como contraste con las nueva creaciones musicales, pone en juego la confusa y riesgosa oposición tradicional – moderno. Dicha concepción supone un carácter estático y esencialista de las prácticas musicales denominadas “tradicionales”. Al mismo tiempo, se ha prestado para una toma de posición, en muchos casos no explícitos y sólo visibles en las acciones de promoción cultural, entre aquellos que consideran que la música tradicional debe mantenerse sin cambios y los que señalan que debe “evolucionar” debido a los nuevos contextos sociales. Este último grupo se escinde en dos: el que apoya cualquier cambio y aquel que plantea que deben “desarrollarse” nuevas propuestas creativas desde “lo tradicional”. Independientemente de que estas situaciones pueden ser parte de las transformaciones de una determinada cultura musical, cualquiera de las posiciones anteriores ignora el carácter sistémico y oral de las culturas musicales, negando la cualidad contemporánea y creativa de sus manifestaciones, tal y como se practican actualmente, sin necesidad de “nuevas propuestas” que sean indicadores de un supuesto desarrollo.
Las culturas musicales son sistemas procesuales que se transforman a partir de su inserción y articulación con la dinámica de los contextos histórico-sociales. Los cambios distan mucho de ser mecánicos y lineales; por el contrario, son diversos y operan a través de complejos procesos de transformaciones. Las culturas musicales basadas en la oralidad mantienen dinámicas peculiares y complejas que son responsables de que algunas prácticas sean percibidas como expresiones sin cambios, proyectando una imagen de inmanencia. Esto ayuda a explicar la noción que se tiene de la tradición como algo estático e inmutable y a dilucidar el por qué no se reconocen sus constantes transformaciones dentro de su propio proceso.
La oralidad en las prácticas musicales
Muchas de las culturas musicales de México se basan en distintas estrategias de la oralidad con la finalidad de transmitir su saber musical y con esta especificidad se insertan en los procesos económicos y sociales. Las investigaciones sobre las sociedades orales brindan un marco conceptual que permite reflexionar sobre la lógica y configuración de las prácticas musicales correspondientes a este tipo de sociedades. Dichos estudios han explorado el impacto que ha tenido la escritura y la lectura sobre la sociedad y sobre las estructuras de conocimiento. Siguiendo este planteamiento, es pertinente preguntarse sobre el impacto que ha tenido la escritura musical en el saber y en el hacer de la música en las sociedades con escritura y explorar la dinámica de los hechos musicales en las comunidades orales. Partiendo de algunas reflexiones anteriores sobre este último tipo de colectividades, se hacen las siguientes consideraciones relativas a la oralidad en el campo de la música, sin pretender, en lo absoluto, abordar la complejidad del tema.
La investigación y conocimiento de la lógica particular de las ricas y complejas estrategias de la oralidad es imprescindible para diseñar adecuadamente los proyectos de salvaguarda. Siguiendo el planteamiento de Roman Jakobson y aplicando su propuesta al campo de las prácticas musicales, se advierte que una diferencia sustancial en la transmisión oral del saber musical, es que las reglas, a través de las cuales se producen los sintagmas sonoros, se encuentran en el saber colectivo. Su práctica no requiere que éste se haga explícito, no es una condicionante para la creación; incluso ostenta una extraña vocación de virtualidad. Sólo tenemos prueba de estas “reglas gramaticales” de la producción musical cuando se materializan en las manos hábiles de los músicos que tejen melodías, patrones rítmicos, texturas. Operan procesualmente cuando un músico ejecuta una pieza en el fandango, en el atrio de una iglesia, en el regocijo de la fiesta de aniversario o frente a la tumba de un miembro de la comunidad recién fallecido, con la finalidad de allanar su camino al otro mundo.
Se tienen muestras del saber musical codificado en la mente colectiva cuando la propia comunidad es interpelada por los sones, cuando las parejas saltan a la tarima y corresponden a los músicos con zapateados, pespunteos y mudanzas. Pero también la censura social que, como lo suscribe Jakobson, sirve para marcar los límites y señalar cuando se están violentando las reglas del juego. Al menos las que en un momento particular se han acordado social e implícitamente. La censura se expresa de diferentes formas, por ejemplo, en la ocasión en que los bailadores señalan que si un son es imposible de bailar no es un son, o cuando la interpretación de cierta pieza musical, considerada exclusiva de los ritos mortuorios, se restringe en contextos distintos.
Este sistema de elementos, con sus relaciones y sus reglas, se encuentra inscrito en la memoria colectiva, independientemente de que la comunidad tenga conciencia o no de ello. No está escrito en manuales o tratados, no se aprende en las escuelas. Su preservación está en la base misma de la práctica constante, de su materialización en cada ocasión musical, es allí donde adquiere vigencia y sentido. Se lleva a cabo porque “así es la costumbre”, porque “así lo enseñaron los abuelitos”, por la simple respuesta: así ha sido siempre. En esta lógica, un son que se ejecuta, así sea el mismo son, siempre es un acto creativo. Es una nueva creación que lleva la impronta de cada músico, deviniendo en una obra única que expande el universo de las versiones anteriores, dilatando las posibilidades de renovación y disfrute de un mismo ejemplo. Bajo esta perspectiva, la diferencia entre intérprete y compositor se desvanece para dar lugar a la figura de intérprete – creador. Esta concepción ha estado desde hace muchos años presente en las diversas culturas del mundo, incluyendo a occidente. Hoy día se ha desdibujado debido a la concepción evolucionista de la música que considera que las formas de escritura musical serían más desarrolladas que las orales, en lugar de considerar que son formas diferenciadas del hacer musical, con una lógica distinta, con sus propias posibilidades pero también con sus particulares limitaciones.
El modelo de un músico intérprete-creador, presente en las culturas musicales vinculadas fuertemente con la oralidad, va más allá del ámbito musical, ya que en muchos casos este individuo encarna la figura del poeta, del historiador, del bailador, siendo un profundo conocedor de su propia cultura. El concepto de músico utilizado comúnmente en el ámbito de las instituciones culturales, para referirse al especialista en el campo de la música sin conocimiento e integración de otros campos en su hacer, es insuficiente para aproximarnos a esta concepción particular del músico como un personaje conformado por la articulación de distintos saberes, los cuales son desplegados en las prácticas musicales. Incluso, existen algunos casos en donde el músico se desdibuja al ser parte, al mismo tiempo, de un público que también hace música. Dicho de otra manera, en algunas culturas y en algunos casos, la diferencia entre músicos y audiencia se desvanece bajo un hacer musical colectivo, en donde todos, de acuerdo a sus propias capacidades e intereses, participan en la creación y ejecución de una obra asombrosamente comunal.
La continuidad del saber musical propio de la oralidad depende de su creación-ejecución constante. Pero también es aquí donde radica su vulnerabilidad. En el momento en que los actos de interpretación – creación se suspenden, el conocimiento se pone en riesgo. Sabemos que ante la desaparición total de una determinada práctica musical, el saber queda durante algún tiempo ceñido a la memoria, pero después de un lapso determinado la pérdida es inevitable. Las estrategias de salvaguarda, relacionadas con este tipo de prácticas musicales, requieren tener presente dicha particularidad. Para subrayar este punto sustancial, en el presente trabajo se propone la denominación de patrimonio germinal, concepto que tiene la finalidad de llamar la atención sobre los complejos mecanismos propios de la oralidad en el campo de las culturas musicales de México.
Patrimonio germinal
El concepto de patrimonio germinal puntualiza el carácter vivo y dinámico de las prácticas musicales ligadas a la oralidad. Pondera el atributo fertilizador de esta particular producción sonora que favorece la emergencia de otras expresiones artísticas como la danza y la versificación, articulándose con ellas, retroalimentándose, inter-fertilizándose. Es germinal porque dichas prácticas están dotadas de un ímpetu vivificante, de un impulso seminal orientado a mantener su reproductibilidad social. Las configuraciones simbólicas, acopladas estructuralmente a dichas prácticas, son responsables de esta fuerza que hace posible la transmisión de una forma de ver y sentir el mundo. En otras palabras, las reglas de sintaxis musical que cada cultura posee dan lugar a determinadas resultantes sonoras (sintagmas musicales) que se entretejen con un conjunto de significados colectivos. De esta manera, las representaciones sociales enlazadas con las prácticas musicales condensan una gran cantidad de información, la cual se codifica y anuda en las retículas sonoras. Esta constelación sígnica entrelaza sonidos, conceptos, emociones e imágenes conformando sistemas cognitivos complejos. Como resultante, las prácticas musicales son puntos de confluencia entre el pensar y el sentir, lo individual y lo colectivo, el saber y el hacer, entramados que ayudan a conocer y a vincular a los hombres entre sí y con el mundo que los rodea.
En las ocasiones musicales se ponen en acción ese conjunto de códigos configurados en diferentes niveles y competencias. Las reglas de sintaxis musical se encargan de la producción sonora, poniendo en movimiento valores, símbolos, actitudes. En la urdimbre sonora se entreveran los sueños, los pensamientos, las imágenes evocadas, los recuerdos, la memoria misma de los individuos y de las colectividades. La fiesta patronal, el fandango, las ceremonias del Costumbre, aglutinan parte de la cultura, establecen puntos cruciales en los procesos de reproducción social. Estos nudos y redes sígnicas, tienen un carácter particular en las sociedades que basan su transmisión cultural en la oralidad. Este proceso forma parte de una economía informacional generada por el uso de símbolos. Considerando que éstos condensan una gran cantidad de información ahorrando energía en su conservación y transmisión, es que podemos hablar de una economía simbólica. A partir de las condiciones materiales de existencia y de las relaciones sociales correspondientes se establecen determinadas relaciones entre los símbolos, construyendo redes, a la manera de un hipertexto, posibilitando una inmersión en la trama de significados desde distintos puntos, generando diferentes trayectos, posibilitando recorridos en direcciones disímiles y no necesariamente en secuencias lineales. Las configuraciones simbólicas ayudan a la cimentación de estructuras nómicas que dan sentido a las colectividades, favoreciendo la vida social. Fundan retículas nemotécnicas que ayudan a mantener la memoria colectiva sin escritura y evitan caer en la negra espalda del olvido.
Son las configuraciones simbólicas señaladas arriba, las encargadas de condensar la información que hace posible la transmisión de la cultura, que dan continuidad y cohesión a una comunidad. En ello radica su valor patrimonial, ya que constituyen un ente vital que, además de mantener la memoria colectiva, se enriquece con las nuevas experiencias de vida. Las vivencias del presente van quedando en el tamiz de los símbolos que se ponen en juego y toman coherencia y orientación en este contexto relacional. Es un patrimonio que adquiere sentido en la participación colectiva, en las relaciones cara a cara, en la proximidad y convivencia humana.
El calificativo de germinal también pretende evocar una antinomia y poner en tensión la dirección semántica del concepto de patrimonio musical, que por un lado tiende a la remembranza del pasado, sobre todo de ese “pasado glorioso” utilizado por el Estado mexicano para soportar su proyecto nacionalista, y, por otro, la direccionalidad orientada principalmente a sus soportes de materialidad, sean partituras, transcripciones o fonogramas. Con el concepto de patrimonio germinal se desea extender la percepción hacia otras formas patrimoniales con sus complejas singularidades y plantear que, al menos para estos casos, su resguardo sería insuficiente si se limita al acopio de esos soportes de materialidad en los archivos y las fonotecas. La salvaguarda de este patrimonio requiere una atención directa a las comunidades que son las portadoras de este saber, porque en ellas están los creadores y los receptores, unidad que hace posible el hecho musical. Son los artistas y la audiencia los encargados de nutrir y retroalimentar toda práctica. En estos casos se evidencia la condición activa del receptor, combatiendo la idea generalizada del carácter siempre pasivo de éste en las diferentes ocasiones de ejecución. Aquí el público, en una circunstancia creadora, también participa en la construcción de los rituales, de los fandangos, de las fiestas patronales, y hace posible, con su propia apropiación y práctica, la existencia del patrimonio musical.
La perspectiva abierta por esta idea del patrimonio germinal conlleva a considerar que la preservación de las culturas musicales de México implica la defensa de los pueblos y comunidades que les dan vida, sobre todo ante la voracidad del proyecto neoliberal que los configura en su lógica de producción y reproducción social, atentando contra su concepción del mundo y sus proyectos de vida, incluso contra su propia existencia. Requiere del combate al racismo y a la violencia física y simbólica de que son objeto en su propia localidad y en su país. Demanda el respeto a sus territorios, a sus recursos naturales, a sus proyectos de organización social. Precisa de la apropiación de los propios pueblos de su riqueza patrimonial. Ellos mismos deben ser, en condiciones de equidad económica y social, los principales promotores y benefactores de su propio saber y de su propio hacer.
A manera de colofón
El reconocimiento de las especificidades de las culturas musicales plantea la necesidad de generar políticas de salvaguarda dentro de un marco particular que contemple las diferencias y al mismo tiempo un marco general que permita acciones amplias tomando en consideración los rasgos comunes. La investigación etnomusicológica rigurosa es una piedra angular para aproximarnos al conocimiento y comprensión de las especificidades de cada una de las culturas musicales que conforman nuestro país. Los resultados obtenidos como producto de dichas investigaciones deben ser tomados en cuenta para trabajar en los marcos de las acciones de salvaguarda. Por otra parte, las estrategias proyectadas llevadas a cabo bajo esta perspectiva, requieren de la evaluación y de la sistematización de las experiencias con el propósito de construir un conjunto de conocimientos y reflexiones cuya finalidad sea enriquecer la praxis misma. Lo anterior implica un gran compromiso de los etnomusicólogos con su realidad y su circunstancia. Aquí se dibuja uno de los sentidos del trabajo social de este profesional y de su necesaria articulación con otros campos de conocimiento y acción.
El reconocimiento del carácter sistémico de las culturas musicales ayuda a tener presente que al actuar sobre una práctica musical se actúa sobre un sistema relacional. Por consiguiente, las estrategias deben proponer un desplazamiento de los fenómenos sobre los cuales opera: en lugar de tomar en cuenta una manifestación musical en particular, presuponiendo un aislamiento de dicha expresión, se debe concebir el conjunto de prácticas que conforman el sistema, cuya dinámica relacional implica un proceso y con ello un devenir histórico. En otras palabras, se propone trabajar con sistemas musicales y no con las expresiones aisladas. Si no se tiene en cuenta este principio, se corre el riesgo de afanarse sobre una práctica, olvidando aquellas con las que se relaciona dentro de la misma comunidad o región. La exaltación de una práctica puede llevar al detrimento de otras.
Como ya se mencionó con anterioridad, las culturas musicales de México no son estáticas y siguen ensanchando sus universos sonoros. Su proceso de expansión adquiere formas particulares y se aleja de la idea evolucionista, por un lado, y romántica, por otro, en donde se tasa lo viejo y lo nuevo de forma maniquea. Estas concepciones resultan insuficientes para explicar el tipo de fenómenos musicales en cuyos procesos el pasado se hace presente a través de las formas expresivas contemporáneas y éstas, a su vez, adquieren sentido en gran parte por su matriz histórica. Hay un proceso de dilatación de las culturas musicales que no se ha comprendido cabalmente y que se oculta, gracias a la idea obsesiva de innovación impuesta desde la lógica consumista, y por su contraparte, la renuencia al cambio, el retorno al origen, la vuelta al pasado. Tal vez hoy sea difícil comprender que, en estos sistemas, el presente y el pasado se fusionan desdibujando sus propias fronteras, generando una percepción particular del tiempo, dando un sentido de inmanencia al cambio.
Las culturas musicales de México son un patrimonio germinal, herencia vital de las semillas de la cultura que hace posible un florecimiento continuo. Las florescencias de cada ciclo vuelven a dejar su simiente en las retículas sonoras. Se materializa en ese momento sublime, irrepetible, en ese instante efímero del hacer musical que se persigue en cada nueva ocasión, que se niega a ser vivido de igual manera, pero que da el impulso vital para abrazar nuevas experiencias y expandir nuestros universos sensibles. Parafraseando al filósofo e historiador del arte Ananda Coomaraswamy, se podría decir que las expresiones musicales de estas culturas particulares son como las flores que renacen en cada primavera dándole su particular aroma y colorido, forjando su belleza año con año, constituyendo su principio, su esencia. Las flores, empero, nunca son las mismas.
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Revista # 7 en formato PDF (v.7.1.2):