La Manta y La Raya # 14 marzo 2023 ________________________________________________________________________
Ni con pluma ni con letra
Testimonios del canto jarocho
Alec Dempster
Anona Books Fogra Editorial
Me dicen que eres poeta,
porque eres muy alcanzado;
pero tú no me sujetas,
aunque seas muy estudiado,
ni con pluma y ni con letra,
ni en versos argumentados.
Feliciano Escribano
Ni con pluma ni con letra es una colección en la que Alec Dempster reúne testimonios de cantadores de la región de los Tuxtlas, a quienes conoció y entrevistó, en principio, por su profunda curiosidad en la música jarocha. Cuando conversó con ellos, la mayoría rondaban los 70 años; Alec pudo recoger sus recuerdos, vívidos y profundos, del tiempo en que anduvieron cantando, tocando y algunos bailando en los fandangos regionales, que a mediados del siglo XX representaban aún una forma festiva fundamental, en pueblos y comunidades rurales. Para cuando estos cantadores fueron entrevistados, su paso por los huapangos y parrandas —salidas en grupo durante las fiestas de fin de año para entonar “Las pascuas”, cantos navideños tradicionales— era, para la mayoría, cosa del pasado; con el interés y la sensibilidad de Alec, recordaron vívidamente momentos de su devenir como cantadores. El presente volumen reúne estos pasajes importantes de su vida que, luego de una esmerada transcripción y edición, llegan hoy a los lectores al cabo de algunos lustros de haber sido registrados.
En los Tuxtlas, y probablemente en otras regiones del sur de Veracruz, el de cantador era un oficio medianamente especializado: el que cantaba versos no estaba obligado a tocar un instrumento; así lo muestran los testimonios de varios de los entrevistados, quienes, aunque vivieron en un entorno de grandes músicos, no tenían por fuerza que pulsar un instrumento ellos mismos para desarrollar su actividad. No es el caso de todos, por supuesto, pues hay los que tocaban y los que bailaban; eso sí, se asociaban con buenos músicos para poder desarrollar su arte, en cualquier caso.
En las entrevistas y en varias de las coplas que entonan, los cantadores se refieren a su arte como algo que no se aprende en el ámbito escolar, reconocen su falta de conocimiento de la escritura, y sin embargo sostienen que la facultad de cantar es un don que se trae de nacimiento y que no se puede aprender en la escuela, como lo indica esta copla “para presumir” del repertorio de Juan Llanos:
No creas que soy buen poeta,
de pensamiento elevado;
no conozco mucha letra,
porque no soy estudiado,
pero tú no me sujetas,
aunque seas muy alcanzado.
Don Leoncio Tegoma, por su parte, describe: “Yo creo que el que va a ser músico ya viene de allá; cada uno Dios le da su destino”. De esta capacidad innata, de este “destino” reconocido por los cantadores se desprende el título del volumen, fragmento de una copla, variante de la anterior y transmitida a Alec Dempster por don Feliciano Escribano, que podría ser dirigida en una controversia a un contrincante de quien se dice que es “poeta”, “muy alcanzado” y “muy estudiado”. Sin embargo, él cantador declara que el letrado rival no podrá sujetarlo “ni con pluma y ni con letra / ni en versos argumentados”. Así pues, no basta con conocer la letra para llegar a ser cantador; pero ¿qué es, entonces, lo que se requiere?
El que quiera cantar versos debe tener, además de la voz y el gusto para entonarlos, la memoria para conservarlos en la mente. Advierte don Martín Coyol que “tampoco tuve escuela”; en los fandangos, dice: “así, un cantador, nada más con oír el verso que me dijera, [me] lo grabé”. De manera que el que quisiera cantar debía “poner cuidado” en lo que otros cantaran y además, como veremos, podría auxiliarse en su quehacer de los escritos, e incluso de las coplas y las letras de las canciones que se tocaban en la radio; pero, en cualquier caso, debería desarrollar una gran memoria para llevar a cabo su quehacer.
Los entrevistados conocieron en su infancia y vivieron en su juventud un ambiente de fandangos y parrandas que favorecía la labor de tocadores y cantadores, que encontraban un espacio singular para manifestar sus talentos, hacer brillar sus instrumentos con afinaciones diversas, lucir sus habilidades como bailadores y vincularse estéticamente con sus comunidades para celebrar la belleza, encontrar el amor, disfrutar el momento. Y algo más que eso: establecer una comunicación, un diálogo poético con los otros cantadores, como lo menciona don Raymundo Domínguez: “tú vas buscando al otro, cómo van sus versos; tú vas buscando, y, si él es abusado, también va buscando los tuyos. Mira: salen unos versos a todo dar, porque ya van los dos versos, se van combinando […] es que él va buscándote, como tú vas, va buscándote un pie de tu verso, un piecito de en medio, o el último, o el primero. Él te lo va buscando, para que vaya combinándolo”; así lo muestra este par de coplas de la versión de “El zapateado” cantada por Dionisio Vichi y Salvador Tome, entre muchas otras estrofas sucesivas donde los cantadores “van buscándose”, y sus coplas “se van combinando”:
Al cortar un lirio blanco,
yo creía que era azucena,
porque trascendió bastante,
igualito a una gardenia;
también de tu amor me encanto,
hermosísima trigueña. [Vichi]
Y en un jardín de azucenas,
flores me puse a cortar.
Que me gusta tu cadena
cuando sales a bailar:
con el rocío del sereno,
de lejos se ve brillar. [Tome]
El cantador ha de comprender, pues, que en su actividad debe procurar el diálogo: no canta solo para sí mismo, canta para los otros y con los otros. De modo que en los fandangos los cantadores encontraban ocasión para manifestar su sensibilidad y oficio: el vestido de las bailadoras era un motivo recurrente para acomodar un verso en el momento, y elogiar la belleza de la mujer, declarar el sentimiento que el cantador sentía por ella, e incluso solicitar veladamente que le dijera su nombre, como en esta copla del vasto repertorio de don Martín Coyol:
De ladrón me dan la fama,
pero yo nada robé;
sé que me robó la calma
la del vestido café,
que no sé cómo se llama.
Había que “adaptarles sus versos”, como dice don Leoncio Tegoma; en esta, y en muchas otras coplas, el impulso lo constituía el color del vestido que llevaban. Por su parte, las buenas bailadoras podían, por su belleza y su habilidad, ver coronada su cabeza con los sombreros de los asistentes, que cambiarían al final de la ejecución del son por un refresco. Y además de estas recompensas o galas, gozarían, por supuesto, de los versos que los cantadores les dedicarían, aunque en ocasiones podrían causar incomodidad a algunos oyentes, tanto como la habilidad de los bailadores o la pericia de los músicos para tocar un son o dominar una afinación desconocida para otros.
Los cantadores tenían en su actividad, además, la satisfacción de pasear y divertirse; viajar era parte de su destino, según lo pregonan estos versos de don Félix Machucho que nuevamente culminan con la declaración de su invencibilidad en las controversias:
Soy hombre de garantía
cuando me pongo a versar:
paseando todos los días,
te lo puedo comprobar
que el que me llega a ganar
no ha nacido todavía.
Tanto los cantadores como los músicos concurrían a los fandangos, organizados por motivos religiosos o de esparcimiento, y lo hacían por gusto; excepcionalmente eran remunerados. Eso sí, en los fandangos había alcohol y lo probaban; algunos sí llegarían a enviciarse, pero no necesariamente bebían para embriagarse en los huapangos, sino para inspirarse, acaso, pues el alcohol era “un material que es buenísimo pa la versada”, como dice don Leoncio Tegoma; asimismo, podía servir a los cantadores para entonarse y disponer la garganta, como lo describe don Salvador Tome, quien bebía: “Unas dos, tres copitas, no pa pasarse, porque si tomas de más, ya no sirves pa un carajo; na’más pa ponerte al punto y la garganta componérsela”.
Según lo mencionan varios de los entrevistados, entre los cantadores había una competencia tácita, tanto por la claridad y potencia del canto como, sobre todo, por la capacidad para cantar coplas de repente y, de ser necesario, sostener un debate en “versos picados” con otro, ya fuera con versos sabidos de antemano o con versos improvisados “nacidos del pensamiento”, como los llama Bertha Llanos. En la controversia, los cantores podían echar mano de los “versos de argumento”, es decir, aquellos que en los que se plantea al contrincante una reflexión sobre un tema determinado, o podían adaptar o improvisar coplas que hicieran referencia a la situación, como piropos, saludos o alusiones a los asistentes a la fiesta. El secreto era aguantar, responder, no quedarse callado ante los versos del otro, como se lo dijera don Juan Llanos a don Feliciano Escribano: “cualquier cantador que viene por la mano y te dice un verso, tú le contestas enseguida y le das la respuesta, y como que tú vas a salir adelante después de él”. Sin embargo, siempre se corría el riesgo de que el contrincante no supiera perder…
Muchas veces, a medida que el alcohol iba surtiendo efecto, la tensión entre los cantadores se evidenciaba, las interpelaciones se hacían manifiestas y no pocas veces terminaban en la violencia física, como lo manifiesta más de algún cantador, víctima de un rival vencido por la efectividad de sus versos. Los fandangos formaban, pues, un espacio de convivencia, pero también de conflicto: no era muy bien visto que un cantador fuera a otra comunidad y destacara por encima de los locales, a riesgo incluso de su propia vida.
Por otro lado, amén de estos peligros terrenales, don Dionisio Vichi aclara que el fandango es música “del pecado”, en la que el maligno se recrea y, aunque nadie lo pueda ver, anda bailando en la tarima con la gente que se divierte en la fiesta, procurando la burla y el escándalo. Y la aparición de este personaje se vuelve aún más perturbadora en los relatos de don Leoncio Tegoma, cuya actividad como curandero lo llevaría a tener encuentros con este singular “amigo”. Así, los cantadores deben encomendarse a Dios en su labor, por todos los riesgos que implica concurrir a los fandangos.
En el panorama que los cantores refieren, destaca el nombre de un trovador que alimentó fuertemente la tradición de la poesía popular en la región de los Tuxtlas. Se trata de Juan Llanos (ca. 1901-1955), gran cantador e improvisador, hablante de náhuatl que podía incluso cantar coplas en esa lengua. Aunque sabía tocar el requinto y la jarana, y aunque enseñaba no solo los textos sino también las tonadas a los cantadores, los testimonios no dan cuenta de que participara en los fandangos; probablemente porque quienes lo recuerdan lo conocieron ya en su madurez, en la tienda donde ofrecía lo mismo víveres que aguardiente y versos, aquellas “palabras que componía” —como señala su hija, Bertha Llanos—, que le compraban los cantadores de fandango de la región. Pero cuando iban a buscarlo a su tienda, don Juan podía responder y salir airoso con el canto, con los instrumentos y los versos ante cualquiera que quisiera poner a prueba su gran talento poético y musical. Además de su padre, Bertha recuerda otros cantadores que fueron importantes en su época, como Ricardo Castellanos, Manuel Guzmán, Felipe Palma, Venancio Mendoza y Manuel Valentín.
Si bien la actividad de estos juglares se centra en la memoria y la tradición oral, la escritura aparece como un referente que se suma al entorno mágico y permea la vida de los cantadores; los libros, las libretas y los cancioneros son objetos poderosos que no solo conservan los textos y auxilian la memoria del cantador, sino que pueden representar por sí mismos conjuros eficaces para deshacer enredos y vencer dificultades. Con el apoyo de los versos comprados y con la capacidad memorística de cada cual, los cantores llegaban a atesorar un repertorio que constituía un patrimonio fundamental, del cual se vanaglorian, y que les permite salir airosos en los fandangos.
Así pues, los cantadores aprendían sus coplas de otros, con el auxilio de la radio o en los papeles que compraban; debían repasar los versos “pa’cá y p’allá en el pensamiento”, dice Dionisio Vichi; “recorriendo en el pensamiento”, dice Feliciano Escribano. De tanto conocer y cantar los versos “que traían”, los “versos sabidos”, estos llegaban a salir “de repente” como hechura del cantador que en determinadas circunstancias y en apego a su sensibilidad y talento podía variar y adaptar, reelaborar, o bien, crear, en términos de un acervo y una estética tradicionales que conocía y que actualizaba en su voz. A fin de cuentas, ese es el sentido de la tradición oral: la apropiación y la reelaboración de un patrimonio común en un momento dado.
El conocimiento y la conciencia de su talento y oficio no dejan de ser motivo de orgullo para los cantadores: su capacidad para trovar, la cantidad de coplas que atesoran en la memoria, así como la claridad y potencia de su voz, son todos rasgos que ellos ponderan y a los cuales hacen referencia en sus testimonios y en sus versos, como lo podrán constatar los lectores en este volumen que reúne una buena cantidad de coplas provenientes de la memoria y de los escritos de los cantadores entrevistados. Por supuesto, abundan las coplas de amor y hay otras sobre asuntos diversos, pero la capacidad y la actividad del cantador es un tema recurrente en el repertorio de muchos de los juglares de Ni con pluma ni con letra.
La amplitud y la riqueza de las entrevistas dan cuenta no solo del gran interés de Alec Dempster en el oficio de los cantadores, sino que muestra la manera en la que pudo intimar con ellos en fluidas y sensibles conversaciones, en las que se nota cómo el entrevistador pudo ganarse la confianza de sus interlocutores. La curiosidad y el esmero de Alec en el registro han permitido que podamos contar hoy con un rico y vívido acervo de relatos personales y textos poéticos que son a la fecha irrecuperables en su mayoría. Quien quiera adentrarse en la vida y el oficio de estos juglares veracruzanos tiene aquí un documento inigualable, lo mismo que quien quiera conocer las viejas coplas que cantaban, que sin duda permitirán enriquecer el repertorio de los fandangos actuales en los que los cantadores jóvenes han comenzado a interesarse también en el desarrollo de sus recursos poéticos.
Raúl Eduardo González
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