La Manta y La Raya # 9 marzo 2019 ___________________________________________________________________________ Y se llama racismo – aunque de momento no lo puedas o quieras ver.(*)
Alvaro Alcántara López Centro INAH Veracruz
(*) Una primera versión muy cercana a esta que ahora se publica apareció primero en el blog “El presente del pasado” [www.elpresentedelpasado.com]
¿Cómo ver lo que no se quiere ver? ¿Cómo cuestionar, transformar, erradicar, lo que se niega una y otra vez? En los años recientes, la discusión pública en torno a la práctica y persistencia del racismo en México ha ido en aumento. Y no obstante los decididos esfuerzos que vienen realizando organizaciones sociales, creadores artísticos, redes de investigación, investigadoras, proyectos académicos, colectivos y asociaciones civiles, comunicadores o el CONAPRED, queda mucho por hacer. Según una creencia ampliamente difundida en nuestro país el racismo es cosa de otros, no de los mexicanos. Para reforzar esta opinión las instituciones gubernamentales, sus funcionarios, los medios de comunicación masiva y amplios sectores del mundo académico rechazan o simplemente ocultan la discriminación racial que muchas personas experimentan a diario en México. Y, cuando no se animan a negarlo u ocultarlo, antes bien a reforzarlo, las prácticas racistas buscan justificarse bajo el lugar común del sentido del humor y la ironía. Si nuestra atención se centra en los distintos grupos, sectores y estratos de la sociedad, el resultado es muy similar: del racismo no se habla y México no es un país racista. Como nos lo han explicado diversos trabajos, el racismo es una ideología expresada en comportamientos, prácticas sociales y actos de habla que postula la existencia de “razas”, unas “superiores” y otras “inferiores”: “El racismo es la creencia –nos dice la antropóloga Eugenia Iturriaga- de que ciertos seres humanos son mejores que otros, es la idea de que la apariencia física está unida a la cultura, a cualidades morales y capacidades intelectuales.” Esto ha llevado a socializar la creencia de que algunos seres humanos son más inteligentes y capaces que otros. Para sostener esta creencia, la apariencia física ha jugado un papel fundamental, asignando a las personas atributos positivos o negativos en función de su fisonomía, de su color de piel. Si bien los estudios genómicos y genéticos han demostrado desde hace varias décadas la inexistencia -bajo criterios científicos- de las razas, lo cierto es que la convicción en la existencia de las mismas se encuentra más que arraigada en la imaginación social. Mientras tanto, desde la investigación académica, las luchas políticas y la reivindicación social se siguen haciendo notables esfuerzos para combatir el racismo. Reconocer el racismo que históricamente se ha ejercido y se ejerce sobre las personas indígenas, negras o morenas en México, no parece una labor sencilla. Requiere de inteligencia, determinación, reflexividad y autocrítica; sensibilidad, empatía o generosidad. Los trabajos más recientes sobre las distintas formas de discriminación que se ejercen en México han puesto en relevancia el entrecruzamiento del racismo con el clasismo, la xenofobia o el machismo. Otros han llamado la atención sobre la importancia del color de piel en la estratificación social y su relación con la distribución de riqueza y oportunidades laborales. Mientras que otros advierten sobre los privilegios de la blancura de la piel y las dinámicas de blanqueamiento en la sociedad mexicana. Si darse cuenta del racismo ejercido hacia la población indígena ha sido harto complicado reconocerlo en la población de origen africano o afrodescendiente resulta tanto o más difícil, en buena medida porque su historia y aportes a la cultura nacional permanecen silenciadas. Pienso de entrada en dos razones: a) porque durante mucho tiempo se ha pensado que “en México no hay negros” y, si los hay, “vinieron de Cuba” (sic). Segundo, porque en la construcción del discurso identitario nacional la población afrodescendiente se convirtió en “el otro del otro”, tal como lo ha explicado la investigadora Elisabeth Cunin (el primer “otro” de esta relación ha sido el indígena). Pese a esfuerzos realizados, por ejemplo, por investigadoras como María Elisa Velázquez, Cristina Masferrer y Citlali Quecha, las valiosas trayectorias individuales de mujeres y hombres afrodescendientes a lo largo del tiempo han estado prácticamente ausentes de la enseñanza de la historia y de los libros de texto y, cuando acaso aparecen, casi siempre lo hacen desde visiones estereotipadas que los inferiorizan y denigran. En ese sentido, y aunque pueda parecer inverosímil una vez alcanzada la primer veintena del siglo veintiuno, tres retos se presentan de manera urgente a la enseñanza de la historia y difusión del conocimiento histórico en medios de comunicación masiva: 1) mostrar que la afrodescendencia va mucho más allá de la esclavitud, 2) comprender que África es un continente y no un país, con una inmensa diversidad cultural, lingüística, social y étnica que vino a enriquecer la conformación de la sociedad mexicana contemporánea 3) que reconocer la afrodescendencia no un asunto que dependa solamente del color de la piel o la fisonomía. Como es bastante conocido, la historiografía regional ha puesto mucho interés en estudiar y comprender la conformación histórica de las configuraciones regionales, las formas de dominación ejercidas por las oligarquías y grupos de poder hacia los grupos populares o analizado consistentemente el papel que indios, negros o mulatos del periodo colonial tuvieron en la integración de las regiones novohispanas a la economía global. Pero es también justo decir que hasta ahora la práctica histórica ha sido muy poco atenta a estudiar los efectos de dichos procesos en la interiorización secular de indígenas y afrodescendientes bajo criterios racistas o en la naturalización del racismo y otras formas de discriminación que encuentran sofisticadas formas de manifestarse en el México contemporáneo. Si el estado de Veracruz fue pionero en el reconocimiento de los aportes de la población de origen africano en sus procesos culturales y sociales bajo el lema de la “tercera raíz” (IVEC-DGCP), dicha formulación merece ser revisada a la luz de nuevas investigaciones que muestran el protagonismo demográfico y social de la población afrodescendiente en varias regiones del estado. De manera que lejos de ser la tercera, la herencia afrodescendiente constituye en no pocos lugares del estado, la primera o segunda influencia sociocultural, junto con la indígena. Como su complemento, la exaltación de los atributos físicos de las negras y negros, su destreza y proclividad en las artes amatorias o su “natural” inclinación y talento hacia el baile y la música, retomados desde la construcción oficial y popular de la identidad jarocha, no hacen sino reforzar la narrativa colonial y perpetuar “en positivo” estereotipos desde los cuales se discrimina a la población por su color de piel y fisonomía. Tal como lo han planteado los trabajos de Christian Rinaudo, José Antonio Flores Martos y Odile Hoffmann, entre otros, este aspecto constituye un pendiente igualmente urgente de revisar y reformular, lo mismo desde la antropología y la historia, que desde los estudios literarios, folclórico o etnomusicológicos. Y pese a cualquier pronóstico optimista, el estado de Veracruz tiene mucho por hacer en el reconocimiento y combate del racismo, así como otras expresiones cotidianas de discriminación y violencia. La naturalización e invisibilización del racismo hacia la población afrodescendiente y morena de este país adquiere tales proporciones que, a amplios sectores de la sociedad mexicana les parece imposible e impensable que sus acciones y dichos constituyan prácticas racistas, por el simple hecho de a) haber hecho estudios profesionales y posgrados, b) por ser progresistas, democráticos y liberales, c) por ser ellas y ellos mismos indígenas, afrodescendientes o morenos o, d) porque su trayectoria a favor de otras causas sociales y políticas está más que demostrada. Pero lo cierto es que en la medida que entendamos que la ideología y práctica racista atraviesa el corazón mismo de las relaciones sociales y se encuentra reforzada institucionalmente, podremos empezar a preguntarnos si el racismo nos habita y cómo podemos empezar a visibilizarlo y erradicarlo de nuestra vida diaria. Una mirada atenta al contenido de nuestros actos de habla más cotidianos y aparentemente más inocentes, a los chistes y bromas que aprendimos en el entorno familiar y con el grupo de amistades más cercanos nos permitirá ver –sólo si queremos, claro está – que el racismo se nos presenta como aquel “traje del emperador”. Y detrás de este, el machismo, la xenofobia, y el clasismo siguen levantando la mano para hacerse visibles y empezar a der discutidos públicamente, familiarmente, personalmente. Con la publicación en el Diario Oficial de la Federación, el 9 de agosto del 2019, de la reforma al artículo segundo de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, en donde se reconoce a los pueblos y comunidades afromexicanas (cualquiera que sea su denominación), como parte de la composición pluricultural de la nación, se ha dado un gran paso para que la sociedad mexicana empiece a reconocer el aporte de las y los afromexicanos a la cultura e historia de nuestro país. Pero esto no se hará en automático ni por decreto. Implicará el esfuerzo de muchas y muchos desde distintos frentes, empezando por revisar las nociones, discursos y prácticas cotidianas de las instituciones gubernamentales y sus funcionarios. Significa también un replanteamiento de fondo de los contenidos y supuestos que han organizado la enseñanza de la historia del país, las regiones y las entidades federativas. Adición del inciso C, al Artículo 2 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos:
C. Esta Constitución reconoce a los pueblos y comunidades afromexicanas, cualquiera que sea su autodenominación, como parte de la composición pluricultural de la Nación. Tendrán en lo conducente los derechos señalados en los apartados anteriores del presente artículo en los términos que establezcan las leyes, a fin de garantizar su libre determinación, autonomía, desarrollo e inclusión social. (Adicionada mediante Decreto publicado en el Diario Oficial de la Federación el 9 de agosto de 2019)
Vivimos en un país donde el color de la piel importa e importa mucho; en el que históricamente se ha menospreciado a la población indígena por serlo; donde se le ha ridiculizado y ofendido por “no hablar bien” la que hasta hace unos años era la lengua oficial. Vivimos en un país que distingue a la gente “bien” y “de buena cuna” a partir de la percepción económica, su nivel de estudios, su manera de hablar o el tono de su piel. Y cuando estos criterios no son suficientes para sostener que existen personas que son superiores y otras inferiores, los gustos artísticos, el exquisito paladar o los conocimientos y gustos culturales salen a reforzar una desigualdad histórica. Se podrá decir mucho, pero es necesario plantearse cómo revertir, transformar una violencia que viven tantos y tantas en México: el estigma de ser moreno. La publicación, el año pasado, de la obra colectiva Estudiar el racismo: afrodescendientes en México, coordinado por María Elisa Velázquez (investigadora del INAH) constituye un acercamiento colectivo inteligente y sensible para reflexionar en clave histórica, antropológica, sociológica y estética el racismo en México y sus efectos e implicaciones cotidianas en la población de origen africano. Dicha investigadora, desde la coordinación del Programa Afrodescendientes y diversidad cultural del INAH ha empujado la publicación de diversas trabajos que tienen como objetivo sacar del anonimato la historia de la afrodescendencia en nuestro país (dichos materiales pueden descargarse gratuitamente en http://afrosinah.org/investigacion/). Otro esfuerzo académico que me parece oportuno reconocer aquí es Caja de herramientas para identificar el racismo en México, coordinado por Gabriela Iturralde y Eugenia Iturriaga. Esta edición constituye un esfuerzo notable de divulgación científica que busca poner al alcance de públicos amplios los planteamientos más recientes del mundo académico para reconocer el racismo y lograr su erradicación en nuestro país. En su texto Eugenia Iturriaga nos dice: “(…) si estamos de acuerdo en que el racismo es una doctrina que se aprende, que se instala, que no es inherente al hombre, que tiene una historia que podemos rastrear, entonces, debe ser posible desaprender, desinstalar y eliminar ese pensamiento. Por su parte, Gabriela Iturralde comenta: “Para desaprender el racismo y pensar en posibles caminos para su eliminación es imprescindible que identifiquemos cómo lo aprendemos”. En consonancia con las palabras de estas investigadoras pienso que reflexionar individual y colectivamente sobre cómo hemos aprendido el racismo constituye un paso fundamental para empezar a ver lo que hasta el momento no hemos podido o querido ver. Y sí tiene nombre, se llama racismo. Y se halla igualmente presente entre las y los académicos de los centros de investigación y universidades de educación superior; entre los compañeros del equipo de béisbol; en los funcionarios y servidores públicos; lo mismo que en los dichos que aprendimos del abuelo más querido, de nuestras madres y padres, o en la escuela de nuestra más tierna infancia. Y porque se trata de todo un sistema de pensamiento, de una creencia que inferioriza a las personas y se refuerza afirma institucionalmente; de prácticas sociales y actos de habla que por naturalizarse se han vuelto imperceptibles de primea vista al entendimiento, es que debemos hacer un esfuerzo enorme por erradicar el racismo. Desde la inteligencia, la determinación, la sensibilidad, la comprensión, el cariño, la escucha atenta.
Revista # 9 en formato PDF (v9.1.0):