Las culturas musicales de México:

La Manta y La Raya # 7                                                                marzo 2018


Las culturas musicales de México: un patrimonio germinal

 

Gonzalo Camacho Díaz

En el campo de las políticas culturales de México, el discurso y las acciones en torno al patrimonio musical se realizan bajo la perspectiva de un modelo conceptual y hegemónico de la música, cuya lógica y particularidad no podría aplicarse a la diversidad de culturas musicales existentes en nuestro país. Este modelo ha privilegiado los soportes materiales por sí mismos como formas patrimoniales, sean partituras o fonogramas. Los métodos de registro adquieren una importancia significativa en nuestro país, pero su exaltación, con la consecuente ponderación de los objetos, desdibuja a los músicos y a sus comunidades respectivas. El valor de la creación deja de estar en el humano para condensarse en un producto, en un objeto. A lo largo del tiempo, el desplazamiento ominoso del hombre por la “cosa”, llega, inclusive, a borra al creador (hay discos en donde los nombres de los músicos no aparecen por ningún lado). En esta lógica, las acciones abocadas al cuidado del patrimonio musical se han enfocado de manera prioritaria a la conservación de los objetos, relegando a las personas y a las comunidades, olvidando quiénes son los verdaderos sujetos sociales portadores del saber. Este punto es sustancial, sobre todo cuando se trata de las prácticas musicales correspondientes a las sociedades orales. En consecuencia, sus estrategias de salvaguarda deberían recorrer distintos itinerarios.

La instrumentación de nuevas categorías en el campo de las políticas culturales y de las estrategias de salvaguarda es un procedimiento que invita a reflexionar desde otros puntos de vista e implementar acciones. Para contribuir a la instrumentación ya señalada, en el presente trabajo se proponen dos conceptos: culturas musicales y patrimonio germinal. Su formulación se sustenta en cierta forma en las ideas que, partiendo de las investigaciones realizadas sobre las sociedades orales, se esbozan en el campo de la etnomusicología. Por ello, se dedica un pequeño apartado en el cual se expone de manera sucinta algunos preceptos de la oralidad aplicados a la comprensión de los fenómenos musicales.

El discernimiento de los mecanismos de producción, recepción y transmisión de las culturas musicales de tradición oral es de vital importancia, toda vez que permitiría proponer nuevos modelos de operación. Con ello, se intenta superar la visión generalizada que se tiene dentro de las instituciones de promoción cultural de aplicar un solo modelo de acción a las distintas culturas musicales de nuestro país, pasando por alto la riqueza de sus especificidades. En pocas palabras, la búsqueda de modelos alternativos, basados en el empleo de nuevas categorías dentro de las políticas culturales, posibilitaría procedimientos y tácticas eficientes y congruentes con la realidad musical de México.

Plantear en el presente texto los conceptos antes mencionados tiene el ánimo de proponer una percepción alternativa del saber y del hacer musical. Una mirada que ayude a descentrar la perspectiva asumida por rutina, que por rutinaria se torna incuestionable e irreflexiva en muchos casos. Un mirar reconstituyente de nuevas reflexiones, enriquecedor de nuestra panorámica actual. Observar los fenómenos musicales desde un plano distinto, posibilita el acceso a un conocimiento más amplio de los mismos, permite observar nuevos problemas, atisbar nuevas soluciones, avanzar y ser más eficientes en la praxis de salvaguarda de este patrimonio. Así, pues, que los siguientes conceptos sirvan para iniciar una mirar alterno.

Culturas Musicales

El concepto de culturas musicales utilizado en el presente artículo se define como el conjunto de hechos musicales en contextos y procesos socialmente estructurados, transmitidos históricamente y apropiados por grupos de individuos, constituyendo un dispositivo de identidad. Los hechos musicales son formas simbólicas configuradas en sistemas de relaciones que ayudan a la construcción, resignificación y organización de sentido de una determinada comunidad. Las diferentes culturas musicales son expresión de la sensibilidad, riqueza y creatividad de la condición humana. En este sentido, no hay culturas musicales superiores ni inferiores, sólo son diversas.

El concepto anteriormente señalado requiere algunos breves comentarios para puntualizar su sentido. La música, que cada cultura define o distingue como tal, implica procesos de creación y recepción de los materiales sonoros inscritos en un contexto histórico socialmente estructurado. Por ello, debe ser analizada como un hecho social con un carácter multidimensional, es decir, que además de ser vista como un fenómeno acústico, también tiene que ser concebida como un fenómeno biológico, psicológico, económico, social, histórico y tomar en cuenta que es un constructo cultural, con todo lo que ello implica. En este sentido, tal como lo señala Jean Molino, debemos hablar de hechos musicales. Así, las culturas musicales, a través de la profundidad histórica y de la amplitud geográfica, expresan la riqueza y diversidad del espíritu humano.

Los hechos musicales adquieren concreción y materialidad en las distintas prácticas musicales. Éstas, a su vez, se encuentran interrelacionadas conformando un sistema musical en el cual adquieren una ubicación en el entramado simbólico de una sociedad determinada. Cada sistema está conformado por el conjunto de elementos y reglas particulares que hacen posible dar un sentido social a la producción sonora en un momento y espacio determinados. Así, los hechos musicales son formas simbólicas en tanto que en ellos convergen distintas cargas semánticas, configurándose como sistemas expresivos de una determinada cultura.

El concepto de culturas musicales es utilizado con la finalidad de construir un marco discursivo de equidad para abordar la diversidad y la diferencia musical sin que éstas impliquen criterios de asimetría social. Las diferencias existentes entre las culturas muestran la riqueza de la diversidad del espíritu humano y de ninguna manera pueden ser empleadas para intentar fundar y legitimar las desigualdades sociales, como sucede actualmente en la lógica capitalista aplicada a este campo artístico. Este concepto, aplicado al caso de México, ayudaría a derrumbar la idea, desafortunadamente generalizada, de la existencia de una sola cultura musical como la única y última expresión del genio humano, la cual sirve de referente para justipreciar al resto de culturas musicales.

La concepción decimonónica que considera la existencia de expresiones musicales “superiores” e “inferiores”, ha servido como sustento para negar sistemáticamente el reconocimiento social de otras manifestaciones musicales, distintas pero igualmente válidas. Las ha marginado, estigmatizado y, en la mayoría de los casos, las ha condenado al olvido colocándolas fuera de la órbita patrimonial. En contrapartida, cuando se habla de las culturas musicales de México, se tiene la intención, por un lado, de confirmar el carácter pluricultural de nuestro país, y, por otro, de devastar la asimetría social con la cual es concebida la diversidad musical.

Por otra parte, al utilizar el concepto de culturas musicales de México se tiene la voluntad de dar nombre y rostro a los diferentes grupos sociales, como es el caso de los pueblos originarios de nuestro país, que durante décadas han sido colocados en una misma categoría (música tradicional o música indígena) desdibujando sus especificidades. Otro ejemplo son las culturas musicales de los pueblos afromestizos que hasta hace poco tiempo se han reconocido como una parte fundamental de nuestra historia y cultura. La homogeneización excesiva evita reconocer que se trata de culturas musicales diversas con su propio devenir histórico (independientemente de sus entrecruzamientos culturales) y omite nombrarlas de manera particular porque furtivamente se pretende negar su existencia. Desde esta nueva perspectiva abierta por el cambio conceptual propuesto, la cultura musical rarámuri o la cultura musical ñañú, o la de cualquier otro pueblo matricial, tendrían que tener un lugar propio y gozar de una autonomía semántica en el discurso del estado, de las políticas culturales y de los equipos humanos que laboran en las instituciones de cultura. Las autodenominaciones correspondientes a cada uno de dichos pueblos, vinculadas a sus expresiones artísticas, deben ser parte del lenguaje habitual, ya que al nombrarlos se hacen presentes en nuestra conciencia y en nuestra propia cotidianidad, adquieren su lugar en el universo cognitivo de la sociedad como cualquier otro grupo humano. Sus patronímicos no deben resultar extraños a los oídos de los propios mexicanos, es decir, deben ser parte constitutiva de la doxa misma, deben alojarse y habitar en la boca de todos.

Al hablar genéricamente de las culturas musicales de los pueblos originarios, de México por ejemplo, se subraya un común denominador: el carácter matricial de estas culturas, pero no agota las diferencias existentes entre ellas. Si bien pueden prevalecer elementos comunes, también encontramos diferencias sustanciales que abren el abanico de posibilidades sonoras y de entramados simbólicos. La unidad y la diversidad musical son elementos que debemos tener presentes en la consideración de un México pluricultural. Por otra parte, este concepto genérico pretende evitar la confusión aún existente entre “música indígena” y “música prehispánica”, ya que en muchos ámbitos de la sociedad se consideran sinónimos. Dicha confusión, entre otras, es un indicador de la profunda ignorancia de nuestra sociedad y de las instituciones culturales con respecto a las expresiones musicales de los pueblos originarios, y advierte que se siguen reproduciendo los estereotipos de “lo indígena” como “lo prehispánico”, negando la existencia y configuración contemporánea de los pueblos originarios de México y de sus entrecruzamientos culturales. Se ocultan los diversos procesos históricos que cada una de estas sociedades ha venido generando y finalmente se niega el carácter protagónico que adquieren en las transformaciones sociales contemporáneas.

Otro de los propósitos de emplear el concepto de culturas musicales es dejar atrás, o al menos cuestionar y reflexionar, la distinción entre “música culta” y “música popular” que se opera desde las políticas culturales en México. Diferencia que dista mucho de ser un inocente juego de palabras, ya que dichas denominaciones tienen una gran carga simbólica que legitima ciertas prácticas: aquellas consideradas “cultas” y, desde luego, a los sujetos que las llevan a cabo. En contraste, y en esta misma lógica, la música considerada popular, denominación que subrepticiamente señala su carácter de “no – culto”, correspondería a aquellos sujetos que por consiguiente “carecen de cultura”. En este juego de palabras se proyecta lo que se considera legítimo y aquello que es estigmatizado, así se instituye un mecanismo de distinción que opera en las prácticas musicales y, en consecuencia, en los sujetos que las practican. Dicha concepción asimétrica contribuye a marcar la diferencia que justifica la estratificación social: los que son cultos, se ubican en un estrato “alto” o “superior”, mientras que el resto de los individuos son ubicados en los estratos “inferiores”, señalados como populares. Lo mismo sucede con la distinción entre “música culta” y “música tradicional”. Aquí, nuevamente, lo tradicional, y con ello los sujetos que realizan estas prácticas, son emplazados en la órbita de lo “inculto”.

La concepción ampliamente difundida de la “música tradicional”, como contraste con las nueva creaciones musicales, pone en juego la confusa y riesgosa oposición tradicional – moderno. Dicha concepción supone un carácter estático y esencialista de las prácticas musicales denominadas “tradicionales”. Al mismo tiempo, se ha prestado para una toma de posición, en muchos casos no explícitos y sólo visibles en las acciones de promoción cultural, entre aquellos que consideran que la música tradicional debe mantenerse sin cambios y los que señalan que debe “evolucionar” debido a los nuevos contextos sociales. Este último grupo se escinde en dos: el que apoya cualquier cambio y aquel que plantea que deben “desarrollarse” nuevas propuestas creativas desde “lo tradicional”. Independientemente de que estas situaciones pueden ser parte de las transformaciones de una determinada cultura musical, cualquiera de las posiciones anteriores ignora el carácter sistémico y oral de las culturas musicales, negando la cualidad contemporánea y creativa de sus manifestaciones, tal y como se practican actualmente, sin necesidad de “nuevas propuestas” que sean indicadores de un supuesto desarrollo.

Las culturas musicales son sistemas procesuales que se transforman a partir de su inserción y articulación con la dinámica de los contextos histórico-sociales. Los cambios distan mucho de ser mecánicos y lineales; por el contrario, son diversos y operan a través de complejos procesos de transformaciones. Las culturas musicales basadas en la oralidad mantienen dinámicas peculiares y complejas que son responsables de que algunas prácticas sean percibidas como expresiones sin cambios, proyectando una imagen de inmanencia. Esto ayuda a explicar la noción que se tiene de la tradición como algo estático e inmutable y a dilucidar el por qué no se reconocen sus constantes transformaciones dentro de su propio proceso.

La oralidad en las prácticas musicales

Muchas de las culturas musicales de México se basan en distintas estrategias de la oralidad con la finalidad de transmitir su saber musical y con esta especificidad se insertan en los procesos económicos y sociales. Las investigaciones sobre las sociedades orales brindan un marco conceptual que permite reflexionar sobre la lógica y configuración de las prácticas musicales correspondientes a este tipo de sociedades. Dichos estudios han explorado el impacto que ha tenido la escritura y la lectura sobre la sociedad y sobre las estructuras de conocimiento. Siguiendo este planteamiento, es pertinente preguntarse sobre el impacto que ha tenido la escritura musical en el saber y en el hacer de la música en las sociedades con escritura y explorar la dinámica de los hechos musicales en las comunidades orales. Partiendo de algunas reflexiones anteriores sobre este último tipo de colectividades, se hacen las siguientes consideraciones relativas a la oralidad en el campo de la música, sin pretender, en lo absoluto, abordar la complejidad del tema.

La investigación y conocimiento de la lógica particular de las ricas y complejas estrategias de la oralidad es imprescindible para diseñar adecuadamente los proyectos de salvaguarda. Siguiendo el planteamiento de Roman Jakobson y aplicando su propuesta al campo de las prácticas musicales, se advierte que una diferencia sustancial en la transmisión oral del saber musical, es que las reglas, a través de las cuales se producen los sintagmas sonoros, se encuentran en el saber colectivo. Su práctica no requiere que éste se haga explícito, no es una condicionante para la creación; incluso ostenta una extraña vocación de virtualidad. Sólo tenemos prueba de estas “reglas gramaticales” de la producción musical cuando se materializan en las manos hábiles de los músicos que tejen melodías, patrones rítmicos, texturas. Operan procesualmente cuando un músico ejecuta una pieza en el fandango, en el atrio de una iglesia, en el regocijo de la fiesta de aniversario o frente a la tumba de un miembro de la comunidad recién fallecido, con la finalidad de allanar su camino al otro mundo.

Se tienen muestras del saber musical codificado en la mente colectiva cuando la propia comunidad es interpelada por los sones, cuando las parejas saltan a la tarima y corresponden a los músicos con zapateados, pespunteos y mudanzas. Pero también la censura social que, como lo suscribe Jakobson, sirve para marcar los límites y señalar cuando se están violentando las reglas del juego. Al menos las que en un momento particular se han acordado social e implícitamente. La censura se expresa de diferentes formas, por ejemplo, en la ocasión en que los bailadores señalan que si un son es imposible de bailar no es un son, o cuando la interpretación de cierta pieza musical, considerada exclusiva de los ritos mortuorios, se restringe en contextos distintos.

Este sistema de elementos, con sus relaciones y sus reglas, se encuentra inscrito en la memoria colectiva, independientemente de que la comunidad tenga conciencia o no de ello. No está escrito en manuales o tratados, no se aprende en las escuelas. Su preservación está en la base misma de la práctica constante, de su materialización en cada ocasión musical, es allí donde adquiere vigencia y sentido. Se lleva a cabo porque “así es la costumbre”, porque “así lo enseñaron los abuelitos”, por la simple respuesta: así ha sido siempre. En esta lógica, un son que se ejecuta, así sea el mismo son, siempre es un acto creativo. Es una nueva creación que lleva la impronta de cada músico, deviniendo en una obra única que expande el universo de las versiones anteriores, dilatando las posibilidades de renovación y disfrute de un mismo ejemplo. Bajo esta perspectiva, la diferencia entre intérprete y compositor se desvanece para dar lugar a la figura de intérprete – creador. Esta concepción ha estado desde hace muchos años presente en las diversas culturas del mundo, incluyendo a occidente. Hoy día se ha desdibujado debido a la concepción evolucionista de la música que considera que las formas de escritura musical serían más desarrolladas que las orales, en lugar de considerar que son formas diferenciadas del hacer musical, con una lógica distinta, con sus propias posibilidades pero también con sus particulares limitaciones.

El modelo de un músico intérprete-creador, presente en las culturas musicales vinculadas fuertemente con la oralidad, va más allá del ámbito musical, ya que en muchos casos este individuo encarna la figura del poeta, del historiador, del bailador, siendo un profundo conocedor de su propia cultura. El concepto de músico utilizado comúnmente en el ámbito de las instituciones culturales, para referirse al especialista en el campo de la música sin conocimiento e integración de otros campos en su hacer, es insuficiente para aproximarnos a esta concepción particular del músico como un personaje conformado por la articulación de distintos saberes, los cuales son desplegados en las prácticas musicales. Incluso, existen algunos casos en donde el músico se desdibuja al ser parte, al mismo tiempo, de un público que también hace música. Dicho de otra manera, en algunas culturas y en algunos casos, la diferencia entre músicos y audiencia se desvanece bajo un hacer musical colectivo, en donde todos, de acuerdo a sus propias capacidades e intereses, participan en la creación y ejecución de una obra asombrosamente comunal.

La continuidad del saber musical propio de la oralidad depende de su creación-ejecución constante. Pero también es aquí donde radica su vulnerabilidad. En el momento en que los actos de interpretación – creación se suspenden, el conocimiento se pone en riesgo. Sabemos que ante la desaparición total de una determinada práctica musical, el saber queda durante algún tiempo ceñido a la memoria, pero después de un lapso determinado la pérdida es inevitable. Las estrategias de salvaguarda, relacionadas con este tipo de prácticas musicales, requieren tener presente dicha particularidad. Para subrayar este punto sustancial, en el presente trabajo se propone la denominación de patrimonio germinal, concepto que tiene la finalidad de llamar la atención sobre los complejos mecanismos propios de la oralidad en el campo de las culturas musicales de México.

Patrimonio germinal

El concepto de patrimonio germinal puntualiza el carácter vivo y dinámico de las prácticas musicales ligadas a la oralidad. Pondera el atributo fertilizador de esta particular producción sonora que favorece la emergencia de otras expresiones artísticas como la danza y la versificación, articulándose con ellas, retroalimentándose, inter-fertilizándose. Es germinal porque dichas prácticas están dotadas de un ímpetu vivificante, de un impulso seminal orientado a mantener su reproductibilidad social. Las configuraciones simbólicas, acopladas estructuralmente a dichas prácticas, son responsables de esta fuerza que hace posible la transmisión de una forma de ver y sentir el mundo. En otras palabras, las reglas de sintaxis musical que cada cultura posee dan lugar a determinadas resultantes sonoras (sintagmas musicales) que se entretejen con un conjunto de significados colectivos. De esta manera, las representaciones sociales enlazadas con las prácticas musicales condensan una gran cantidad de información, la cual se codifica y anuda en las retículas sonoras. Esta constelación sígnica entrelaza sonidos, conceptos, emociones e imágenes conformando sistemas cognitivos complejos. Como resultante, las prácticas musicales son puntos de confluencia entre el pensar y el sentir, lo individual y lo colectivo, el saber y el hacer, entramados que ayudan a conocer y a vincular a los hombres entre sí y con el mundo que los rodea.

En las ocasiones musicales se ponen en acción ese conjunto de códigos configurados en diferentes niveles y competencias. Las reglas de sintaxis musical se encargan de la producción sonora, poniendo en movimiento valores, símbolos, actitudes. En la urdimbre sonora se entreveran los sueños, los pensamientos, las imágenes evocadas, los recuerdos, la memoria misma de los individuos y de las colectividades. La fiesta patronal, el fandango, las ceremonias del Costumbre, aglutinan parte de la cultura, establecen puntos cruciales en los procesos de reproducción social. Estos nudos y redes sígnicas, tienen un carácter particular en las sociedades que basan su transmisión cultural en la oralidad. Este proceso forma parte de una economía informacional generada por el uso de símbolos. Considerando que éstos condensan una gran cantidad de información ahorrando energía en su conservación y transmisión, es que podemos hablar de una economía simbólica. A partir de las condiciones materiales de existencia y de las relaciones sociales correspondientes se establecen determinadas relaciones entre los símbolos, construyendo redes, a la manera de un hipertexto, posibilitando una inmersión en la trama de significados desde distintos puntos, generando diferentes trayectos, posibilitando recorridos en direcciones disímiles y no necesariamente en secuencias lineales. Las configuraciones simbólicas ayudan a la cimentación de estructuras nómicas que dan sentido a las colectividades, favoreciendo la vida social. Fundan retículas nemotécnicas que ayudan a mantener la memoria colectiva sin escritura y evitan caer en la negra espalda del olvido.

Son las configuraciones simbólicas señaladas arriba, las encargadas de condensar la información que hace posible la transmisión de la cultura, que dan continuidad y cohesión a una comunidad. En ello radica su valor patrimonial, ya que constituyen un ente vital que, además de mantener la memoria colectiva, se enriquece con las nuevas experiencias de vida. Las vivencias del presente van quedando en el tamiz de los símbolos que se ponen en juego y toman coherencia y orientación en este contexto relacional. Es un patrimonio que adquiere sentido en la participación colectiva, en las relaciones cara a cara, en la proximidad y convivencia humana.

El calificativo de germinal también pretende evocar una antinomia y poner en tensión la dirección semántica del concepto de patrimonio musical, que por un lado tiende a la remembranza del pasado, sobre todo de ese “pasado glorioso” utilizado por el Estado mexicano para soportar su proyecto nacionalista, y, por otro, la direccionalidad orientada principalmente a sus soportes de materialidad, sean partituras, transcripciones o fonogramas. Con el concepto de patrimonio germinal se desea extender la percepción hacia otras formas patrimoniales con sus complejas singularidades y plantear que, al menos para estos casos, su resguardo sería insuficiente si se limita al acopio de esos soportes de materialidad en los archivos y las fonotecas. La salvaguarda de este patrimonio requiere una atención directa a las comunidades que son las portadoras de este saber, porque en ellas están los creadores y los receptores, unidad que hace posible el hecho musical. Son los artistas y la audiencia los encargados de nutrir y retroalimentar toda práctica. En estos casos se evidencia la condición activa del receptor, combatiendo la idea generalizada del carácter siempre pasivo de éste en las diferentes ocasiones de ejecución. Aquí el público, en una circunstancia creadora, también participa en la construcción de los rituales, de los fandangos, de las fiestas patronales, y hace posible, con su propia apropiación y práctica, la existencia del patrimonio musical.

La perspectiva abierta por esta idea del patrimonio germinal conlleva a considerar que la preservación de las culturas musicales de México implica la defensa de los pueblos y comunidades que les dan vida, sobre todo ante la voracidad del proyecto neoliberal que los configura en su lógica de producción y reproducción social, atentando contra su concepción del mundo y sus proyectos de vida, incluso contra su propia existencia. Requiere del combate al racismo y a la violencia física y simbólica de que son objeto en su propia localidad y en su país. Demanda el respeto a sus territorios, a sus recursos naturales, a sus proyectos de organización social. Precisa de la apropiación de los propios pueblos de su riqueza patrimonial. Ellos mismos deben ser, en condiciones de equidad económica y social, los principales promotores y benefactores de su propio saber y de su propio hacer.

A manera de colofón

El reconocimiento de las especificidades de las culturas musicales plantea la necesidad de generar políticas de salvaguarda dentro de un marco particular que contemple las diferencias y al mismo tiempo un marco general que permita acciones amplias tomando en consideración los rasgos comunes. La investigación etnomusicológica rigurosa es una piedra angular para aproximarnos al conocimiento y comprensión de las especificidades de cada una de las culturas musicales que conforman nuestro país. Los resultados obtenidos como producto de dichas investigaciones deben ser tomados en cuenta para trabajar en los marcos de las acciones de salvaguarda. Por otra parte, las estrategias proyectadas llevadas a cabo bajo esta perspectiva, requieren de la evaluación y de la sistematización de las experiencias con el propósito de construir un conjunto de conocimientos y reflexiones cuya finalidad sea enriquecer la praxis misma. Lo anterior implica un gran compromiso de los etnomusicólogos con su realidad y su circunstancia. Aquí se dibuja uno de los sentidos del trabajo social de este profesional y de su necesaria articulación con otros campos de conocimiento y acción.

El reconocimiento del carácter sistémico de las culturas musicales ayuda a tener presente que al actuar sobre una práctica musical se actúa sobre un sistema relacional. Por consiguiente, las estrategias deben proponer un desplazamiento de los fenómenos sobre los cuales opera: en lugar de tomar en cuenta una manifestación musical en particular, presuponiendo un aislamiento de dicha expresión, se debe concebir el conjunto de prácticas que conforman el sistema, cuya dinámica relacional implica un proceso y con ello un devenir histórico. En otras palabras, se propone trabajar con sistemas musicales y no con las expresiones aisladas. Si no se tiene en cuenta este principio, se corre el riesgo de afanarse sobre una práctica, olvidando aquellas con las que se relaciona dentro de la misma comunidad o región. La exaltación de una práctica puede llevar al detrimento de otras.

Como ya se mencionó con anterioridad, las culturas musicales de México no son estáticas y siguen ensanchando sus universos sonoros. Su proceso de expansión adquiere formas particulares y se aleja de la idea evolucionista, por un lado, y romántica, por otro, en donde se tasa lo viejo y lo nuevo de forma maniquea. Estas concepciones resultan insuficientes para explicar el tipo de fenómenos musicales en cuyos procesos el pasado se hace presente a través de las formas expresivas contemporáneas y éstas, a su vez, adquieren sentido en gran parte por su matriz histórica. Hay un proceso de dilatación de las culturas musicales que no se ha comprendido cabalmente y que se oculta, gracias a la idea obsesiva de innovación impuesta desde la lógica consumista, y por su contraparte, la renuencia al cambio, el retorno al origen, la vuelta al pasado. Tal vez hoy sea difícil comprender que, en estos sistemas, el presente y el pasado se fusionan desdibujando sus propias fronteras, generando una percepción particular del tiempo, dando un sentido de inmanencia al cambio.

Las culturas musicales de México son un patrimonio germinal, herencia vital de las semillas de la cultura que hace posible un florecimiento continuo. Las florescencias de cada ciclo vuelven a dejar su simiente en las retículas sonoras. Se materializa en ese momento sublime, irrepetible, en ese instante efímero del hacer musical que se persigue en cada nueva ocasión, que se niega a ser vivido de igual manera, pero que da el impulso vital para abrazar nuevas experiencias y expandir nuestros universos sensibles. Parafraseando al filósofo e historiador del arte Ananda Coomaraswamy, se podría decir que las expresiones musicales de estas culturas particulares son como las flores que renacen en cada primavera dándole su particular aroma y colorido, forjando su belleza año con año, constituyendo su principio, su esencia. Las flores, empero, nunca son las mismas.

Bibliografía

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—— “La cumbia de los ancestros. Música ritual y mass media en la Huasteca”, en: Pérez, A (coord.) Equilibrio, intercambio y reciprocidad: Principios de vida y sentidos de muerte en la Huasteca, Veracruz, Consejo Veracruzano de Arte Popular, 2007

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Maturana, H y Varela, F El árbol del conocmiento. Bases biológicas del entendimiento humano, Buenos Aires, Lumen, 2003

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Olson, David, Cultura escrita y oralidad, Barcelona, Gedisa 1995.

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Villanueva, Jaime, “Las diferentes maneras de ser racional: doxa y episteme en la fenomenología de Husserl”, La lámpara de Diógenes, revista de filosofía, números 12 y 13, 2006, pp. 114-125.

 


Revista # 7 en formato PDF (v.7.1.2):

 

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Balada a tono de buscapiés

La Manta y La Raya # 7                                                                marzo 2018

 

 

Balada a tono de buscapiés

 

Todo es cosa de no perderse me digo
de no vivir de lejos
de no extraviar la mata
de no despreciar las máscaras

De saber acomodar jirones inscripciones escrituras
(vaga pedacería de ayeres y desaparecidos
que sólo el descuido ha podido mantener en pie)
y reinventarlos por completo sin que nadie lo note

Todo es cosa de no apurarse me digo
para que sin gritos ni amenazas
la tinta moje al papel,
y llegue puntual
a presentarme desconocidos que ya creía conocer

Escribir es seguirle los pasos al cangrejo
andar de espaldas y voltear a ver que nadie nos siga
dejando pistas por doquier
por ver si ellas luego nos reconocen
y nos hablan con cariño del que por allí pasó

Bueno fuera que las imágenes nos obedecieran:
que donde uno dice cortejo
surgieran torres, almenas, dragones en celo, fortalezas

Hay que abandonar esa necedad
esa jodida pretensión de hablar a nombre de otros
a nombre de ostras

Ni siquiera las palabras son de uno
cuantimás los ríos, las mañanas frescas
o los ruidos de mercado
que se anidan en los ojos de cada quien

Sin embargo
después de cumplir las recetas con todo rigor
de tomar las prevenciones necesarias
para que estos relatos vayan a muchas partes
y no se queden nomás
dando vueltas para volver al mismo punto,
al punto y enseguida pero siempre en suspenso

Sigo sin saber los rumbos que me aguardan
la calles que me extrañan
o los gritos que no duermen
por estar pensando en mí
Me froto los ojos
me tiento los grietas
me mojo las ansias
me invento canciones

Pero sigo como ropa en tendedero
aquí nomás – dijera tu boca –
aquí nomás

Los recuerdos semejan un agujero cansado
donde casi nada permanece quieto
y gira que gira girando
cuenta un caracol
dos zopilotes
una mosca zumbona
¿qué fácil no?
Cuando vuelvo a coger la pluma
cuando por fin me decido a desvestir la melancolía
y acariciarla con el goce perverso de la rememoración…
reconozco lo imposible de mi tarea

Por más que las distancias coincidan en los mapas
que las personas a lo lejos parezcan hormigas
y los pueblos conserven en sus letreros
la mención exacta que indica a los bailes y sus héroes,
la brama de la perrada o los días de guardar
algo se le escapa
al recuento que intenta describir
exacta y fielmente
los giros, los vientos, las verdades

Al menos al mío
la impostura se le dibuja por toda la jeta

La misma palabra señala una ruptura
un rasguño una cábula
desto de aquello
pero nunca de lo que uno quiere

Quizá sean los tzigane gitanos
quizá las carretas, los insectos
o será aquella panza que de a poco se me fue expandiendo

qué más da

Pero no se vuelve nunca a lo mismo
ya no soy aquel a quien las palabras calman

Estos cuentos hablan de otros que ya no puedo ser
–aunque cómo me gustaría–
ni aun si fuese otros –dijera Benedetti.

Dejo que la palabra encuentre su cabrestero
y digo aquí para ya no volver más

No me engaño
los relatos son cruces, briznas
sorpresas

¿Y qué otra cosa somos nosotros?
pues otros –me dicen

Eso lo serás tú
yo nomás paro la oreja
tú cuenta la historia
qué tal que en una de esas
te la crees.

Juan Mijangos

AguaSanta dos, 2006

 


 

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Paco Píldora: genio y figura

La Manta y La Raya # 7                                                                marzo 2018


 Francisco Rivera Ávila,                                            Paco Píldora :  genio y figura *   

Horacio Guadarrama Olivera

A la memoria de Gregorio Rodríguez Terán, Goyo Mondongo, tlacotalpeño de nacimiento, jarocho de corazón.

Veracruzano soy del novecientos ocho,
del de Pepa Limón y Porfiriata,
del Veracruz aquel lindo y jarocho
que era todo retreta y serenata.

Del Veracruz aquel de carretela
de aquel de los tepaches de Tío Pico,
del de los bailes en La Ciudadela
y los calientes danzones de Albertico.

Del Veracruz aquel del cilindrero,
del de Mela Terán y Pepe Azueta,
del Veracruz aquel del pirulero,
de aquel de los domingos de retreta.                                                                    Paco Píldora

Don Francisco Rivera Ávila, mejor conocido aquende y allende las fronteras de la Heroica como Paco Píldora, era, ante todo, un hombre íntegro, franco como el que más, que nunca perdió piso ni sacó provecho de nadie y que llevó siempre una vida realmente modesta. Era un hombre alegre, que no un chistoso profesional; tenía gracia, zumba, pimienta fina, sin duda, pero todo ello lo llevaba con singular majestad: en él, la simpatía era un atributo natural, no una explosión de la que se hace gala.

Pero Paco Rivera fue mucho más que un personaje típico del puerto: fue, como sabemos quienes tuvimos el privilegio de conocerlo, un gran poeta vernáculo, un cronista sin par y un charlista notable, así como un gran estudioso y conocedor de Veracruz, su querida ciudad natal. Sus tres obras fundamentales son Veracruz en la historia y en la cumbancha, con una selección de poemas jarochos (1957), Estampillas jarochas (1988) y Sobredosis de humor (1996), en verso, aunque también escribió un cuento corto, “La noche”, de corte erótico; un par de ensayos: “…y entonces nació la Bamba” (o “Así nació la Bamba”) y “Algo sobre el danzón”; algunas anécdotas históricas bajo el título de Sucedió alguna vez, así como un sinnúmero de versos –la mayoría epigramas y décimas– y una serie de textos autobiográficos.

En mi opinión, su obra versística completa, tanto la publicada en sus libros como la divulgada en los periódicos porteños, merece ser compilada, seleccionada, ordenada y editada en uno o varios tomos, en los que se incluya un estudio preliminar histórico-literario que la ubique y analice en el contexto de la décima sotaventina y caribeña.

En la segunda edición de Veracruz en la historia y en la cumbancha…, financiada por el ex presidente Adolfo Ruiz Cortines –la primera la sufragó un grupo de amigos de Paco Rivera, nombre éste, por cierto, con el que aparece en esa edición en la portada–, Francisco Ramírez Govea (quien fuera presidente municipal del puerto) escribió atinadamente en el prólogo:

Su obra poética es una clase de historia y geografía jarochas; de historia que habla de gentes sencillas que ya no existen, pero que en su tiempo fueron representación de la vida veracruzana; de geografía con estampas de colores tiernos donde las palmeras aparecen mojadas de rocío y las siluetas de los hombres se perfilan con extraordinaria nitidez. Paco Rivera tiene, además, la absoluta honradez y la cabal conciencia de su sitio en la lírica. Señor de su ciudad, dueño de los secretos de su fácil vivir, vigía de sus estrellas e intérprete de sus ansias, busca en ella su espiritual ubicación y responde magníficamente a su solemne compromiso de intérprete.

Por su parte, el poeta Jaime G. Velázquez, editor y prologuista de Estampillas jarochas –cuyo primer tiraje está agotado desde hace años–, sintetiza en unas cuantas líneas la actualidad y trascendencia de la obra de Paco Rivera:

Muestra ejemplar de periodismo limpio, los epigramas de Paco Píldora, su presencia cotidiana, no conducen a la amargura, no son blanco y negro del duelo nacional, ni son prueba de lo irremediable, sino una luz que llama la atención sobre el punto que debe discutir el ciudadano, pues, a pesar de imposiciones y reveses, la opinión pública todavía es importante aquí. Por ello, el epigramista se vuelve, de manera natural, cronista auténtico: la crítica de la sociedad sólo es admisible cuando surge de una conciencia histórica que no puede ser burlada.

En efecto, así como Joaquín Santamaría fue el fotógrafo veracruzano por excelencia entre 1920 y 1975, Francisco Rivera fue, con o sin título oficial (que, por otra parte, a él lo tenía sin cuidado), el cronista más genial, original y genuino del Veracruz del siglo pasado.

Cronista, poeta y conversador excepcional, a la vez personaje imprescindible de la vida cotidiana porteña, hombre de una sola pieza y sin ambiciones mezquinas, de una coherencia e independencia intelectual ejemplares, don Francisco Rivera Ávila representa lo mejor de la décima porteña y sotaventina –junto con Mariano Martínez Franco, Constantino Blanco Ruiz Tío Costilla, Gastón Silva Carvajal, Manuel Pitalúa Flores, Guillermo Cházaro Lagos y un largo etcétera–, y del veracruzano que sabe disfrutar con sano alborozo cada uno de los momentos de su existencia, sin entristecerse nunca ante los avatares de la vida.

El 25 de febrero de 2008 se cumplieron cien años del nacimiento de Paco Rivera y el 1 de junio de 2009, tres lustros de su fallecimiento. Qué mejor ocasión para revisar, así sea someramente, algunos pasajes de la interesante e intensa biografía de este queridísimo e inolvidable personaje popular porteño; base sin la cual, por supuesto, su obra no puede entenderse del todo.

Los primeros años
Paco nació en la ciudad de Veracruz, a las 6:00 de la mañana del 25 de febrero de 1908, en la planta baja de la accesoria marcada con el número 34 de la calle Mariano Arista, propiedad de su tía, doña Manuelita Murga viuda de Rivera (“Nací por suerte y por fortuna mía / en este puerto bullicioso, / ¡veracruzano soy!, proclámolo orgulloso / y delante de un rey, lo gritaría”). Sus padres fueron Celestino Rivera Balcárcel, originario de la parroquia de Guimarey, municipio de La Estrada, provincia de Pontevedra, Galicia, España, de oficio pequeño comerciante; y Leovigilda Ávila Ortiz, oriunda de Paso de Ovejas, Veracruz, y “cantadora de huapango”.

Los primeros años del pequeño Francisco, quinto hijo del matrimonio Rivera Ávila (primero nacieron tres mujeres: Estela, Leopoldina y Natalia, y luego, tres varones: Celestino, Paco y Rubén), no serían precisamente fáciles. La situación económica de la familia Rivera Ávila no era desahogada, a pesar de que doña Manuelita Murga, generosa como era, les condonara la renta de la accesoria.

En 1910, año en que estalla la Revolución mexicana, su padre fue detenido y encarcelado por creerse que él mismo había provocado el incendio de su negocio de jarciería y locería El Navío, ubicado en el mercado Trigueros; incluso su madre, sin deberla ni temerla, fue involucrada en este sonado caso: “Aprehendieron a la esposa del gachupín incendiario”, rezaba una de las cabezas de la sección de nota roja de El Dictamen, que en aquella época era, sin duda, una de las más leídas debido a las detalladas y extensas crónicas que hacía de la vida de los bajos, y no tan bajos, fondos porteños. Poco después, don Celestino se tuvo que ir rumbo a La Antigua, al rancho de La Posta, donde instaló una pequeña fábrica de teja acanalada.

Además de la lejanía de su progenitor y de las penurias económicas de su familia, el niño Rivera Ávila sufrió por esos años un terrible ataque de paludismo con fiebres tercianas, muy común en el Veracruz de ese tiempo, a pesar de las mejoras que en el viejo casco urbano había realizado la omnipresente compañía inglesa Pearson & Son a principios del siglo xx. La quinina, en ese entonces único antídoto contra este mal, lo estaba dejando en los huesos, pálido y sordo, por lo que su madre lo mandó al rancho de El Salmoral, de su tío Lino Ávila Ortiz, para ver si por allá se mejoraba.

“¡Lino, cuida mucho a Paco, que no se asolee, que no vaya a meterse al río!”, ésas fueron las últimas recomendaciones que doña Leovigilda, casi a gritos, hizo al tío de Paco cuando éstos partían de la vieja casona de Arista rumbo al rancho. Lino era un buen tipo y buen jinete –contaba don Paco–, cabalgaba en el Parodia, un retinto, rejón entero, fuerte y de alzada, que al pasearlo a brida sujeta, se refistoleaba dando pasitos de lado y sacudiendo la cabeza con alegría; había acompañado al tío en la Revolución cuando [éste] militaba con la gente de Ponciano Vázquez por el norte del estado.

Además del tío Lino, en El Salmoral vivían su abuela materna, Lorenza Ortiz (mamá Lencha), “ducha en la preparación de brebajes y pócimas, además de experta en curar el ahogo y tronar el empacho”; su tío Prisciliano, sus primos Rogelio y Piedad, y Lébida, ahijada de la abuela, una “mulatita de ojos vivarachos” y “de no malos bigotes”, mejor conocida como la Piola, por aquello de que “hacía bailar a cualquier trompo”, quien al quedar huérfana había pasado a formar parte de la familia Ávila Ortiz. En el rancho, gracias a la vida campirana y a los platos de puchero gordo de pollo que su abuela le preparaba (café, salsas, picantes, huevos y sopas de pasta estaban prohibidos para él), el inquieto Francisco se recuperaría y embarnecería en un par de meses, tiempo en el cual, bajo la estricta supervisión de mamá Lencha, se encargaría de “darle maíz a la marrana y a las aves, ponerles agua y evitar que la marrana se saliera al camino, y por la tarde en el potrero, al pie del palo mulato, picar zacate hasta llenar la canoa y ponerle agua al bebedero”; actividades cuyo único fin era que a la hora de la comida Paco tuviera más apetito que un pelón de hospicio.

La letra con sangre entra
Su paso por la escuela no sería tampoco miel sobre hojuelas. Primero fue a una escuelita sin nombre que estaba en el Patio del Cañón,ubicado en 5 de Mayo casi esquina con Esteban Morales, en la cual enseñaba el Silabario de San Miguel una “negrita jovial, atenta y cariñosa” del rumbo de Medellín llamada María Huero, novia de Rogelio Hernández, conocido sastre cubano.

En la escuela –rememoraba el cronista– nos dejaban todos los días temprano por la mañana con nuestra silla de tule. [Era] una pequeña accesoria que daba a la calle en la que la sala estaba habilitada como salón de clases con un pequeño pizarrón y en el fondo, haciendo escuadra con la sala una cortina, habilitada una silla de tule con una amplia oquedad al centro y abajo una amplia bacinica de peltre; en ese lugar se desahogaban las necesidades fisiológicas de la chiquillería.

Luego de recibir las enseñanzas de la esforzada María, el pequeño Francisco fue inscrito en la escuela de La Campana, que dirigía el maestro Gerardo Rivero, donde ingresó al primer año de primaria. Inicialmente esta escuela estaba ubicada en la plazuela de la Campana, en la esquina que daba salida a la calle de Juan Manuel Betancourt (hoy Aquiles Serdán), pero después fue trasladada a la calle Benito Juárez, en los altos de un edificio en cuya planta baja había un negocio que abastecía a los pailebotes que hacían el servicio de cabotaje: “poco recuerdo –escribió el bardo jarocho– de mi estancia en esa escuela ni de mis maestros; sin embargo, no tengo en la memoria haber vertido el llanto a causa de un coscorrón, un jalón de orejas o un reglazo”. Aquí Paco Rivera viviría otra experiencia que dejaría honda huella en su memoria y que seguramente ayudaría a templar su carácter: la invasión y ocupación estadounidense de 1914, que tuvo lugar en medio del remolino de la Revolución y de la dictadura del inefable general Victoriano Huerta (“Se hizo funesta la hora / preludiando la invasión, / fue toda la población / una inmensa barricada, / que contestó a puñaladas / las injurias del cañón”), que el decimista recordaba de la siguiente forma:

El 21 de abril, como a las 10:00 de la mañana, se suspendieron las clases. Mi mamá me mandó a la tienda a comprar provisiones y cuando regresé a la casa, cerró la puerta, puso la tranca y nos ordenó a mis hermanos y a mí que nos metiéramos debajo de la cama. El bombardeo empezó como a las once de la mañana y hacia las cinco de la tarde salimos de debajo de la cama. El 23 ó 24 de abril los soldados gringos le permitieron a la gente salir a la calle. No había leche, no había carbón, éste lo tenían que traer de la ranchería de Vergara. Los soldados gringos […] tuvieron que abrir con hachas las tiendas de abarrotes para repartir víveres a la población; a mi mamá le dieron frijoles, azúcar, manteca, frutas y verduras; en la terminal del ferrocarril repartieron galletas que ellos traían.

Ante la escasez de alimentos y carbón, el cierre de las escuelas, así como la ausencia de su padre –en ese momento en Monterrey–, Francisco, ni tardo ni perezoso, se puso a vender chicles y tarjetas postales entre los aburridos y amodorrados infantes de marina norteamericanos para ayudar a su atribulada madre: “Chewing gum ten cents, post card ten cents” era el exitoso pregón del audaz niño Rivera, quien llegó a vender hasta cuatro cajas de chicles diarias.

Durante los siete largos meses que duró la ocupación norteamericana no hubo actividades escolares; en virtud de que los profesores acordaron no servir a las autoridades impuestas por las fuerzas extranjeras, se clausuraron las aulas y se perdió el año escolar. Así, Paco, junto a “la palomilla de la barriada”, se dedicó “a corretear libremente por la sabana y a pataperrear por la ciudad” (“Campamento en la sabana / en el médano y los Cocos / la ciudad duerme despierta / pues hay que prender los focos / y tener la puerta abierta”). Lo único digno de verse entonces era cuando algunas de las bandas de música de los barcos, una vez a la semana, desfilaban por Independencia y 5 de Mayo: “todo el conjunto uniformado y el director dirigiendo con un bastón muy adornado y con la chamacada acompañando el desfile”.

Al embarcarse las fuerzas estadunidenses y dejar la ciudad en manos de los constitucionalistas, a fines de 1914, los colegios reanudaron sus labores, pero el travieso Paco ya no regresó a la escuela de la Campana, sino que fue inscrito al primer año de la Cantonal (hoy Francisco Javier Clavijero), ubicada en el centro del parque Ciriaco Vázquez, y cuyo director era don Abraham Morteo, profesor “de buena estatura y presencia, reposado y de buen trato”. Ahí, el niño Rivera hizo íntima amistad con los hermanos Vendrell, Juan Rovira, el chamaco Caraveo y los hermanos Vargas: Luis, Francisco y Aurelio, conocidos como los Tres Mosqueteros e hijos de don Chico Vargas, acaudalado ganadero y agricultor. Este infernal grupo, en la primera oportunidad, se escapaba de la escuela para hacer de las suyas por los alrededores, como por ejemplo, vaciar los puestos de golosinas, frutas secas y helados que se instalaban en el Ciriaco Vázquez en la época de las loterías, hasta que un mal día los puesteros les cayeron en la movida y don Chico Vargas tuvo que “apechugar” el pago de la multa de diez pesos, suma a la que ascendía el producto de todas las fechorías de este grupito de enfants terribles, el cual, al final de cuentas, fue expulsado de la Cantonal.

Luego de esta bochornosa experiencia, y con la idea de alejarlo de la tropa de maloras del rumbo del parque, Paco fue inscrito otra vez al primer grado, en la escuela José Miguel Macías, ubicada en Esteban Morales número 15, a una cuadra de su casa, en los altos del Cuartel de Bomberos (de ahí que se le conociera como “la Bomberos”), donde hizo migas con Guillermo Betancourt, Alfredo y Alberto Lenz, Lorenzo y Juan Veytia, Lalo Cueto, el Chivo Matus, Antonio Campillo, Nacho Carmona, Rafael Lagunes, Polillo y Manuel Blanco Cancino, entre otros. En la Macías, dirigida a la sazón por el cuentista y novelista tlacotepecano Justino Sarmiento, su maestra era Estelita Fentanes, “bonita, delgada, bajita de cuerpo, de una agradable y fina voz, atenta y amable con sus alumnos […] Siempre con su carpeta a la hora de iniciarse las clases” (“Vine a dar a la Macías / en serio con nuevos planes / sin bullas ni correrías / con Estelita Fentanes”). Pero de ahí, más temprano que tarde, el rebelde infante sería nuevamente expulsado. Sólo en la Politécnica Minerva, del sabio profesor cubano Alejandro M. Macías, meterían en cintura al indomable Francisco, quien no sólo le tomó cariño al estudio sino que perdió la costumbre de “pataperrear” por todos los rincones del jarocho puerto:

Qué largo viaje había transcurrido –reflexionaba el juglar veracruzano–, cuánto tiempo perdido, maestros, compañeros, maldades y travesuras, qué largo viaje, pero siempre en el mismo lugar del pupitre viendo los pizarrones y sin entender el porqué de mi estancia en los salones. Eso fue […] lo que motivó mi cambio a esa escuela.

La Politécnica Minerva, situada en Arista esquina con el callejón de la Lagunilla, era una primaria donde, además de los “externos”, admitían alumnos “internos” y “medio internos”. El primero y segundo años los atendían Rosita y Eva Loperena, respectivamente; el tercero, Manuel Macías Loredo, hijo de don Alejandro, y este último se hacía cargo del cuarto al sexto años, en un amplísimo salón que daba a la calle de Arista. El maestro de taquimecanografía era don Humberto Sheleske, tlacotalpeño; el de música, don Faustino Saldaña; y el de inglés, don Valentín D’Othemar quien “tenía una hija de perfil helénico y cuerpo de Afrodita, Anita D’Othemar, muy admirada por los atributos que la adornaban”. Al respecto, relataba el Novo porteño:

En el primero y segundo año eran de uso los pequeños pupitres, con su asiento de banca para dos plazas; pero en el salón grande ya las carpetas particulares cubrían todo el espacio, amplias, con su tapa de escritorio y su cerradura, eran de dos plazas, pero los que carecíamos de ella nos acomodábamos en el asiento sobrante sin cuidado ni dificultades.

En esta escuela:

La población escolar era heterogénea, sin ser elitista, sí había una gran mayoría de alumnos de familias acomodadas, pero en lo general el ambiente era liberal y demócrata, guardando las distancias, había camaradería y respeto mutuo […] regaños y castigos, cuando se aplicaban, se repartían parejos, así como las calificaciones y reconocimientos.

Por otro lado, “no había recreo, ni receso entre las horas de clase, nos íbamos en un solo son desde las ocho hasta las doce, sin cambiar combustible hasta sonar el timbre de salida”. Paco, quien había sido admitido como medio interno por una mensualidad de 15 pesos, entraba a las 8:00 de la mañana y salía a las 6:00 de la tarde. De su casa le llevaban sus alimentos y, junto con los famosos hermanos Vargas (quienes también habían ido a dar a la Politécnica) y los hermanos Vera, compartía la mesa a la hora de la comida principal con la familia Macías.

Su condición de medio interno le permitió hacer buena amistad tanto con los alumnos internos como con los externos. Entre los primeros estaban Raúl Raymond Deschamps, Pedro y Carlos Salicrup, Domingo Kuri y Raúl Díaz Morales, de Tuxpan; Eugenio Collado y Ernesto Montessoro, de Gutiérrez Zamora, y Pancho González Jordán, Pepe Vior, José y Eduardo Lliteras Cárdenas, y Alfonso Mayans, de Campeche. Entre los segundos, los Llerena: Sebito y Ramón; los Alverdi: Manuel, Abelardo y Alonso; los De la Puente: Juan, Luis y David; los cuates Pasquel, Rafael Cuervo Hoffman, Raúl Sempé, Chicho Betancourt, Miguel Ángel Franyuti, Luis Méndez Rocha, Joaquín Tiburcio Pérez, Pepe Barba y una “pequeña guerrilla de la legión extranjera”: Guillermo Jedermann, cuyo padre era dueño del restaurante alemán Gambrinus, situado en Lerdo número 29; Ricardo Aigster, Adolfo Hegewisch, Pepe Lajud y Lorrimer Hogg, hijo del cónsul de Inglaterra.

En la Politécnica Paco terminaría la primaria, no sin sufrir más de un centenar de “arrestos”, los cuales consistían en que se tenía que quedar a dormir en la escuela sábado y domingo, y regresar a su casa hasta el lunes siguiente a las 6:00 de la tarde, donde sus preocupados progenitores le propinaban al llegar una “tremenda zapatiza”. En realidad, el único día de holganza que le quedaba al niño Rivera era el domingo: por las tardes, entre las 4:00 y 7:30, iba al nuevo Salón de Variedades –aquel de láminas de zinc, todo cerrado, donde hacía un calor sofocante a pesar de los ventiladores de techo, que regenteaba don Juan Ansesa– a ver la película de moda, francesa o italiana; y ya por las noches, en el comedor de su casa y a la luz del quinqué (porque en la accesoria donde vivía no había luz eléctrica) se “ponía a leer en voz alta algunos párrafos de novelas o fragmentos de poesías de un viejo tomo [de la colección] El Tesoro de la juventud”. Otro de los pasatiempos favoritos de Paco en aquellos años, y que mantendría a lo largo de su vida jugando en la “sabana” o en los llanos de la cuenca del Papaloapan o como simple espectador,
era el beisbol:

De chamaco jugué en la sabana en el equipo Dos Equis, aquí en Veracruz; cuando estuve en Papalopan [Oaxaca] jugué en el Stanfruco. Me acuerdo que en Veracruz había varios parques de béisbol: el parque Aguirre, en las calle de Arista y Xicoténcatl; Los Tocayos, en Pino Suárez y Progreso (hoy Cortés); Las Olas, que estaba por la arrocera; El Caballo Muerto, en Pino Suárez y Lerdo; La Bola de Cal, en Allende y Velázquez de la Cadena […] el parque Docurro, que estaba en Xicoténcatl y Barragán, donde jugaba El Águila de Veracruz. La barda de este parque era de madera y por los agujeros que tenía se podía espiar. Durante los juegos, si la bola salía del parque, la persona que la devolviera podía entrar gratis. Los lunes no había juegos, así que los chamacos aprovechaban para ir a escarbar en la arena, buscando monedas que los aficionados aventaban para premiar las buenas jugadas de los peloteros. La época de oro de El Águila fue en los años treinta, cuando Jorge Pasquel trajo excelentes jugadores norteamericanos y cubanos; entre estos últimos a Martín Dihigo, un jugador fuera de serie.

Aprendiz de todo, oficial de nada
Al concluir la primaria, a principios de la década de 1920, Paco se fue a vivir a la ciudad de México con su hermana Leopoldina, que ya estaba casada, con el objetivo de estudiar en la Escuela Libre de Farmacia y Química, pero esta institución resultó ser un fiasco, pues jamás iniciaron las anunciadas clases. No le quedó más remedio que inscribirse en la Escuela Nacional Preparatoria, a la cual se podía ingresar una vez terminados los estudios primarios. Dos años y medio después, por desgracia, tuvo que regresar al puerto debido a los problemas económicos de su familia; sin embargo, esta aventura capitalina sería a la postre trascendente en la vida de Paco, ya que en esa corta temporada en la ciudad de México se hizo aficionado a la poesía leyendo Hojas Selectas y en la Escuela Nacional Preparatoria aprendió las bases de la métrica, siendo alumno del poeta tuxteco Erasmo Castellanos Quinto. Pero sobre todo porque en 1924, en una casa de citas, donde se reunía a comer y a convivir la palomilla de veracruzanos en el “exilio”, conocería a un personaje singular y que sería, de por vida, uno de sus más íntimos amigos: el músico-poeta Agustín Lara.

Era una casa de citas de 1924 –contaba el poeta– donde no había baile, ni copa, ni nada. Se citaban ahí nada más y se iban: “Vengo por María Elena” y ya salía María Elena. “Vengo por Rosa” y ya salía Rosa. No había música, copa ni bulla […] ahí conocí a Agustín [Lara] porque él tenía la costumbre de ir determinadas veces, porque ahí se juntaba un grupo de veracruzanos, algunos de ellos amigos de él […] No había piano pero había guitarra y Agustín tocaba muy bien la guitarra, magníficamente. Y entonces empezaba a darle a conocer a la palomilla de ahí de esa época, sus canciones primitivas. Era muy dado a cantar música cubana de Sindo Garay, el más polifacético y más viejo de los compositores [isleños].

Ya en la ciudad de Veracruz, allá por 1926 ó 1927, el joven Francisco, ante la precaria economía familiar, iniciaría un largo periplo por el mundo del trabajo, como aprendiz de todo y oficial de nada, lo cual, andando el tiempo, no lo haría precisamente millonario pero sí inmensamente rico en experiencias y dueño de una muy sui generis filosofía de la vida.

Primero se incorporó como camarero a la Compañía Mexicana de Navegación, en la ruta Tampico-Veracruz-Progreso, ganando 150 pesos mensuales más las propinas que le daban los pasajeros que viajaban en primera clase; sin contar los “extras” que obtenía como producto de la venta clandestina de tortas de frijoles y café negro a los pasajeros de tercera clase, que él mismo preparaba con las sobras de la comida de los oficiales del barco. “Cuando entré a trabajar a la Compañía –rememoraba el vate jarocho–, pensé que con el tiempo la situación económica de mi familia mejoraría y podría regresar a la escuela, pero eso nunca sucedió.”

Dos años después, hacia 1930, cuando la Compañía le vendió su flotilla de barcos a la Cooperativa de los Alijadores de Tampico, el joven Paco regresó a Veracruz y entró a trabajar a la farmacia El Águila (propiedad de Elías F. Díaz y Ángel del Río Hinojosa, ubicada en avenida Independencia, número 197), como ayudante de farmacéutico. Al principio su trabajo consistía en lavar los frascos y morteros, pero muy pronto Francisco se convertiría en un hábil farmacéutico práctico, capaz de preparar píldoras, tintes, ungüentos y toda clase de menjurjes, pues en aquella época las medicinas de patente eran prácticamente inexistentes en México.

Así, luego de un tiempo de trabajar en El Águila, se fue un año a Cosolapa, Oaxaca, a atender una farmacia; regresó de nuevo al puerto y entró a trabajar a la farmacia Santo Domingo, de los hermanos Mares, ubicada en Independencia, número 36, en la cual estuvo dos años. Después, invitado por el doctor Nicandro Melo –abuelo del escritor Juan Vicente Melo–, se hizo cargo de la farmacia del sanatorio de la Standard Fruit Company, en Papaloapan, Oaxaca, donde se quedaría por siete largos años ahorrando dinero para casarse con su novia (y después compañera de toda la vida) Imenia Tiburcio Valenzuela, nacida en la ciudad de Veracruz (“Gracias por tu bondad amada mía / por la mirada de tus lindos ojos / por tus manos de lirio y tu alegría / por la sonrisa de tus labios rojos / que me brinda tu boca cada día”).

A su regreso al puerto, el 1 de marzo de 1939 (a los treinta y un años de edad), como había prometido, el apuesto Paco Rivera contrajo nupcias con la joven Imenia, con la cual procrearía dos hijas: María Cristina y Dulce María Rivera Tiburcio. Sin embargo, el dicharachero Paco no sentaría cabeza; al contrario, sus bodas eran apenas el inicio de una vida dedicada al jolgorio, la buena vida y la bohemia, para gloria y beneficio de la cultura popular del puerto.

Ya en la década de 1940, con la responsabilidad de mantener una familia, Paco Píldora siguió trabajando en las farmacias, primero en una que estaba en la esquina de Independencia y Miguel Lerdo, después en otra que instaló junto con el doctor Canales en la calle de Doblado, luego en la Farmacia del Portal, en Independencia esquina con Mario Molina, y más tarde, ya como negocio propio, en la farmacia Salud, en Zamora número 220, un local en cuya parte trasera vivía con su familia. La ventaja de trabajar en el corazón de la ciudad es que podía desplazarse con facilidad a cualquier punto de ella a aplicar inyecciones por la módica suma de un peso; pero sobre todo, podía escaparse a los bares –sus preferidos eran el del hotel Royalty, el del hotel Diligencias y el Palacio, en los Portales de Lerdo– y los cafés a cotorrear el asunto del día y a componer el mundo con sus amigos la Ranilla Ramos, los ingenieros Ortiz Castellanos, Raúl Rodríguez y Eugenio Meléndez, el profesor Bismark Ánimas, el contador Manuel Cuevas Sánchez, Manuel Villagómez, Andrés Negro Torres, el capitán Ochoa y el Manojo Lara.

Este grupo, cuyos integrantes, por cierto, eran en su mayoría profesores del Instituto Tecnológico de Veracruz (Paco impartiría ahí, durante varios lustros, clases de Literatura Española, Historia de México e Historia Universal para completar sus no muy jugosos ingresos como farmacéutico), se reunía todos los fines de semana con el único y exclusivo fin de divertirse a costa del prójimo. Al principio –recordaba don Paco– lo hicieron en casa de alguno de ellos: “el anfitrión ponía la comida, lo que tuviera a la mano, y los demás los ‘pomos’. Cotorreábamos, tocábamos el piano, etcétera […] Estas reuniones se terminaron porque nuestras esposas se enojaban por el desorden y lo sucio que dejábamos las casas”. Así, para poder continuar efectuando sus encuentros semanales, al grupo no le quedó más remedio que rentar un local, el cual poco a poco fueron acondicionando con una mesa larga, sillas, estufa, refrigerador y cubiertos; contrataron además a un par de avezados cocineros yucatecos, quienes servían a la mesa de estos sibaritas caldo de pescado, mondongo y toda clase de apetitosos antojitos regionales: hasta las 8:00 de la noche eran Los Inmortales, y luego de esa hora, a partir de la cual se proyectaban películas no aptas para menores de edad y personas de estrecho criterio, desaparecía la t y se transformaban en Los Inmorales. “Así –aseguraba el cronista– duramos seis o siete años; pero empezó a llegar gente nueva, amigos de los amigos; se empezaron a ‘perder’ las cosas que teníamos en el local, hasta que finalmente se dispersó el grupo.”

En esa misma época, Paco abandonó temporalmente las labores farmacéuticas para dedicarse a otros menesteres, aprovechando que su padre, don Celestino, se había sacado la lotería. Éste le regaló 6 mil pesos a Paco, quien se asoció con un amigo para comprar un camión de volteo, con el cual se fueron a prestar sus servicios en los trabajos de construcción de la carretera Veracruz-Alvarado; sin embargo, los contratistas resultaron ser unos auténticos embusteros y a Paco y su amigo no les quedó más remedio que buscar suerte por otra parte. Pero, como reza el dicho popular, “no hay mal que por bien no venga”: por un tiempo el camión de volteo le sirvió a Paco para llevar a pasear a su familia y a algunas amistades por los rumbos de Punta Gorda, el Penacho del Indio, Mocambo, el Tejar, Medellín, las Amapolas y Paso de Ovejas, entre otros lugares cercanos al puerto de Veracruz.

Sin desatender nunca sus clases en el Tecnológico, en 1959, siendo presidente municipal Tomás Tejeda Lagos, Francisco llegaría a ser (paradojas de la vida) ¡secretario de la Inspección de Policía de la ciudad de Veracruz! Empero, como “no le gustó el ambiente”, renunció al puesto y entonces le ofrecieron el de director de la Biblioteca del Pueblo, que “aceptó gustoso”.

Bohemio de tiempo completo
Pero si por un lado el joven Paco no daba pie con bola en su vida laboral, por otro, empezaba a mostrar sus dotes de cronista, de poeta popular y de bohemio de tiempo completo. Al principio colaboraba en revistas locales de efímera existencia, como las que dirigían Manuel Lengua Sánchez y Francisco Chico Aguirre: en la primera escribía la sección “El lado bueno de las cosas malas”, en prosa, y la columna “Cachetadas”, con un epigrama bajo el seudónimo de Don Q; en la segunda, la sección “Portaleando”, en broma, y la columna “Coscorrones”, con un epigrama bajo el sobrenombre de Pacorro.

Posteriormente, durante algún tiempo, incursiona en el teatro. Aunque escribió varias comedias de claros tintes locales, acaso sea la más memorable Don Juan Velorio, parodia de Don Juan Tenorio de José Zorrilla, “con situaciones, hechos y personajes del mundo conocido y popular del puerto”. Esta parodia, cien por ciento jarocha, se presentó por primera vez en 1950 en el teatro Carrillo Puerto (hoy Clavijero), con la actuación del grupo teatral La Farándula, y aunque fue un gran éxito artístico, económicamente resultó un rotundo fracaso. Dos años después (1952), los días 1 y 2 de noviembre, en el mismo recinto, La Farándula puso otra vez en escena esta parodia pero con un nuevo elenco, cuyos personajes principales eran: Don Juan Velorio, personificado por Juan Manuel Reyes, “extraordinario actor teatral y un magnífico declamador”; Doña Inés de Ulúa, por Lourdes de la Garza; Bufareli, por José Pérez de León Popocha; Don Luis Lejía, por M. de la Garza; Rígida, por Elsa Díaz; Don Gonzalo de Ulúa, por Mariano García, y el Capitán Botellas, por José E. Mendoza. Fue tal el triunfo de esta comedia, que la función no sólo se repitió los primeros tres días de la semana siguiente, sino que durante algunos años, en los Días de Muertos, La Farándula presentaría otras obras salidas de la aguzada pluma de Paco, como Don Juan Chilorio, con la actuación estelar de Concepción R. de Galván, alias la Chilorio (mote que le venía de vender cacahuates y naranjas con chile afuera de las escuelas de Veracruz), Un velorio en el barrio de La Huaca y La reina desfila a pie.

A partir de mediados de la década de 1950, y durante casi veinte años, Paco Rivera escribiría en El Dictamen una plana dominical titulada “Estampillas jarochas”, bajo el seudónimo de Párroco, después de P. A. Corro, luego de Fray Vera, posteriormente de Ciriaco Ferrans y finalmente de Paco Píldora.

Por esa época –relataba el bardo veracruzano– ocurrió que murió un humorista veracruzano [y cronista de la ciudad de Veracruz]: Pepe Peña, José María Peña y Fentanes, quien escribía en El Dictamen [su columna “Amenidades históricas”]; entonces, un día en el café me dijo el Cuate Malpica: “Oye Paco, se murió Pepe, ya tú lo sabes; yo quiero que vayas al periódico”. Yo le dije: “Mira, no voy a poder, Pepe escribía en prosa, no voy a poder, para qué más”. Pero de todos modos escribí algo que pensaba titular “El lado bueno de las cosas malas” y se lo llevé. Me recibió el que era jefe de redacción, Félix del Cantalicio Martínez, vio mi escrito y lo botó. No más así. Y me dijo: “Eso no sirve, lo tuyo es en verso. Tus cosas en verso, no en prosa”. Y pues me obligó y empecé a trabajar en verso.

La primera estampilla se la dedicó al bikini, “que entonces era algo cantinflesco, muy distinto al de ahora” (“Ha causado sensación / alboroto y faramalla, / ese modelo de playa / de reciente implantación. / Multas, sanciones, prisión / contra su uso se han dictado; / ha intervenido el papado, / los jueces, la policía, / pero con mucha alegría / las hembras lo han aceptado”); ya luego le pusieron un “monero” para que le hiciera una caricatura a cada estampilla que publicaba, y que resultó ser un yucateco, Mézquita, quien no “estaba muy al tanto” del mundo popular jarocho. “Yo tenía que llevarlo a que conociera un patio de vecindad para que dibujara los lavaderos –decía el decimista–, para que se ambientara. Él sabía de dibujo pero de caricatura nada. Yo tenía un libro de caricaturas de [Rafael] Freyre, veracruzano, y se lo di para que aprendiera: le sirvió mucho”.

En 1957 saldría de la prensa Veracruz en la historia y en la cumbancha, con una selección de poemas jarochos, donde, con fina ironía y un humor inigualable, hace una historia puntual del acontecer del puerto desde su fundación hasta esa fecha. Sin esta obra ya clásica de la literatura popular porteña, reeditada después en varias ocasiones, como bien ha dicho el historiador Bernardo García Díaz, sería imposible imaginarse los salones de baile, los grupos musicales, los personajes y los barrios populares de antaño, recrear, en una palabra, la cultura popular de Veracruz de la primera mitad siglo xx.

Pero además –abunda García Díaz–, y mucho antes de que a decenas de sesudos estudiosos de la universidad se les ocurriera, tuvo el tino de colocar a Veracruz en el ámbito cultural que le corresponde, es decir, en su contexto cultural caribeño, al señalar enfáticamente [en aquella primera obra de su autoría] todo lo que de cubano ha tenido el puerto.

Y eso que, aunque parezca increíble, Paco Rivera ¡jamás puso un pie en la mayor de las islas del Caribe!

Posteriormente, como en todos los periódicos aparecían epigramas, Nillo Malpica le pidió a Paco que le hiciera unos para El Dictamen, entonces Paco empezó a publicar uno diario con el título de “Piquetitos”, primero, y con el de “Chinampinas”, después (“El epigrama ha de ser / el aguijón de una abeja / que vuela, pica y ahí deja / manifiesto su poder. / Claro que debe tener / en la rima aristocracia, / no ser procaz ni ofensiva / y ha de llevar muy arriba / ingenio, donaire y gracia”).

Lo de Paco Píldora surgió –y dónde más pudo haber sido– en el curso de una de las tantas juergas que acostumbraba:

Un día que andaba yo de “picos pardos” –contaba divertido el juglar porteño– con un amigo [Luis Calderón] al que le decíamos el León Viejo, me fueron a vender, sacadas del muelle, a granel, píldoras de Foster que sirven para los riñones, y tiñen la orina de azul porque tienen “azul de metileno”. Mi amigo traía hipo, y yo para que se le quitara porque ya me tenía harto, y también para gastarle una broma, le insistía en que chupara una píldora para que se le disolviera en la boca, escupiera azul y se espantara; como él no se dejaba, lo molesté tanto, tanto, que ya cansado se tomó una y me dijo: “¡ya deja de estar chingando, tú, Paco Píldora”.

Y de ahí pa’l real. Pero Paco no se andaba por las ramas. Así que un día cualquiera, a principios de los años setenta, en el programa televisivo “Dimes y diretes” que se transmitía en el Canal 2 de Veracruz, y que conducían él y un amigo suyo, el ingeniero González, tuvieron la osadía de criticar a la Junta Local de Mejoras Materiales del H. Ayuntamiento por la cantidad de baches que había en las calles de la ciudad; hasta organizaron entre su teleauditorio un concurso, cuyo ganador sería quien descubriera el bache existente más grande y profundo. Como era de esperarse, el Decano de la Prensa Nacional, siempre del lado de los poderosos, los mandó por un tubo, sin más explicación de por medio que la que se exponía en un lacónico oficio:

Yo pienso –aseguraba el Novo jarocho– que por ahí vino la cosa. Era entonces el jefe de la Junta Local de Mejoras Materiales Alberto Tapia Carrillo. Y él ya me había echado muchos padrinos, pero yo le decía: “Mira Alberto que yo no masco ‘chapo’. Vete”. Pero yo no sé cómo le hizo él. El caso es que de El Dictamen me mandaron un oficio, hasta el mismo programa, dándome de baja. Por dificultades económicas, me dijeron. A mí, y al ingeniero González.

Entonces, de inmediato, Alfredo Salces, dueño de Notiver-Radio, siempre a la caza de “la noticia en el momento en que sucede”, contrató a Paco para que continuara escribiendo sus “Estampillas jarochas”:

Salces –recordaba el epigramista– me habló y me dijo:
—Oye, qué tal si faltando diez para las 7:00 a.m. te doy un telefonazo y me pasas la Estampilla.
—Bueno —le dije—, pues juega.
Y ahí empecé a colaborar hasta que se fundó el periódico [Notiver].

En éste Paco se integró como corrector de estilo y, desde luego, continuó escribiendo puntualmente, hasta el final de su vida, sus imprescindibles “Estampillas jarochas”, así como una sección titulada “Revolviendo papeles”, en prosa, de carácter autobiográfico:

Nunca había estado en un periódico. Siempre había sido únicamente colaborador. Nada más de enviar mi colaboración. Y ahí sí tenía que corregir, que hacer mi artículo, y todo, e irme a las dos de la mañana. Sin recibir sueldo, ni nada. […] Alfonso [Salces] escribía mucho. Tenía una maquinita eléctrica que no ponía acentos, ni comas, ni puntos. Ni casi nada. Nada más me pasaba las hojas para corregir. A veces le decía:
—Espérate, hombre, ya tengo aquí diez. Aguántame un ratito.

Paralelamente, a partir de septiembre de 1973, junto con el magnífico poeta satírico orizabeño Pancho Liguori y otros colaboradores, Paco empezó a publicar El Chakiste, periódico quincenal escrito en verso, financiado totalmente por Rafael Lechuga Mont el Chino, uno de sus íntimos amigos, y que en marzo de 1974 tomaría el nombre de El Chaquiste Versador. El subtítulo de este periódico (con formato de 30 centímetros de ancho por 40 de largo) era por demás elocuente: “Juguetón y Bullanguero”, y sus editores lo presentaban, no sin cierta sorna, como el “Órgano del Taller de Poetas y Aprendices de la Bohemia Veracruzana”. Tenía, además, un revelador epígrafe de Emilio Cantarel que ponía en entredicho un famoso verso del poema “Asonancias” del vate porteño Salvador Díaz Mirón: “En esta vida por desgracia nuestra / he comprendido ya con gran tristeza, / que sí tiene derecho a lo superfluo / quien de estrecha honradez / siempre carezca”. En el número 1 de El Chakiste, (publicado el 5 de septiembre de 1973) Liguori escribió siete “Décimas en Homenaje a Paco Píldora”, que pintan de cuerpo entero y en forma admirable a este estampador del puerto; baste como muestra un botón: “Saludo a Paco Rivera, / jarocho de buena ley, / de los copleros el rey, / y vate aunque no lo quiera. / Porque con su guayabera, / su aspecto de hombre maduro / y su cigarro y su puro, / de su Veracruz amado / conoce bien el pasado / y vaticina el futuro”.

Asimismo, Paco redactaba y leía cada año el Bando Solemne del Carnaval, en el cual, además de dar a conocer públicamente el testamento de Juan Carnaval y de mandar línea sobre el comportamiento a seguir a todos los amantes de las fiestas carnestolendas, se pitorreaba sin ambages de las sacrosantas autoridades locales y de todo aquello que anduviera “chueco”, ante la presencia de sus amigos de juerga, todos disfrazados, entre ellos Ismael Hernández Vázquez Chatosky, Chucho Herrera, Amado Reyes, Bibí Martínez, Rafael el Loco Oroza y el Chocho Perea, y de la alborotada plebe jarocha que abarrotaba el Malecón del Paseo, el zócalo o la calle de Morelos, frente a la Biblioteca del Pueblo.

Por si fuera poco, Paco Píldora se daba tiempo para involucrarse en aventuras absolutamente quijotescas, como fue, sin duda, la inolvidable “campaña” de Salvador Kuri Jatar, alias Sakuja, en 1958, por la presidencia municipal de Veracruz representando al “Partido Reformista Inmaculado”. La utópica como subversiva “plataforma de gobierno” de este conocido comerciante de telas de origen siriolibanés decía a la letra:

El Ayuntamiento se compondrá únicamente de: el presidente municipal, que tendrá labores de tesorero, un síndico que se encargará de la banda infantil del Hospicio y un regidor para los ramos de policía y educación, que trabajarán unidos, pues a mayor educación menos policía, todos los funcionarios que trabajen en palacio no cobrarán sueldo, y desaparecerán de inmediato los inspectores por ser su presencia del todo inútil en la ciudad, el orden y la vigilancia se hará por medio de los jueces de manzana, que atenderán las quejas de los vecinos; el agua, la luz y la limpieza será motivo del cuidado diario de la ciudadanía que turnándose ejecutará estas funciones.

Pero más que su “plataforma de gobierno”, lo que le preocupaba al Partido Revolucionario Institucional, que entonces gobernaba el país de manera autocrática, era que los mítines del popular Sakuja, realizados en la Plaza de la Constitución, eran cada vez más nutridos y sus miles de partidarios (hecho inédito) llegaban “por su propio pie y sin molestos y obligados acarreos”, entonando: “¡Puja, empuja y arrempuja!… ¿Quién? ¡¡Sólo uno… Sakuja!! ¡¡Tácaselo Salvador!!” Entre sus seguidores, por supuesto, no podían faltar personajes como la Chilorio, el Loco Amado, Tanislao, la Negra del Chongo y el Bombero. Así, ante el creciente arrastre que Sakuja iba adquiriendo entre los variopintos contingentes de trabajadores locales y la población en general, el pri-gobierno intentó, en un primer momento, boicotear los mítines del “Reformista Inmaculado” cortando la luz eléctrica en el circuito del Zócalo. Pero como los líderes de este “partido político de oposición” pretendían tomar el Malecón del Paseo, a la altura de las ruinas del quiosco Atlántida, para continuar haciendo ahí sus concentraciones multitudinarias, a las autoridades estatales no les quedó más remedio que echarles encima a la fuerza pública, montada y de a pie, para cortar de raíz esta “afrenta política”, que si bien es cierto había empezado como una broma, cada vez más iba adquiriendo ribetes de seriedad inadmisibles. “Ahí terminó […] la candidatura de Sakuja a la alcaldía –rememoraba el vate veracruzano– y me gané su enemistad y su rencor, pues le dijeron que [yo] ya me había vendido por 25 mil pesos, cosa ésta [que no era cierta] pero que jamás me perdonó y me alejó de su amistad”.

Ya en los años sesenta, cuando Agustín Lara vivía en Veracruz con Rocío Durán, Paco participaba en los programas de radio para la xew que se transmitían a control remoto desde la mágica Casita Blanca, la cual le había regalado al Flaco de Oro el entonces gobernador de Veracruz Marco Antonio Muñoz. En esos célebres programas participaron, además de Agustín y Paco, casi siempre en pareja, Pedro Vargas y Toña la Negra, Alejandro Algara y Rebeca, Pepe Guízar y Amparo Montes, entre otros famosos cantantes. Sobre el ambiente festivo que se respiraba en dichos programas, Coco Durán recuerda:

Desde la Casita Blanca mi papá [Agustín Lara] aceptó hacer unos programas de radio para la xew. El patrocinador era la Compañía General de Aceptaciones. Paco Rivera, el mejor pregonero de Veracruz, gran literato, periodista y colaborador del periódico El Dictamen, improvisaba, entre cada canción, un verso con sal y pimienta. Lo mismo hacía nuestro compadre Popocha. Cada semana llegaba el equipo que se comprendía del locutor Ignacio Santibáñez, dos cantantes y doce técnicos, en el vuelo de las 12:00 p.m. Había que darles de comer y de beber a todos. Aquello, más que transmisión del programa, era una fiesta radiada y amenizada por los Tigres de la Costa. Ensayaban y comían como benditos. El programa pasaba a las 8:00 p.m. Se ponían altavoces afuera de la Casita Blanca para que los tumultos [que había afuera] siguieran el programa. Todos los programas eran un éxito, pero quizá el más recordado fue en el que participaron Pedro Vargas, Pepe Guízar, Rebeca y mi papá. […] Afuera la gente se subía en los toldos de los automóviles, se subían a la reja de la casa y ensuciaban toda la calle, y no faltó la vez que temí que hasta se bebieran el mar. Cuando se presentó Amparo Montes con Alejandro Algara, la gente empezó a llegar una hora antes, a pie, en carro, en carretas, con sillas; y pidieron a gritos que pusieran una bocina más. Mi papá se condolía y solía abrir las puertas de la casa, y estas fiestas se prolongaban hasta el alba. Se hicieron quince programas maravillosos. Por otro lado, cada festejo le costaba a mi papá cinco mil pesos de aquella época. Era más caro el caldo que las albóndigas. Pero lo más importante era lo que estas transmisiones y muestras de cariño de su público veracruzano le aportaban a mi papá: ya no pensaba en su enfermedad, en el D. F. Más que el vino, lo que le embriagaba era su popularidad.

Camino hacia la inmortalidad
En 1981, la agitada vida de Francisco Rivera se ve interrumpida abruptamente por una severa trombosis que casi acaba con su vida. Un poco pesimista (aunque no amargado) ante el ambiente de inseguridad que según él se vivía en la ciudad de Veracruz en ese momento, decide irse con su esposa Imenia, en una especie de “autoexilio voluntario”, a Tuxtepec, Oaxaca, donde ya vivía su hija Dulce María con su esposo José Algimiro y sus cuatro hijos.

Me voy de aquí –declararía el cronista a un medio local– porque se ha deshumanizado la gente que vive en el puerto, vivimos una eterna zozobra, no hay seguridad; los pocos veracruzanos que quedamos nos sentimos extraños en nuestro propio lugar de origen y me voy a Tuxtepec a radicar definitivamente, porque creo que allá voy a ser útil y podré servirle desinteresadamente a ese pueblo que es ordenado, pacífico y donde creo que todavía no ha llegado la maldad. Quiero cuidar a mi compañera y vivir los últimos años que me quedan en paz y tranquilamente y sin esta angustia que vivo en Veracruz […] Ahí tengo ya planeado hacer mi “parroquia”, porque tengo amigos con quienes puedo fundar una peña para perder una o dos horas y platicar de lo que es nuestro.

Don Paco, un tanto nostálgico, se quejaba también de que a los jóvenes de fin de siglo ya no les interesaba el pasado y la cultura de Veracruz, y de que los lazos de solidaridad que caracterizaban a los habitantes de antes ya habían desparecido:
Tal vez por los años que tengo, setenta, yo esté mirando las cosas de otro modo, pero […] los jóvenes no conocen lo que es Veracruz, posiblemente porque no hemos tenido la capacidad y la paciencia de enseñarles nuestras tradiciones, nuestra historia y por eso vemos tantos desmanes […]

El Veracruz que yo viví creo que nunca volverá, porque están desapareciendo sus famosos patios de vecindad. Aquella llave de agua, los lavaderos, el inodoro, que eran servicios comunales y que se pudiera pensar fueran factores de envidia y pleitos, servían para unir más a los vecinos y para hacer más llevadera la convivencia. En la actualidad ya no es posible ver […] que los vecinos se ayuden mutuamente. Todo eso se ha perdido.

Sin embargo, y a pesar de todo, luego de siete años de “autoexilio voluntario” durante el cual sus familiares y amigos lo apapacharon, y relativamente repuesto de su enfermedad, aunque con algunas “contrariedades” en su salud por las medicinas que debía tomar y las secuelas que le dejó la trombosis, Paco regresó a su amado Veracruz. Y si bien ese exquisito poeta satírico que fue Liguori, afirmó en una sus “Décimas en Homenaje a Paco Píldora”: “Él dice que ya no espera / ni permite que lo aclamen, / ni que poeta lo llamen / y que ya pasó a la historia, / ¡porque sabe que su gloria / no necesita dictamen!”, lo cierto es que al final de su fructífera, jocosa y sencilla existencia le llovieron las distinciones y reconocimientos, muy a pesar suyo.

Así, en 1988, justo cuando cumplía ochenta años de edad, su querido amigo Gregorio Rodríguez Terán (mejor conocido como Goyo Mondongo, ex monarca del Carnaval de Veracruz), con el apoyo de Adela Lagos Ramón, promotora del Instituto Veracruzano de la Cultura (ivec), le organiza un cálido y merecido homenaje, en el que participan Guillo Cházaro Lagos, Roberto Luis Prado Miravete, Félix Martínez González, Nayo Lorenzo Camacho, Rafael Lechuga Mont el Chino, Rodrigo Gutiérrez Castellanos, Constantino Blanco Ruiz Tío Costilla, Ismael Hernández Vázquez Chatosky, Germán de la Maza Vázquez, Aurelio Morales Morales, Mariano Martínez Franco, Manuel Pitalúa Flores, Tolentino Díaz Carrera, entre otros poetas y trovadores amigos del bardo porteño.

Ese mismo año el ivec le publica Estampillas jarochas, una extraordinaria compilación de sus punzantes décimas aparecidas en los periódicos locales, en particular en El Dictamen y Notiver. En la “Nota preliminar” de este libro (cuya reedición es urgente), Jaime G. Velázquez escribió:

El título, Estampillas jarochas, implica tanto una dedicatoria: marbete del ingenio pegado en el sobre de las cuentas pendientes, como un reconocimiento: sello de origen, testimonio generoso de un lugar para coleccionistas. Es también una singular correspondencia entre porteños: guiños, palmadas y puntapiés; convenio entre diplomacia y franqueza, envíos de común acuerdo entre el satírico y los deudores de la ciudad. Locura a voces que es un pacto más entre los ciudadanos –lo inexplicable de remontar la vida a pesar de todo, ir triunfando, tratar de que no se pierda más si el Norte se lleva casi todo–: el humor es cruel, olvida los nombres de los lectores porque en las ciudades todo le pasa a otro, el de enfrente. Y la memoria es tenaz frente a las mentiras de los “empalagosos cronistas”, mentirosos. La sensación que producen estas estampillas es, entonces, algo familiar: el fragmento de una historia cuyo desenlace está a la vista, a veces bien, a veces mal.

Un poco antes, el 16 de diciembre de 1987, el presidente municipal de Veracruz Gerardo Poo Ulibarri lo nombra Cronista de la Ciudad; unos años después, el 22 de marzo de 1991, siendo alcalde Guillermo González Díaz, en sesión solemne de cabildo es declarado Hijo Predilecto de Veracruz, y finalmente, en 1992, el Gobierno del Estado de Veracruz, en manos del gobernador Dante Delgado Rannauro, le otorga la medalla General Ignacio de la Llave. Inclusive desde 1981, como un reconocimiento a su labor cultural y literaria, una calle de la ciudad lleva el nombre de Francisco Rivera Ávila.

Dos años después de haber recibido la medalla, el 1 de junio de 1994 Paco dejó de existir luego de librar y perder la última batalla contra la muerte, rodeado de sus seres queridos. “Murió el rey de la trovada, el coco de Sotavento / qué extraordinario talento / qué mente tan despejada”, escribió Tío Costilla, al inicio de unas décimas de cuarteta obligada, tituladas “Homenaje póstumo a Paco Píldora”, desde Lerdo de Tejada, el 16 de junio de ese año. Con Paco se iba el viejo Veracruz, que ahora, por desgracia, sólo permanece en sus crónicas versadas y en las fotografías de Santamaría, José F. Bureau, Manuel Bada, Manuel Reyna y Raúl Varela, entre otros artistas de la lente. Como atinadamente señaló Jaime G. Velázquez unos días después: “Al morir él, un enorme vacío, un gran miedo, una inacabable prisa nos empuja: quisiéramos sacar todo lo que hemos leído y todo lo que hemos visto para que toda la ciudad sepa que un enorme edificio natural ha caído, que un bosque de miles de hectáreas ha desaparecido, que una biblioteca se ha vuelto polvo ilegible”. Dos meses y medio después de su muerte, el 16 de agosto de 1994, acaso agobiada por la tristeza y la ausencia de don Paco, falleció la mujer que por más de medio siglo había vivido a su lado, en las buenas y en las malas: Imenia Tiburcio de Rivera, mejor conocida como doña Pico.

Don Paco ya no está con nosotros, ya no nos puede contar, con “ingenio, donaire y gracia”, una y mil historias del Veracruz de ayer y de hoy a través de sus versos portentosos, mientras se fuma un cigarro de marca Delicados y toma un café negro para reavivar su prodigiosa memoria. No nos queda más que abrevar en su vasta obra que nos ha legado; empero, estamos seguros de que en el más allá de las letras veracruzanas –donde debe estar haciéndole compañía a Miguel Lerdo de Tejada, Francisco del Paso y Troncoso, Manuel y Salvador Díaz Mirón, y Juan Vicente Melo– sigue escribiendo, bajo cualquier pretexto o circunstancia, sus “estampillas jarochas” para deleite de los habitantes de esa privilegiada dimensión literaria.

Bibliografía
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Loaeza, Guadalupe y Pavel Granados. Mi novia, la tristeza, México: Océano, 2008.
Mancisidor Ortiz, Anselmo. Jarochilandia, México: Talleres Gráficos de la Nación, 1971.
Reyes, Oscar Pedro. “Paco ‘Píldora’: el arte de escribir periodismo en verso”, en Diario de Xalapa, 1990.
Rivera, Paco. Veracruz en la historia y en la cumbancha, con una selección de poemas jarochos, México: Imprenta Corona-Castilla, 1957.
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____. Semblanzas veracruzanas, Veracruz: H. Ayuntamiento de la Ciudad de Veracruz, 1991.
____. Algo sobre el danzón, Veracruz: H. Ayuntamiento / Comisión Ciudad de Veracruz del v Centenario 1492-1992, 1992.
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Silva Sosa, Leticia. “Paco Píldora: lo cronista lo soy de corazón”, en Perfil de Veracruz, abril de 1991.
Velázquez, Jaime G. “Francisco Rivera Ávila, inolvidable poeta”, en La Ventana Cerrada, núm. 26, 7 de junio de 1994.
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Veracruz, Directorio No. 9, Ericsson, s. l., 1945, 278 pp.
Veracruz, Directorio Telefónico 21, Teléfonos de México, S. A., s. l., 1958, 114 pp.

Archivos
Fondo Francisco Rivera Ávila, Archivo y Biblioteca Históricos de Veracruz (ffra-abhcv), documentos varios y artículos periodísticos sueltos de El Dictamen y Notiver, principalmente, la mayoría sin fecha, así como algunos ejemplares de los periódicos El Chakiste y El Chaquiste Versador (1973-1974).

Entrevistas
María Cristina y Dulce María Rivera Tiburcio, Veracruz, Ver., 4 y 12 de diciembre de 2008, respectivamente.

Agradecimientos
En la elaboración de este trabajo fue esencial el apoyo, la confianza y la hospitalidad de la arquitecta Concepción Díaz Cházaro, directora del Archivo y Biblioteca Históricos de la Ciudad de Veracruz (abhcv), y de María del Rosario Ochoa Rivera, responsable del Fondo Francisco Rivera Ávila del abhcv. A ambas doy mi agradecimiento sincero.

*  Publicado en Personajes populares de Veracruz, Félix Báez-Jorge (coord.), Gob. Edo. Veracruz / Sec. Educación Edo. Veracruz / Universidad Veracruzana, México, 2010.


Revista # 7 en formato PDF (v.7.1.2):

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El fandango de artesa y sus transfiguraciones

La Manta y La Raya # 7                                                                marzo 2018


El fandango de artesa y sus transfiguraciones

Carlos Ruiz Rodríguez

Introducción

Hubo un periodo en la historia de la investigación en que se consideró que la cultura expresiva, dependiente principalmente de la tradición oral, no era cambiante: la música, la danza, la literatura oral, tendían a permanecer estáticas y eran asumidas de esa manera por una mayoría de estudiosos. Si bien es muy probable que hasta antes del siglo XX los contextos sociales, la intensidad del contacto cultural y el entorno tecnológico en los que se desenvolvían estas expresiones hayan favorecido que los cambios culturales fuesen más pausados en comparación con las dinámicas que caracterizan a nuestros días, la cultura, como lo han confirmado muchas investigaciones de las últimas décadas, siempre ha sido procesual. Aunque seguramente nos falta todavía reflexionar sobre “la velocidad” con que han ocurrido los cambios culturales a lo largo de la historia, sin duda, el tipo de cambio, sus causas y sus complejos contextos han ocupado desde hace media centuria un lugar importante en el estudio académico.

El cambio cultural ha sido un tema clásico en la antropología. En la investigación etnomusicológica se le ha dedicado bastante atención por lo menos desde hace media centuria; una de las certezas a las que han llegado los estudios sobre el cambio musical es que se trata de un fenómeno bastante complejo, sobre todo a partir del siglo XXI. La literatura clásica de la disciplina tiende a conceder que siempre habrá elementos de continuidad o estables en una cultura musical; empero, si bien estos elementos pueden volverse profundamente significativos, en términos generales, las investigaciones han sido sensibles a parámetros de análisis dinámicos, principalmente los concernientes al sonido musical: sustitución de repertorios, grado de variación permitido en la reproducción del repertorio, adición o integración de elementos musicales y repertorios externos a la cultura,entre otros.

Atendiendo a algunas de estas premisas, el presente ensayo reflexiona en torno alos procesos de cambio que ha vivido una de las más representativas expresiones músico-dancísticas afrodescendientes de México: el llamado “Baile de artesa” de la Costa Chica. Así, se ofrece una descripción del antiguo fandango de artesa en contraste con su manifestación actual, para estimar la estabilidad y el cambio en esta expresión de añeja procedencia histórica y vigente presencia cultural.

 

La diversidad músico-dancística costeña

En el litoral sur del Pacífico mexicano, la franja costeña que corre desde Acapulco, Guerrero hasta Puerto Ángel, Oaxaca, ha sido, por tradición, localmente denominada Costa Chica. Aunque en esta región predomina la población afrodescendiente, las partes que suben hacia las montañas, en la vertiente externa de la Sierra Madre, son habitadas principalmente por comunidades indígenas, tanto en Guerrero, como en la fracción oaxaqueña. Una mayoría mestiza caracteriza a las entidades más pobladas como Ometepec o Pinotepa Nacional. La Costa Chica conforma un mosaico pluricultural con características y relaciones interétnicas que generan procesos identitarios específicos, dichas relaciones tienen larga historia y remonta sus raíces hasta los más tempranos tiempos coloniales, época en que la trata esclavista y la relación marítima con Sudamérica y el Sureste asiático favorecerían condiciones peculiares en las que gradualmente se configuraría la cultura de la región.

En el entorno costeño, las expresiones músico-dancísticas tradicionales afloran, apuntalan y forman parte de los contextos sociales que les dan vida, la música carga de especial significado a las distintas ocasiones.(1) En esta región las expresiones músico-dancísticas tradicionales todavía forman parte inherente del ciclo vital colectivo e individual: formas celebratorias, festivas y rituales que recuerdan la propia historia, configuran identidades y tejen lazos sociales, entre otros importantes roles. En las expresiones tradicionales, la música generalmente va acompañada de formas poéticas verbales y manifestaciones dancísticas, en muchos casos como una sola unidad.

En tal perspectiva, dentro del rubro de las danzas, aparecen primero en escena tradiciones de prosapia colonial vinculadas al ámbito religioso por algunos llamadas genéricamente “Moros y Cristianos”(2) o también “Danzas de Conquista”,(3) pero a las que, en las comunidades afrodescendientes de la Costa Chica se les conoce como “Baile de Moro”, “Doce pares” y “La Conquista”. Quizá emparentada con las danzas de labor evangelizadora, aunque como derivación regional propia de un entorno estanciero colonial, se encuentra la danza del “Toro de petate”, también denominada “Vaqueros” o “Juego del toro”. Otra expresión dancística fuertemente ligada a la identidad afrodescendiente es la “Danza de diablos” que todavía durante el segundo tercio del siglo XX era denominada “Juego de diablos”. En la región, la mayoría de las danzas se encuentran vinculadas a la temática ganadera, aun cuando la pesca, la minería y el cultivo agrícola (especialmente del algodón) tuvieron relevancia histórica en la región. Esto obedece al fuerte antecedente ganadero que compartieron los contingentes de africanos llegados a México. Es indudable que las actuales manifestaciones músico-coreográficas son representaciones que aluden el entorno estanciero colonial, sin embargo, en algunos casos, sus precedentes pueden enlazarse a antiguas tradiciones africanas transculturadas durante largos periodos de tiempo.

Las danzas arriba mencionadas son algunas de las expresiones más representativas de las colectividades afrodescendientes. No obstante, otras expresiones musicales pueden encontrarse en la costa, algunas de ellas vinculadas a formas poéticas y al gusto por el uso creativo y artístico del lenguaje. La transmisión del conocimiento sigue fundamentándose en la tradición oral, no obstante, con los pronunciados cambios regionales ocurridos durante la segunda mitad del siglo XX (medios de comunicación masiva, comunicaciones terrestres, migración), los músicos tradicionales han venido a menos siendo escaso su número en varios lugares de la costa.

El fandango de artesa ayer

Otra tradición de ascendencia colonial es una forma festiva enlazada a las ocasiones fandangueras llamada hoy “Baile de artesa”. Dicha expresión refiere a la costumbre afrodescendiente de bailar en celebraciones festivas comunitarias sobre una plataforma zoomórfica a la que se le da el nombre de artesa. La artesa es un cajón de madera de una sola pieza y grandes dimensiones que tiene labrado en sus extremos la forma de la cabeza y cola de algún animal. Antiguamente, en la región, a la ocasión en que se bailaba sobre una artesa se le denominaba fandango o fandango de artesa. Esta denominación y su carácter general la vincula estrechamente con la manifestación que durante el periodo colonial fue conocida como fandango: espacio festivo de construcción colectiva en el que confluía canto, música, comida y bebida alrededor del baile sobre una plataforma.

Desde tiempos coloniales, el fandango formó parte de las ocasiones festivas de las poblaciones de origen africano de la Costa Chica, sin embargo, por distintas circunstancias, el fandango cayó en desuso a mediados del siglo XX en casi toda la región. Esta “intermitencia” duraría hasta la década de los ochenta, fechas en que el fandango resurge (como resultado de la llegada de algunos investigadores a la región) aunque con sustanciales cambios, entre los que destaca la propia denominación de la expresión, que desde este resurgimiento es comprendida como baile de artesa. En este nuevo ímpetu, el “baile de artesa” cobró vida en dos comunidades: primero, durante los ochenta, en San Nicolás de Tolentino, Guerrero; más tarde, a mediados de los noventa, en El Ciruelo, Oaxaca.(4) Por su parte, en Cruz Grande, Guerrero, se conservó la tradición de manera ininterrumpida, pero emparentada a las expresiones fandangueras de la Costa Grande y la Tierra Caliente, utilizando como figura central de su ensamble instrumental el arpa grande y algunas particularidades en el repertorio.(5)

Según los testimonios orales, hasta mediados del siglo XX, el fandango de artesa tenía un papel fundamental en todas las festividades de la Costa Chica para “cerrar” la ocasión de festejo. Los principales eventos en los que se usaba eran las bodas, la fiesta en honor a Santiago Apóstol y los velorios de angelito. De los antiguos fandangos se dice que al ejecutar el repertorio, la gente se acomodaba alrededor de músicos y artesa, aplaudiendo o gritando a quien participaba en el baile. La mayoría de las personas que -según cuentan- eran buenas para el baile de antaño eran mujeres; los hombres se destacaban por el redoble y el baile donde la mímica jugaba un papel fundamental. Según relatan, era común que hubiera enfrentamientos orales, denominados careos o retadas, donde se hacía uso de la amplia riqueza oral afrodescendiente. También eran frecuentes los desafíos o controversias cantadas, en los que se improvisaba el contenido de los versos respetándose la línea melódica de la pieza en turno. No había, en consecuencia, un cantante designado como tal, sino que cualquier persona de la concurrencia podía participar en el canto; no obstante, se menciona que la mayor participación al cantar era de parte de los tamboreadores.

Los informes también dan cuenta enfática del extenso número de piezas que constituían el repertorio, pudiendo durar un fandango hasta tres noches seguidas (con sus días) sin que se repitiera una sola chilena. Al carecer de energía eléctrica se alumbraban con una gran rama de ocote encendida o con lámparas de aceite. Por su parte, el conjunto instrumental para acompañar el baile sobre artesas incluía dos o más de los siguientes instrumentos: cajón o tambor (membranófono de marco), violín, bajo, guacharrasca y jarana. En la zona de Cruz Grande la instrumentación típica se conformaba de arpa “tamboreada” y jaranas.

El baile de artesa hoy y
sus transfiguraciones

Varios cambios pueden advertirse entre los tiempos antiguos del fandango y el actual baile de artesa. Al ser ésta una tradición que resurge mediante la intervención de investigadores (a inicios de los ochenta), la influencia de estos y la de los escritos publicados ha ejercido efectos notorios en la tradición oral. Este aspecto es claramente observable cuando se toca el tema de los significados en torno a esta tradición. En la literatura alusiva es frecuente encontrar que los orígenes del baile sobre artesas se vinculan al antiguo baile sobre canoas volteadas sobre el suelo. Si bien la artesa se construye –en un comienzo- de manera similar a como se construían las canoas en la región, no hay evidencia clara de que se halla bailado sobre canoas como práctica tradicional. En general, en la región, sólo algunos coinciden vagamente con esta idea, al parecer más influidos por los comentarios de los investigadores que por la propia tradición oral. La mayoría de los testimonios afirman que, por lo menos desde fines del siglo XIX en la Costa Chica, las artesas se construyeron labrando en sus extremos la cabeza y cola en la forma de algún animal, y con la función ex profesa de bailar sobre ellas.

A decir de algunos, la forma animal de la artesa tendría una función meramente ornamental, sin embargo, es posible argumentar que las raíces de esta tradición procedan de otra dirección. De acuerdo a los testimonios de Melquíades Domínguez, antiguo cantador de la agrupación de artesa de San Nicolás, las viejas autoridades de su comunidad decían que la artesa recordaba dos cosas: por un lado, el que ellos (negros y mulatos) habían sido llevados a esas tierras para la labor vaquera; por otra parte, la figura animal labrada en la artesa representaba a los blancos, por lo que el baile sobre artesas figuraba el no haber podido ser dominados por el “amo español”. Los antecedentes históricos de estas comunidades encajan coherentemente con las aseveraciones de Melquíades, es muy posible que se haya tratado de perdurar, mediante baile y música, el recuerdo de la destreza de los afrodescendientes para la labor vaquera. No es casual que sean figuras de toro, vaca o caballo, las formas labradas en las artesas afrodescendientes, pues bien pudieron haber sido grandes bateas escarbadas sin forma animal alguna, como las tablas de la Costa Grande.

Por otra parte, la artesa no solo contiene el recuerdo de la habilidad en la monta y doma ganadera, sino la memoria de una noción más profunda vinculada a la propia identidad afrodescendiente colonial, es decir, el recuerdo de burlarse de los blancos cuando los negros bailaban sobre el tronco ahuecado. Al asociar la figura del caballo con la imagen del español, el baile de artesa bien pudo expresar de manera metafórica, bailar sobre un blanco, es decir, reiterar el carácter que situaba al negro por encima y fuera del dominio español. Sin embargo, estas nociones prácticamente son desconocidas a la mayoría de la población afrodescendiente; posiblemente, estos significados fueron quedando en el olvido de manera paralela a como fue quedando atrás la circunstancia histórica que les daba sentido: la esclavitud, los conflictos interétnicos y el fundamental papel de la ganadería.

El resurgimiento del baile de artesa está muy ligado a las condiciones en las que emerge; sus características relegan necesariamente los principios socioculturales que la sustentaban y derivan en cambios profundos en todos los niveles de la práctica musical. Esto se refleja en el cambio de contextos en los que se reproduce esta tradición: el resurgimiento de la artesa no busca reinstalarse en los contextos tradicionales en que afloraba, sino que integra su performance casi por completo al formato institucional escénico (de “sala de concierto”). Antes de la intermitencia de esta tradición, el fandango conservaba sus contextos tradicionales: las bodas, los angelitos, la fiesta en honor a Santiago Apóstol o fiestas patronales locales, aunque se utilizaba para casi toda ocasión celebratoria. Luego de su desaparición y resurgimiento, el baile de artesa no se reincorporó a estas ocasiones festivas colectivas, sino que prácticamente reaparece, primero, en eventos de instituciones culturales, y después, en encuentros políticos reivindicatorios de la identidad afrodescendiente. Si bien en Cruz Grande ocasionalmente se integra a sus contextos tradicionales, en San Nicolás y en El Ciruelo esto ya no ocurre desde hace muchos años.

El cambio de contextos performativos del fandango se vincula a otro de los cambios significativos en la tradición, es decir, la disolución de sus funciones tradicionales en las comunidades afrodescendientes. Tanto en las fiestas patronales, como en los rituales funerales y las bodas, el fandango tenía como función proveer de un espacio socialmente consensado para convivir, compartir, solidarizarse, entretenerse y crear vínculos con el sexo opuesto, además de reforzar la cohesión social y reafirmar la identidad colectiva. Actualmente, esas funciones se han reducido prácticamente a conformarse como una expresión cultural que se instituye como emblema identitario en el actual movimiento político y reivindicatorio de la identidad afrodescendiente.El hecho mismo de comenzar a calificar esta expresión, denominada fandango, como baile, marca un cambio sustancial en esta tradición. De alguna manera, el baile de artesa se “reinventa” partiendo del fandango, pero ya no como una construcción social, sino de un grupo de personas que si bien parten de elementos formales de la memoria, obedece a funciones sociales distintas a las que histórica y socioculturalmente estaba integrado.

Un rubro más tiene que ver con las conductas en torno a la tradición. Las ocasiones performativas evidentemente han cambiado: la participación colectiva que caracterizaba a los fandangos ahora se restringe a la participación principal de los bailadores de las agrupaciones, ocasionalmente invitando a bailar a los espectadores sobre la artesa, en el formato escénico ya mencionado. El público audiente, al estar separado de los ejecutantes entre escenario/butacas de espectadores, hace un tanto pasiva su participación durante la ejecución del baile. Algo similar sucede con el rol de músico, pues en tiempos antiguos no existía un grupo de músicos estandarizado, sino que cualquiera que pudiese tocar o cantar, lo hacía en el momento del fandango. Las piezas en tiempos antiguos eran resultantes de la ejecución colectiva, pudiendo tomar el rol de músico casi cualquier asistente a la ocasión.

Además de que varios aspectos de los conceptos, conductas performativas, contextos y funciones socioculturales cambiaron, su resurgimiento implicó también transfiguraciones en la cuestión estrictamente musical y dancística. Un primer rubro tiene que ver con la composición de las piezas y la cantidad de repertorio utilizado; los testimonios orales dan cuenta de la drástica reducción de repertorio en tiempos actuales en San Nicolás. Asimismo, hoy el texto de las piezas ya no es improvisado colectivamente, como antaño, sino que tiende a ser memorizado y cantado por una sola persona. También se menciona que existía mayor riqueza improvisatoria en la ejecución tanto instrumental como dancística. En el caso de San Nicolás y El Ciruelo, hoy el baile se ha estandarizado y simplificado; los tiempos en que las mujeres se destacaban por su habilidad en el baile y los hombres por sus competencia en el diseño de textos improvisados en el canto no volvieron. Recientemente, en San Nicolás, puede advertirse la integración ocasional de diseños coreográficos colectivos, tipo “ballet”, contrastante con el tradicional baile de parejas sueltas independientes con pañuelo. En contraste, en el caso de Cruz Grande se conserva una mayor diversidad coreográfica y se mantienen muchos elementos que se mencionan en los testimonios orales sobre las formas de baile de tiempos antiguos.

Consideraciones finales

En otro lugar se han abordado las posibles causas de declive y resurgimiento de esta tradición, las cuales son múltiples y complejas: una red de circunstancias y factores vinculados durante un largo periodo de tiempo a condiciones históricas específicas.(6) Actualmente la valoración y vigencia del baile de artesa en las comunidades que conservan esta tradición es variable. Los valores y condiciones socioculturales han cambiado repercutiendo en los conceptos, conductas y funciones ligados a esta tradición. El baile de artesa es una herencia cultural muy remota para los jóvenes actuales, aun cuando para los viejos siga siendo el recuerdo de continuidad con el pasado así como un importante rasgo de identidad.

En general, las tradiciones musicales son vistas de diferentes maneras por las distintas generaciones costeñas; de acuerdo a ese significado, son usadas y asumidas de maneras específicas. Acorde a ello, pueden ubicarse tres franjas generacionales: las generaciones de mayor edad, los “viejos”, los adultos “maduros” y los jóvenes. Los primeros tienden a ver a las tradiciones como expresiones valiosas con las que crecieron, y que incluso conservan todavía vínculo con la matriz sociocultural que les dio vida, pero que tienden a perderse irremediablemente, de algún modo como resultado de procesos “naturales”. Los segundos, es decir, los maduros, fueron testigos de cambios sustanciales en el entorno socioeconómico y cultural y tratan de conservar sus tradiciones con un margen variable de flexibilidad, adecuándose a las condiciones actuales. Los jóvenes en definitiva usan y asumen su herencia cultural en su propio beneficio percibiendo a las tradiciones como un medio o alternativa más de sobrevivencia, incluso apuntando hacia la “espectacularización” de sus tradiciones.

No obstante al enorme esfuerzo empeñado en el resurgimiento de esta tradición en San Nicolás y en El Ciruelo, puede observarse como su desarrollo ha sido accidentado y difícilmente se podría afirmar que se ha consolidado una revitalización en ambas comunidades. El alto índice de emigración y la influencia de los medios electrónicos masivos influyen fuertemente en la precaria perduración de esta tradición: desde hace unas tres generaciones la música de “conjunto” y los “sonidos” han ganado terreno en las preferencias locales.Aquí es perceptible como, en términos generales, las sociedades demandan innovación a sus creadores; se valora la innovación en lugar de la imitación de modelos ya creados. Finalmente, el condicionamiento social de la reproducción de la tradición y las sanciones negativas y positivas del grupo al que pertenece son centrales para su perduración o declive.

 

Notas

1 Un recuento extenso sobre las expresiones músico-dancísticas y musicales de la Costa Chica puede encontrarse en Carlos Ruiz Rodríguez, “La Costa Chica y su diversidad musical: ensayo sobre las expresiones afrodescendientes”, en Fernando Híjar Sánchez (coord.), Cunas, ramas y encuentros sonoros. Doce ensayos sobre el patrimonio musical de México, México, DGCP-CONACULTA, 2009, pp. 39-81.
2 Arturo Warman, La danza de moros y cristianos, México, SEP, 1968.
3 Jesús Jáuregui y Carlo Bonfiglioli (coords.), Las Danzas de Conquista, México, CONACULTA-FCE, 1996.
4 Un acercamiento sobre esta tradición en las dos comunidades mencionadas puede verse en Carlos Ruiz Rodríguez, Versos, música y baile de artesa de la Costa Chica, México, El Colegio de México, 2005.
5 Hasta mediados del siglo XX, la comunidad de Cruz Grande fue un prolífico centro de músicos arperos y grupos fandangueros de amplia influencia en toda la zona. De ese antiguo esplendor musical fandanguero sólo queda actualmente la destacada agrupación de Los Gallardo.
6 Cfr. Carlos Ruiz Rodríguez, “Del fandango al baile de artesa. Declive, resurgimiento y sobrevivencia de una tradición musical de la Costa Chica”, en Amparo Sevilla (ed.), El fandango y sus variantes. iii Coloquio Música de Guerrero, México, INAH, 2013, pp. 249-266.

 

Una versión más extensa de este trabajo -que incluye más referencias y otras fotografías- fue publicada en 2016 por la Universidad Autónoma de Chiapas: 

– Ruiz Rodríguez, Carlos. “Las transfiguraciones de las danzas tradicionales afrodescendientes de la Costa Chica”, en Oliva, Aurora (coord.), Transfiguraciones de danzas tradicionales. Ensayos y entrevistas. Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, Universidad Autónoma de Chiapas, 2016, pp. 100-131. ISBN: 978-607-8573-05-9. 

 


Revista # 7 en formato PDF (v.7.1.2):

 

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Dos textos sobre Carlos Escribano Velasco

La Manta y La Raya # 7                                                                marzo 2018


Dos textos sobre
Carlos Escribano Velasco

 

1

Andrés Moreno Nájera

Vi tocar a Carlos Escribano por primera vez allá por 1978 ó 79, en el primer concurso de jaraneros que se realizó en Tlacotalpan, evento efectuado a un costado del parque, del lado de la iglesia de San Cristóbal. Uno de los requisitos de dicho evento era ir ataviado con el traje emblemático del jarocho, todo de blanco, paliacate al cuello, sombrero de cuatro pedradas y botines.

En ese tiempo se escuchaba mucho un programa de la XEU de Veracruz donde tocaban “Los Tigres de la Costa” de Delfino Guerrero Chípuli, y su estilo de ejecutar los sones influía en la gente del campo y la ciudad. Un ejemplo fue el grupo de “Los Tigritos” de los hermanos Gabriel, Rubén y Catalina Hernández Sosa impulsado por don José Luis Aguirre, “Biscola”, allá en Tlacotalpan, por lo tanto, cualquier músico fuera de este contexto en ese primer concurso de jaraneros quedaba descalificado.

Escribano subió aquel día al escenario con su abrigo atravesado al pecho, en el brazo un morral con varios requintitos y entre los sones ejecutados se escuchó una Morena petenera, pieza extraña para el público, por estar casi en el olvido. Lógico fue que su intervención quedo fuera del ánimo del jurado, más sin embargo el pueblo presente paso el sombrero juntando $160.00 pesos que le fueron entregados como premio.

A partir de esa fecha se fue consolidando mi amistad con Carlos y Domingo, quienes cada sábado venían a San Andrés trayendo sus instrumentos a ofrecer a los negocios de los hermanos Avendaño, que se localizaban en el mercado municipal, pero también se hacían presentes en el callejón Bernardo Peña, lugar al que llegaban la mayor parte de la gente de las comunidades y era entre la gente del campo donde vendía sus instrumentos.

El papa de Carlos se llamó Rosendo Escribano, campesino constructor de jaranas y violines, hombre muy estricto con sus hijos mayores, Domingo y Carlos, a los que no les quería enseñar a tocar. Contaba Escribano que el siendo muy niño le decía a su papa:

– Papa, enséñame a tocar la jarana.

Y su papa enojado le decía:

– Vete por ahí chamaco que esto es cosa de hombres, esto es malo.

Más sin embargo, cuando su papa se embriagaba, lo llamaba, lo sentaba y le empezaba a enseñar; fue así como aprendió.

Empezó a conocer Tlacotalpan desde muy niño, ya que su papa era hombre de fe, por eso asistía a las fiestas del Santuario en la peregrinación de los Chontal de Comoapan, a las fiestas del Carmen de Catemaco donde había que ir caminando y a las fiestas de la Candelaria en Tlacotalpan.

En ese tiempo para llegar había que caminar hasta Alonso Lázaro y luego tomaban los botes que iban hasta Tlacotalpan, esto con el fin de visitar el santuario religioso y aprovechar para vender alguna jarana entre la gente de los ranchos que acudían a las fiestas. Se quedaban a dormir en los corredores de las casas, donde la gente generosa les permitía pasar la noche.

A la muerte de su papa el siguió asistiendo a las fiestas. Allá por finales de los años sesentas y setentas ya casi no había huapangos en Tlacotalpan, se le daba prioridad a los bailes de salón que se efectuaban en el mercado municipal, pero la gente de los ranchos seguía asistiendo a las festividades. Por la noche cuando apretaba el frió se concentraban a un costado del mercado por donde ponían el rodeo para los toros y ahí casi en penumbras amanecían tocando, bailando en el suelo y tomando té con té, ya a las cinco o seis de la mañana agarraban el camino de regreso a sus lugares de origen.

Los instrumentos que hacía, aunque rústicos, tenían sonoridad, pues aprendió a sacar el sonido de la madera al golpe del machete, para trastearlos o apuntarlos lo hacía con un cordel y los pegaba con sajcte, porque no le gustaba emplear harina hasta que apareció el resistol.

Además de construir instrumentos también tocaba la jarana, la guitarra de son, el violín y el punteador. Su hijo Santiago y su nieto Gaudencio siguen con esta tradición familiar.

 

2

Gilberto Gutiérrez Silva

La historia no es lo que fue,
sino lo que uno recuerda.
Gabriel García Márquez

Recuerdo a “Oreja Mocha” en el Encuentro de Jaraneros en Tlacotalpan, desde que éste se llevaba a cabo en la Plaza Doña Martha frente a la casa de uno de sus fundadores, el Arquitecto Humberto Aguirre Tinoco. De presencia fuerte, y siempre con algunos tragos dentro, resaltaba su cuasi turbante, debajo de su sombrero, que ciertamente ocultaba su oreja, ¿mocha? Creo que en Tlacotalpan nadie se la vio. No andaba solo, lo acompañaba su hermano Domingo—igualmente aficionado al alcohol— y la esposa de éste, encargada de guardar la sobriedad y al pendiente de ellos y su cargamento. A veces se le veía solo y a veces venía con Domingo y señora con los niños. Digamos que fue el primero en hacer ¿performance? en el escenario del Encuentro: subía solo y cantaba, a veces en alguna variante del náhuatl y a veces en castellano. Lo recuerdo arriba de escenario solo, de repente zapateaba y seguro que volvía locos a los ingenieros de sonido, con tanto movimiento y espontaneidad en su actuación.

Al parecer, no llegó, como tantos de nosotros, por la convocatoria del “Encuentro”, pero algunas veces se ubicaban, él o la familia, a vender sus instrumentos al pie de la yagua que se encuentra al lado de la torre que alberga el campanario de la iglesia El Santuario, donde La Virgen de Candelaria espera a sus fieles. Cierta vez me comentó, que ahí los vendía, por que ahí los vendía su padre, o algo así. Daba a entender que probablemente ahí vendría a vender, en otra época, su padre. Viví en Tlacotalpan entre 1966 y 1973. La fiesta era la de un pueblo tranquilo que quedó fuera de las nuevas rutas de desarrollo, y además: la ruta fluvial, que le dio riqueza a Tlacotalpan, fue cancelada y se desplomó la otrora boyante economía de La Perla del Papaloapan. A pesar todo, seguía siendo una fiesta regional, a donde por la vías acuáticas, seguían llegando la gente vaquera, campesina y comerciante. Mis ojos no recuerdan a vendedores de instrumentos jarochos. En ese tiempo un niño andaba por todos lados en la fiesta, que era pequeña, y por ello digo que si acaso es cierto lo que creo recordar, el padre de don Carlos Escribano Velasco (“Oreja Mocha”), en otra época importante del son en Tlacotalpan probablemente vendía instrumentos. Me comentó Andrés Moreno, quien lo conoció en su entorno, don Carlos y su padre, se arrimaban por el rumbo del mercado, donde vendían el te-con-te, y que en sus buenos tiempos ahí huapangueaban los rancheros. Entre las cosas que me intrigaban de él, era la perfección del tamaño de sus instrumentos. Cosa que me hace pensar que tenía plantillas que debió heredar de su padre. Todo indica que su padre fue su maestro, entonces fue herencia de un patrimonio familiar, y que seguro Don Carlos ya heredó a una siguiente generación, por que en la yagua de El Santuario, de La Candelaria, se siguen vendiendo instrumentos. Y gracias al Movimiento, al que él se integró de manera muy natural, esas plantillas se volvieron un patrimonio de la cultura jarocha. Sus instrumentos, con acabado rústico, son perfectos de trazo, las plantillas que usaba eran de tamaños bien definidos, que posibilitaban instrumentos de buena voz. Cierto día, volviendo de Minatitlán, a donde dejamos a don Arcadio con su familia, en una de las curvas que hay entre San Andrés Tuxtla y Santiago, en una tienda almacén, vimos a don Carlos. Paramos la carrera del Vocho y fuimos a verlo, para sorpresa de las demás personas que ahí se encontraban. Nos saludamos, y a pesar de estar bien entrado en tragos, nos reconoció. Tocó la guitarra y cantaba en verso libre, hablando y cantando, algo de las últimas idas a Tlacotalpan, algo con la Casa de la Cultura. Finalmente seguimos nuestro viaje, llevando la guitarra de son –de su manufactura– que tocaba y que desde entonces sonaba bien. Por ese tiempo, en los viajes, hacíamos base en Lerdo de Tejada, tierra de caña y son, con los ingenios San Pedro y San Francisco, y una historia de varias centurias. Ahí vivía don Quirino Montalvo Corro, mi maestro de laudería, aunque lo conocí primero como jaranero. Fue el primer jaranero y constructor de instrumentos jarochos (no se usaba el término “lauderos”) que conocimos. Le mostramos la guitarra recién comprada y se quedó con ella para meterle mano. Don Quirino era de esos carpinteros que hacía desde cajas desde muerto hasta casas de madera. Entre sus habilidades estaba la de hacer jaranas y guitarras de son. Dueño de una herramienta de muy buena calidad y completa, meticulosamente, como todo él, cada fierro tenía su lugar en un armario. Por regla, antes de iniciar a trabajar, asentaba el filo de la herramienta de uso frecuente. Encargarle un instrumento, era no saber si estaría a los tres meses o a los seis, o más del año. En ese tiempo no había demanda y hacía tres o cuatro instrumentos al año, además de reparaciones. Instrumentos austeros, de buen acabado, barnizados con goma laca y bastante bien apuntados, repartición que hacia con el sistema geométrico. Sus instrumentos, al igual que los de don Carlos Escribano, tampoco eran para el mercado del son jarocho que se ofrecía al mercado de turismo, centrado en las playas y en las grandes ciudades. Los instrumentos de los dos presentaban otra estética.

Cuando volvimos, meses después, don Quirino nos entregó la guitarra de son de don Carlos, transformada en la que llegó a ser la legendaria guitarra donde el Güero Vega desarrollaría su talento como guitarrero del Grupo Mono Blanco, con la cual él participó en todas las primeras grabaciones del grupo: una producción de Carlos Escribano y Quirino Montalvo. La traía consigo en las giras, pero un día expuso que volvería a su propia guitarra –hecha de nacaxtle por el mismo don Quirino– que era, no mala, pero si inferior, acústicamente hablando, a la susodicha guitarra. La razón que se logró entender era que no le gustaba tocar un instrumento que no era de él. Después de dos tres argumentos, Juan Pascoe cortó de tajo y dijo: “Ok la guitarra es tuya”. Desde ese día pasó a ser patrimonio de don Andrés (el Güero) Vega.

A diferencia de don Carlos, a don Quirino ya no lo alcanzó el auge de la demanda de instrumentos jarochos, pues murió en 1983. Seguro que otros músicos le metieron mano a los instrumentos de don Carlos Escribano: alguna vi uno que le cambiaron diapasón y clavijas y tenía un gran sonido. Pero existen muchos tal como él los acabó. Algunos con pegamentos “exóticos”, como el bulbo de orquídea llamado sacte o sajte.

Agrego un comentario que me hizo el maestro Andrés Moreno: a Carlos, de niño, su papá lo llevaba a La Candelaria en Tlacotalpan, caminaban desde San Andrés hasta Alonso Lázaro, hoy Dos Matas, y ahí se embarcaban en la lancha.

 

 


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La jarana del chino

La Manta y La Raya # 7                                                                marzo 2018


La jarana del chino * 

Relato campesino anónimo

En una ocasión, a un fandango celebrado en una de las comunidades de la región sanandrescana habían acudido varios músicos y cantadores. Muchos habían llegado temprano acompañando a los recién casados, pues era costumbre llevarlos con jaranas. En el patio había grandes mesas improvisadas y sobre ellas las mujeres ponían tacualones repletos de tatabiyiyayo y cubetas de pinole. Las tortillas calientitas las hacían otras mujeres, quienes tenían en el suelo tenamaste donde ponían el comal.

Al caer la tarde, los músicos se fueron acercando a la tarima que estaba bajo un manteado. Con el primer son, todos se apresuraron para estar en el entablado. Habían iniciado los músicos pero los cantadores no se atrevían a cantar. Los bailadores tampoco se animaban a subir a la tarima. El casero, que estaba observando, se subió a la tarima y le dijo a los presentes:

–Señores, esta noche es de diversión ¡A divertirse todos! Por el gusto de que a mi hija hoy se la lleva su marido. –¡Voy a dar una botella de jerez y una garrafa de aguardiente al mejor de los verseros. A la media noche la entrego para que la comparta con los músicos!

Se bajó de la tarima y volvió a escucharse “El Pájaro Cu”. Nadie se atrevía a contestar, había recelo entre los verseros. Las mujeres tampoco subían a bailar. De pronto un ancianito se subió a la tarima tratando de imitar groseramente a las mujeres al bailar. Enojadas, las mujeres se subieron a la tarima bajando al ancianito, dando de esta manera inicio al fandango. Todos los verseros recorrían sus memorias buscando versos. Las mujeres subían y bajaban de la tarima. El fandango se estaba animando bastante. Había un músico poco conocido por los presentes, de color moreno y pelo chino que hasta entonces había permanecido callado, que se acercó a los músicos. Templó bien su jarana y se puso a tocar. La música de su instrumento era buena, sobresalía de las demás jaranas. Dejó que los demás cantaran en un principio, luego se puso a cantar con fuerza. Su voz era clarita dándole forma a cada son que cantaba.

Los asistentes estaban atentos a los músicos y versadores. El negro de pelo chino, con mucho cuidado agarraba su instrumento y tocaba con delicadeza. El sonido de esa jarana era inconfundible. Daba una voz diferente a todas, confundiéndose con la del chino. Cantó versos de entrada, de relación, de argumentar y tantos otros que nunca se habían escuchado por el rumbo, con “El Zapateado”, que tenía cerca de dos horas de haber comenzado. Pero ni los músicos ni los cantadores se querían dar por vencidos.

Los asistentes estaban nerviosos porque algún perdedor podía comenzar con versos picones y saldrían entonces los machetes a relucir. Sin embargo el son siguió de frente. Se tocó tanto tiempo que muchos jaraneros tenían su jarana salpicada de sangre, por los dedos reventados. El chino cantó versos como nunca antes se habían cantado. Llegó un momento en que los demás cantadores se callaron para escucharlo cantar. Los músicos no querían dejar de tocar para que siguiera cantando.

Cuando por fin terminó el son, se dirigió en silencio hacia una mesita donde estaba el vino y la garrafa de aguardiente, los agarró y se alejó con el triunfo. Nadie sabía quién era ni de dónde había venido. Lo vieron alejarse callado sin pronunciar palabras.

Había caminado unas veinte varas cuando desapareció en medio de un remolino. Cuando se disipó el remolino, en el lugar quedó una botella de vino y una garrafa de aguardiente.

 

*  Presas del encanto. Crónicas de son y fandango, Programa Desarrollo Cultural del Sotavento, CONACULTA, pp. 51-52, 2009.

 


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Deborah Small: Retratos Tuxtecos II

La Manta y La Raya # 7                                                                marzo 2018


Deborah Small      

Retratos Tuxtecos II

 

Domingo Martínez, Santa Rosa Loma Larga.

Regresamos con Deborah Small y la serie fotográfica que acompaña a las crónicas tuxtecas Presas del encanto, un libro notable con más de 25 relatos de San Andrés Tuxtla, recopilados por Andrés Moreno Nájera.(1) Una primera selección de esta gran obra fotográfica, Retratos tuxtecos, se publicó hace dos años en esta misma sección de la revista.(2)

Ahora publicamos la segunda parte de Retratos tuxtecos, fotografías de otro conjunto de músicos campesinos, también inolvidables, de la región de Los Tuxtlas, así como retratos de músicos de Santa Rosa Loma Larga y llaneros como: Benito Mexicano, Salomón Martínez Cruz y Nazario Santos, muy cercanos y estimados en la región, integrantes de aquel grupo Alma Jarocha de Rodríguez Clara, Veracruz.

Si bien la obra fotográfica que acompaña a Presas del encanto está compuesta principalmente de retratos de músicos, la obra en su conjunto reúne también excelentes imágenes del entorno natural de la región de Los Tuxtlas, objetos cotidianos de la vida campesina, instrumentos musicales, así como múltiples escenas de fandangos. Algunos ejemplos de estas facetas de la obra fotográfica de Deborah Small han sido publicadas anteriormente en La Manta y La Raya.

La fotografía de Deborah Small cumple el objetivo fundamental de documentar y retrata, de manera sobresaliente, un mundo rural y campesino todavía antiguo –feliz e indocumentado, dijera García Márquez–, que está desapareciendo, como tantas otras cosas, rápidamente ante nuestros ojos.

LOS EDITORES

 

(1) Presas del encanto. Crónicas de son y fandango, Programa de Desarrollo Cultural del Sotavento, CONACULTA, 2009.

(2) “Las perlas del cristal”, La Manta y La Raya #1, feb 2016.

 


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Los Arrolladores del Son

La Manta y La Raya # 7                                                                marzo 2018


Los Arrolladores del Son
Son jarocho tradicional
de Los Llanos

Macario Alfonso Domínguez
Delfino Cook Rodríguez
Victor Manuel García Junco
Ignacio Alfonso Mauleón
Joarib Balderas Serrano
Victor Adrián Lua Toto
Esteban Vargas Dominguez

CD Producción independiente 2017

Una Isla, tierra adentro,
por descubrir

Los Arrolladores del Son, una nueva agrupación integrada por músicos viejos campesinos del municipio de Isla y músicos nuevos, más urbanos, representantes de una nueva generación. Se repite aquí una fórmula que ha resultado exitosa: jóvenes músicos alrededor de músicos maestros.

El grupo está encabezado por el destacado guitarrero Macario Alfonso Domínguez (1945) del ejido de Mazoco. Sabemos que su padre, Ignacio Alfonso Pérez, así como su abuelo, Albino Alfonso, fueron músicos también. Así como Macario, su padre nació en el ejido Mazoco, sin embargo su abuelo llegó, como otros músicos campesinos que arribaron a esta región en las 1ras décadas del siglo XX, muchos de las tierras bajas de Santiago Tuxtla. Don Albino Alfonso venía de El Pretil.(1)

En este su primer disco CD, una producción que no puede pasar desapercibida, Los Arrolladores del Son nos entregan una selección de 12 sones jarochos en un estilo llanero, rápido, brillante y claro. Así escuchamos a don Macario, sus pespunteos y tangueos, acompañado de Delfino Cook Rodríguez (1947), viejo jaranero, también de familia de músicos del ejido El Ñape. A ellos se suman las jaranas de Esteban Vargas Domínguez (1955) del Ñape y Víctor Manuel García Junco (1960) de Ciudad Isla. La sección de músicos jóvenes está integrada por Ignacio Alfonso Mauleón y Joarib Balderas Serrano con jaranas, y en la guitarra grande vozarrrona, Víctor Adrián Lua Toto, un músico ya con algunos años de experiencia en el son jarocho.

Conocimos a don Macario Alfonso y Víctor García a través del disco CD Soneros del Tesechoacán, un proyecto notable, publicado en 2005 y en donde el duo de Macario y Víctor graban el son de El Buscapiés con Elías Meléndez (+) y Arturo Barradas, y La Guacamaya con Lorenzo Sánchez, La Bonga (+), todos ellos músicos destacados de Playa Vicente. Macario (solo) y don Elías graban El Butaquito, y con las voces de Luis Efrén Alegría y Patricia Barradas, también El Valedor.

Las inmensas llanuras y lomeríos bajos ubicados entre los ríos Tesechoacán y San Juan Michapan, conforman una región característica dentro de la configuración territorial del Sotavento. Los grandes cambios en esta región comenzarán a principios del siglo XX. Primero con la llegada del ferrocarril Veracruz-Pacífico; poco después una vez consumada la Revolución, la aparición del ejido y la pequeña propiedad; y a partir de los años 20, la llegada de la piña, un nuevo cultivo que transformará la vida y el desarrollo de estas sabanas. Una región en donde el son jarocho y los fandangos campesinos llegaron y florecieron con los nuevos ejidos y en donde también, como en todo el Sotavento, para los años 70 parecían haber llegado a su fin.

Hoy en día un número importante de músicos viejos, nacidos muchos de ellos en la década de los años 40, viven en los llanos del Tesechoacán (Azueta e Isla) y siguen tocando sones jarochos en sus respectivas comunidades. Claudio Alonso Martínez Sánchez en su libro Son jarocho con sabor a piña –un excelente trabajo recientemente publicado, que esperamos poder comentar muy pronto– reporta al menos a 12 músicos viejos, guitarreros y jaraneros, radicados en diferentes ejidos y congregaciones del municipio de Isla. Esto es, además de Los Arrolladores viejos hay entre los campos de piña del municipio, toda una cantera de músicos campesinos importante y en buena medida desconocida. Una excepción lo es el bien conocido guitarrero del Ñape, Quintiliano Durán Bautista (1942).(2) Músicos ellos, los más viejos, a los que les toco vivir los últimos grandes fandangos que se registraron en la región, hacia finales de los años 1950.

Los Arrolladores del Son de los llanos de Isla, con un estilo abreviado y vigoroso, bien declarado por el maestro Macario Alfonso, son uno de los primeros destellos y signos por descifrar de una región musical con carácter, rica y diversa, por descubrirse al interior del Sotavento.

LOS EDITORES

Notas
(1) Congregación situada sobre la margen derecha del río San Juan, Mpio. de Santiago Tuxtla, muy próxima (8 km) del río Tesechoacán.
(2) Así también gracias al CD Soneros del Tesechoacán, conocimos a los excelentes músicos Dino y Polo Azamar, de Las Cadenas, y a Juan y Felix Regalado, de San Jerónimo, municipio de Azueta.

 


Revista # 7 en formato PDF (v.7.1.2):

 

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