Rancho de Guinda Santiago Tuxtla, 1982
Pedro Gil Tenorio guitarra de son
Luis Campos jarana
Francisco Montes * jarana
Grabaciones de campo: Francisco García Ranz
Edición audio: Leo Heiblum y F. García Ranz
Textos: Armando Chacha Antele, Francisco García Ranz y Alvaro Alcántara López.
Las grabaciones que aquí presentamos, dan fe de un trío de músicos extraordinarios del municipio de Santiago Tuxtla, así como de un estilo campesino poco documentado. Esto último es una de las razones que han impulsado el proyecto de publicar estos registros sonoros, pendientes aun de un análisis y estudio más profundo, que resultarán novedosos para aficionados, músicos y estudiosos, y que representan un buen ejemplo, un destello, de la diversidad musical que existía dentro del son jarocho ranchero todavía en la década de 1980.
I Textos
La puerta de Guinda, Km 19 Un poquito más allá empiezan los llanos.
Armando Chacha. Sonero, compositor, etnólogo.
Los Hombres siempre hacen su historia, muy personal, familiar, comunitaria o regional. A veces transgreden esas fronteras y su luz ilumina amplios horizontes. Don Pedro Gil hizo la suya y de las suyas. Un hombre de campo que criaba animalitos para ver crecer a su progenie que, grande era. Aún lo recuerdo, como habría de olvidarlo, aunque me refiero a los inicios de los años 70 del siglo XX.
Un hombre de mediana estatura, macizo, color cobrizo oscuro, sombrero bien puesto, como el bigote que recordaba a aquel actor famoso, un tal Shariff. Hablo de un hombre de campo cuyas frases concluían lo que habían sido internos razonamientos. Caminaba sin dudas, a paso firme y montaba caballo de igual manera. Todo lo veía, todo lo oía y lo semblanteaba para reafirmar su intuición a vuelo de pájaro.
Don Pedro Gil tocaba el requinto y el son en sus dedos, eran como alas de colibrí o el pelícano que desde las alturas, cae en picada y entra al agua para salir con su presa. Tocaba como quien tiene la ciencia clara de Él y su caballo. A que horas camina, cuando debe trotar, cuando acicatear para tomar vuelo y salir veloz e inalcanzable. Así también paraba, con un jalón de rienda que hacía que el caballo se detuviera limpiamente. Lo hacía con sus puntos, con sus tangueos, para definir la voz del son y mantener la tesitura alta y a galope sin que nada lo detuviera ni le obstruyera el paso. Sabía trotar sobre el encordado a medianoche, al amanecer y cuando el sol poco a poco, lentamente, se pierde en la lejanía del llano.
Que requinto, que chulada, con sus matices y embistes, su zigzagueante ir y venir y no transitar sólo por la recta ni andarse por las sombras. Cómo hablaba y era, tocaba. Su requinto siempre fue la voz de su alma en la punta de los dedos y con la firmeza de la mano derecha en cada cuerda. Sin duda alguna caminando con la pluma de cacho de vaca, de esas que conocía bien porque las criaba desde su nacimiento.
El hombre no se inventa, se forma y se construye y cuando hace el son, toda la vida sale entre sus manos, en su voz, en su verso, en su baile y danza, con el golpe a ritmo de monte, de sierra, de mar o de llano. Su requinto, su sonido, era El.
Don Luis Campos era un hombrón. Lo recuerdo, en esos años adolescentes como de 1.85 de estatura, o más, y fácil de unos 120 kg., o más. En esa armadura humana, cabía una voz para hablar con pájaros, a la distancia, muy lejos, o para erguirse sonoramente en medio del titipuchal de pies zapateando y los soneros sonando a todo lo que da, como quien en medio de las olas navega con la cabeza a salvo de las olas y sus golpes de espuma.
En ese hombro dedicado al campo, de manos fuertes y grandes, que al saludarte sentías que apretaba un fierro cálido y hermosamente humano, habitaba un jaranero consagrado, de los rumbos de por Francisco I. Madero, congregación tierra adentro, del borde de carretera.
Tocaba una jarana segunda y se veía muy pequeña en medio de su humanidad. La tocaba que parecía que se iba a deshacer entre sus manos. Limpia jarana, como agua clara de arroyo para decir el son y marcar el ritmo al requinto o seguirle en un diálogo donde parecía que a veces se abrazaban, a veces se peleaban, pero siempre juntos en un ritmo envolvente y vertiginoso. Su jarana decía, recitaba la melodía del son. Puro alegro con brío.
Como su voz, agudos y medios eran los ríos y montañas por donde transitaba sin perder el paso. Un verso de esos que en esos tiempos poquito se oían y a veces nada. Un día le descubrí que la sonoridad y lo metálico de su instrumento estaba en parte en el puente, el cabezal. Ahí no había madera. Por donde pasaba la cuerda y agarraba su carril, era un plástico duro color azul que ayudaba a producir esa peculiar sonoridad.
Siempre enfundado en su camisa caqui y su sombrero. Como Don Pedro a veces colgaba el paliacate rojo del cuello para más rápido secar el sudor en medio de la fragua del son en lugar de doblar y guardar en la bolsa trasera.
Don Francisco Montes era un hombre más bien menudo y chaparrón, de bigotito y sombrero de palma. También de por los rumbos de Francisco I. Madero. Todos dentro del perímetro del municipio de Santiago Tuxtla, estado de Veracruz.
Don Francisco, también se dedicaba al campo. Quizá para no hacer la variación de los soneros de esa región, hombres de campo que criaban animalitos domésticos en sus parcelas o a la ganadería de vacuno en pequeña escala. Hombres de a caballo. Don Paco tocaba una jarana tercera. Lo recuerdo a veces más callado que don Pedro. Pero su arte estaba en sostener los garigoleos y embistes de los otros dos. Les daba tierra, les marcaba el paso para que ellos hicieran de las suyas arañando desde el llano, cerros, montañas y ríos crecidos. Le daba segundas a don Pedro Campos.
En la voz y la jarana, te oía, te veía y así te hablaba, con pocas palabras o nada. Tenía la templanza del hombre que ve crecer el maíz en las horas y sabe que llegará el día en que estará del tamaño apropiado y bien llegado para ser cortada. Son de tierra y de maíz entre sus manos.
Este trío y nadie más, de Guinda, Santiago Tuxtla, los conocí por ahí del 73 y fue un descubrimiento al oír un son campesino y llanero, que tocaban en otra dimensión rítmica, con un virtuosismo como de caña morada llegada y jugosa. Acostumbrado al son que en la cabecera municipal de Santiago o del Cerro del Vigía, son garigoleado y barroco, más cantado, más danzante, más indígena en sus circularidades y ritualidad; el son del trío, era un remolino, vertiginoso, zapateaba.
Habían conformado una cofradía, donde sí don Pedro decía sí , los otros decían, ya lo dijo el hombre. Si don Pedro decía, pues lo que digan ellos, yo me ajusto, era porque los respetaba, les daba su lugar y reconocía la autoridad que tenían para Él.
Por eso cuando Francisco García Ranz iba a Santiago y le hablé de ellos, para poder grabarlos, primero fue invitarlos, convencerlos y al final ellos decir, está bien Armando, los tres estamos de acuerdo y dile al hombre que venga.
Don Pedro los recibió ahí en su rancho del km 19. Entrábamos el lado izquierda de la carretera rumbo a Villa Isla, Veracruz, zona piñera y abríamos la puerta del rancho y al fondo estaba la casa donde humeaba la cocina, seguramente preparando los papayanes y el caldo de cola de res que tan rico guisaban doña Medarda y Chabelita. Ahí fue el encerrón inolvidable que después de casi 40 años se traduce en esta memoria sonora de tres virtuosos que vivían en la puerta del llano.
Hasta ahí fue también mi maestro Tomás Stanford cuando lo invite a grabar por mi tierra el son “de a de veras”, alejado a pesar de las inclemencias de la hegemonía del son para el espectáculo y los ballets, de restaurantes o cantinas o de los que loaban a los políticos cuando llegaban en campaña o de visita por esos lares y en gran parte del Sotavento.
Abrazo la memoria de estos tres hombres, soneros virtuosos, cuyo talento no quedará sólo en la memoria del tiempo en que les tocó vivir y sonar el son desde el corazón, sino que ahora, cruzarán tiempo y frontera para deleite de quienes los admiramos y abrazamos amorosamente por lo mucho que nos dieron y enseñaron.
Gracias a Francisco García Ranz por invitarme a esta fiesta y devolver a muchos más el arteson jarocho de don Pedro Gil, don Luis Campos y Francisco Montes.
Cd. de México, junio de 2021
Al son de don Pedro Gil y don Luis Campos. Notas de campo
Francisco García Ranz
Conducidos por Armando Chacha Antele, bajando por el camino que va a Villa Isla, llegamos aquel 29 de diciembre al Rancho de Guinda, municipio de Santiago Tuxtla, Veracruz. A la cita con el trío de músicos jarochos del que tanto nos había hablado Armando, nos acompañaron Lucas Hernández Bico y don Juan Zapata. El conjunto lo formaban Pedro Gil con guitarra de son y Luis Campos y Francisco Montes con jaranas; todos ellos músicos campesinos de las tierras bajas de Santiago Tuxtla. Don Pedro Gil Tenorio era el dueño del rancho y junto con don Luis y don Francisco formaban un trío jarocho que sería recordado en Santiago Tuxtla en la década de 1970, entre otras cosas porque habían tocado en una ocasión en Siempre en Domingo, y que para finales de 1980, cuando don Pedro se retira de la música, el trío se disuelve. Quedan aquí unas breves notas de las grabaciones realizadas aquel día en el Rancho de Guinda junto con algunos otros comentarios y recuerdos.
I
Aquel día todo sucedió muy rápido: en un abrir y cerrar de ojos ya estábamos dentro de una habitación amplia de techo alto, con grabadora y micrófonos instalados, músicos afinando y probando sus instrumentos y de pronto… “silencio, cámara, acción”. Se decidió de ultimo momento que don Francisco Montes no tocara su jarana, aunque si cantaría en las grabaciones. Desde luego no hubo muchas pruebas de sonido, todo fue en caliente y los ajustes se hicieron en vivo. En algunos sones se escucha cantar a Francisco Montes y ocasionalmente también a don Pedro responder algunos versos.
La guitarra de son que don Pedro utilizó en las grabaciones se acercaba más a una “guitarra cuarta” –aunque más pequeña–, mientras que don Luis grabó con una “jarana segunda” con seis cuerdas; el instrumento sin embargo tenía perforaciones para ocho clavijas. Guitarra y jarana estaban templadas para tocar “por cuatro” y “por dos” respectivamente en tono de Si bemol, como queda registrado en las grabaciones. Lamentablemente no hay registros fotográficos de estos instrumentos ni de la sesión de grabación.
II
Me gustaría escribir más y profundizar sobre el particular estilo musical que escuchamos en estas grabaciones, tan solo diré que se trata de un estilo campesino característico inscrito en una de las canteras musicales más ricas y diversas del Sotavento, la región de los Tuxtlas, la cual seguimos conociendo y reconstruyendo con mayor detalle.
La forma de tocar de don Pedro y don Luis –la cual me resulta impactante hasta la fecha–, no me tomó por sorpresa aquel día. No totalmente. Un año antes, en la ranchería de El Hato la víspera del 12 de diciembre en pleno fandango, conocí a don Esteban Utrera y sus sobrinos Beto Quinto y Tomás Gamboa en las jaranas, tocando también en un estilo “recio y tupido”. Estos dos grupos y estilos rancheros que tuve la fortuna de conocer in situ, similares en muchos aspectos sin embargo, y a pesar de provenir de localidades muy próximas entre sí, cada uno tenía su propio sonido, su propia voz.
A su vez estos estilos de las tierras bajas de Santiago Tuxtla contrastaban fuertemente, no solamente por la velocidad de su ejecución, con respecto a los sones jarochos que se interpretaban en las tierras altas de esa región, por ejemplo, en el mismo Santiago Tuxtla (cabecera municipal), los cuales tuve la oportunidad de conocer muy de cerca, junto con músicos entrañables, en esas dos navidades tuxtecas de 1981 y 1982.
No era extraño comprobar que músicos, por ejemplo, de estos dos universos sonoros (de tierras altas o tierras bajas) no les resultara tan fácil acoplarse entre ellos y tocar juntos. Recuerda Lucas Hernández Bico, compañero del grupo Zacamandú, que don Isaac Quezada, ilustre jaranero de la vieja guardia de Santiago Tuxtla, consideraba que don Pedro y don Luis tocaban muy rápido, y que era imposible tocar con ellos…
III
Como 10 años después de aquella ocasión en el Rancho de Guinda tuve un encuentro muy breve con don Luis Campos en Santiago en el mes de julio durante uno de los Encuentro de Jaraneros; lamentablemente nunca me lo volví a encontrar. A don Pedro Gil, a quien conocí ese día de 1982, tampoco lo volví a ver más. Las grabaciones que aquí presentamos, dan fe de un trío de músicos extraordinarios del municipio de Santiago Tuxtla, así como de un estilo campesino poco documentado. Esto último es una de las razones que han impulsado el proyecto de publicar estos registros sonoros, pendientes aun de un análisis y estudio más profundo, que resultarán novedosos para aficionados, músicos y estudiosos, y que representan un buen ejemplo, un destello, de la diversidad musical que existía dentro del son jarocho ranchero todavía en la década de 1980.
Otros datos técnicos
Se utilizó una grabadora portátil Sony modelo TC-D5M, magnífica grabadora de campo, dos micrófonos dinámicos Sony (económicos), cintas de casete BASF chromdioxid super II 60 y soportes para micrófonos con base de metal colado (ruidosísimos como se puede apreciar en las grabaciones). Aquel día fue un sábado, 29 de diciembre de 1982.
Tepoztlán, Morelos, enero de 2023.
Guinda – o la memoria que pende de un hilo
Alvaro Alcántara López Centro INAH Veracruz
Cuando Francisco me habló de Guinda –en la histórica región de Los Tuxtlas– y de los interesantes testimonios sonoros que allí fueron registrados a inicios de la década de 1980, me puse a buscar entre mis papeles para averiguar qué tan antigua era aquella ranchería. Uno imagina a veces que los lugares siempre han estado allí, que la gente siempre ha estado allí, pero lo cierto es que las personas y los lugares aparecen y desaparecen en veces sin dejar huella. La búsqueda fue infructuosa y por más que escudriñé en mis archivos nada conseguí. En cambio, y sirviéndome de la ubicación actual de este lugar en la aplicación Google Earth, pude saber que Guinda se ubica en las inmediaciones de lo que a fines del siglo XVIII aparece consignado como Mazatán y, para fines del siglo XIX, en lo que hasta la fecha se conoce como Tibernal. Mejor aún, en un mapa de inicios del siglo XX, queda claro que Guinda y los asentamientos aledaños de por aquel rumbo se ubican en una histórica zona de cruce de caminos, en los que vaya usted a saber cuánta gente no los habrá caminado y cuántas historias no se habrán escuchado mentar al galope de animales y al tañido de las cuerdas. De Bodegas de Otapan a San Juan Sugar, de Tilapan a Nopalapan, de Isletilla a Calería, de Alonso Lázaro a Catemaco, de Santiago a Chacalapan, sin olvidar aquel barullo de gente que transitaba a diario la zona, en los tiempos de El Ramalito, aquel tren que alguna vez unió a San Andrés con El Burro (hoy Rodríguez Clara).
Pasa que a ratos resulta preciso parar la oreja para que la vista se le aclare a uno. Y es que la vida tiene esas cosas y nos empuja por veredas que llevan a percibir como final lo que sólo es un nuevo principio. Se me figura que con las grabaciones y registros debe ocurrir algo semejante. Cuanti más si las cintas luego se desperdigan y quedan en retazos, en manos de unos y otros a distancias luego inalcanzables. Por eso, aunque muchos prefieran presentar el relato de la vida como el resultado de un plan pre-establecido, planeado con toda antelación y cálculo, entre más lo pienso más inverosímil se me hace explicar cómo un par de músicos ya sazones terminaron tocando un vigoroso repertorio de sones jarochos para unos jóvenes practicantes apasionados de la música mexicana, una mañana de diciembre de 1982. Y si algo más fuese preciso atribuirle al azar, eso parece ser la coincidencia venturosa que Francisco conserve intactas esas cintas cuarenta años después, en el año dos de esta pandemia.
Una noche de pronto, me percato que en la bandeja de entrada de mi correo electrónico se encuentra ya todo ese raudal de sonoridades jarochas previamente anunciado. Que tras varias conversaciones preparatorias con F. García Ranz sobre los músicos de Guinda –a quienes él conoció cuando el movimiento jaranero no soñaba siquiera con serlo–, se ha llegado el momento de empezar a escuchar los sones con los que aquellos hombres alegraron tantos huapangos y parrandas de su terruño.
Por esas maravillas que hoy prodiga la tecnología tengo la posibilidad de escabullirme en una esquinita de aquel cuarto, apenas sin ser visto, y escuchar con toda nitidez la fuerza de aquellas voces, de percibir la brillante luz de sus instrumentos. Reconozco a Lucas (Hernández Bico), a Francisco (García Ranz) y a Armando (Chacha Antele) dispersos en aquel cuarto, emocionados y expectantes en aquella habitación amplia y de techos altos, escuchando con convicción plena lo que aquellos señores relatan. Hay más concurrencia, la puedo sentir, pero vagamente percibo sus figuras… no así sus rostros. Huelo la comida que fue ofrecida aquella mañana y reconozco las miradas atónitas de vecinos y familiares, que no alcanzan a saber por qué tanto interés de esos jóvenes fuereños por lo que tocan aquellos dos señores –al cabo suena a lo mismo que ellos han escuchado allí siempre.
El temple de las cuerdas justamente amarradas al fraseo cadencioso del cantador, me permite observar con absoluta nitidez aquel VW sedán café estacionado afuera de la casa, con el polvo y barro del camino untado a la pintura y al que, con toda seguridad, más de un niño se habrá acercado a contemplar extasiado, preguntándose cómo se sentiría viajar en él –tal y como lo hacía yo cuando niño, al ver un auto extraño estacionado cerca de mi casa en aquellos precisos años, no muy lejos de allí.
Cuando el son de “La Guacamaya” se adentra por mis oídos, las figuras de Pedro Gil y Luis Campos reciben un soplo de vida desde los audífonos por donde ahora me sumerjo en su arte. Sus rostros y manos se me aclaran en la memoria, ganando color y densidad. Puedo recordarlos idénticos a aquella misma versión que fueron esa jornada en que su música fue registrada en una grabadora portátil marca Sony. En sus florituras musicales se condensan –durante instantes que asemejan sueños– los nombres, rostros, timbre y rasgueos de tantos soneros que conocí de chamaco y a los que
escuché extasiado, como sólo se puede escuchar en la vida al canto del primer amor.
Vengo del camino real
donde tu amor se apodera
¡ay! yo no te puedo hablar
porque también soy de juera (sic)
ahora acabo de llegar
Y como por un milagro, sin que nadie pudiese imaginarlo ni entonces ni ahora, sus vidas y la mía quedan conectadas irremediablemente. Percibo entonces que idéntico a aquel que me cobijó de niño en el patio de mi casa, un majestuoso árbol de hule sombrea ahora sobre unos jóvenes citadinos recién llegados al rancho de Guinda. Perfectamente pudieron haberse quedado en Santiago Tuxtla o en el vecino San Andrés –al cabo allí sobran buenos y afamados jaraneros– pero no lo hicieron así. Tal vez un día se animen y nos cuenten por qué. De lo que sí estoy seguro es que estos jóvenes curiosos y con ganas de aprender están lejos de imaginar que su presencia aquí, en esta fecha precisa, alterará de manera definitiva el curso de los acontecimientos; la manera en que, transcurridos cientos y cientos de amaneceres, se recordará esta mañana de diciembre, una mañana como tantas otras se le desgranan al calendario.
La existencia de unas cintas magnéticas, el despliegue vital de una máquina grabadora de sonidos, la contingente presencia de un novedoso soporte de la memoria, están a punto de alterar la historia. Francisco ha oprimido el botón y la rueda empieza a girar: la suerte ha sido echada.
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No puedo dejar de reparar en la morfología de la mayoría de los sones jarochos recogidos en esta grabación y en los efectos visibles de los medios de comunicación masiva y el discurso identitario nacional, en la manera en que este repertorio fue recreado. La duración de los sones o la velocidad a raja tabla auto impuesta, incluso a riego de un traspiés, expresan el momento que les tocó vivir. Incluso el repertorio que recuerdan, pero ya no tocan, al menos no en esos rumbos de Guinda, sí en otros lugares –dicen– no muy distantes de allí.
Animado con el café que Francisco ha preparado en la cafetera italiana de siempre comento con Aneleé cuan fácil puede resultar confundirse y creer que, por el simple hecho de que fueron grabados “en campo”, “en comunidad” –como gustan ahora de decir instintivamente académicos, promotores, funcionarios y vendedores de ilusiones–, sólo por eso, dan cuenta de un pasado mítico, ancestral, de un saber-hacer que se hunde sin más en las figuraciones de antaño, como si fuese posible a ciertas personas abstraerse del presente que nos constituye.
No es mi sentir. Pienso, por el contrario que cada una de estas piezas musicales constituye un documento histórico también del momento en que fueron interpretadas y registradas. De lo que era Guinda en aquel entonces, de las regiones tan diversas que podían reconocerse en Los Tuxtlas, del agua de coco que se ofrecía en los camiones de pasaje colorados que recorrían el Sotavento por ese tiempo; y del mundo todo, con sus guerras frías y crisis petroleras, en aquellos increíbles años cuando la industria petroquímica establecida en Coatza, Mina y Cosoleacaque atraían a miles de trabajadores de la región y el país.
A la distancia no resulta tan extraño que perdamos conciencia de cuánto hemos cambiado, cuánto el mundo con sus transformaciones incesantes nos ha cambiado. Cuando las casetas telefónicas, el perifoneo en los pueblos y los tocadiscos llegaron a las rancherías, ejidos y pueblos parecía que después de eso, ya nada podría sorprendernos. De esa época precisamente nos hablan estas cintas, de la condensación de varias generaciones de soneros jarochos que nacieron poco después del fin de la revolución mexicana (1924 o así), pero justo antes que se comunicara la costa veracruzana, del Puerto a Coatza, por carretera –antes de eso los grandes ríos de la región se cruzaban en pangas. La otra alternativa para realizar este recorrido lo ofrecía, por supuesto, el tren.
Estos registros sonoros remiten entonces a un periodo de la historia de nuestro país en que mujeres y hombres debieron arreglárselas con la falta de acceso a servicios educativos, de salud, de bienestar social, pero que al mismo tiempo eran discriminados, ninguneados y sobajados por no saber leer y escribir, por atender sus enfermedades con curanderas y culebreros o por no apegarse a las ideas y pautas de comportamiento modernizadoras que en aquel momento preconizaban funcionarios y autoridades políticas, profesionistas estudiados y una emergente clase media citadina, ilusionada en habitar un país “moderno” y “progresista”, a imagen y semejanza de lo que se veía entonces en las telenovelas de televisa. En aquella versión de la realidad, la vida de ranchos como Guinda estaba lejos de ser representada y era escasamente conocida por un país que apenas una década antes se había convertido en mayoritariamente urbano.
Las memorias que aquí se asoman capturan una época, no todas, pero sí una en particular, aquella del son jarocho y los huapangos antes del PACMYC y los apoyos institucionales; previa a los festivales y Encuentros de jaraneros, un momento anterior a los programas de desarrollo cultural que florecerían sólo veinte años después, ya entrados los dos miles. En sustancia, capturan un instante preciso en la vida de dos jaraneros jarochos y quienes registraron su música en una región que ya no existe más, como tampoco la estirpe a la que ellos pertenecieron. Quizá nada extraordinario exista en estas grabaciones. Tal vez nada pasado de catorce pueda admitirse en el arte de estos personajes. Y precisamente por eso –sin paradoja alguna– se condensa en este muestrario de sones jarochos, la vitalidad del tiempo de aquellos atardeceres.
No descarto la posibilidad que estas grabaciones expresen a su vez otras muchas experiencias organológicas, poéticas o musicográficas, pero eso resulta menester dejarlo a quienes saben y precisan decir. Por mi parte me conformo con especular, por qué no, que las grabaciones de Guinda de Luis Campos y Pedro Gil constituyen un testimonio a pesar de sí, los primeros trazos de un relato polifónico (hasta ahora íntimo o excesivamente cifrado), que animará a reconstruir la historia de un notable grupo de música tradicional mexicana, en el que coincidirían años más tarde algunos de los personajes que arribaron a la ranchería de Guinda, una húmeda mañana de diciembre de 1982.
La memoria pende de un hilo, hay veces que de muchos. Las grabaciones de Guinda que ahora escucho en El Playón de Los Reyes, me lo vuelven a recordar. Y así, como por un azaroso capricho de la vida, uno se descubre mirándose a los ojos de aquellas otras versiones que también ha sido. Todo esto por obra y gracia de una máquina, de un botón y de una cinta magnética, es decir, de una memoria alterna que ayuda a no olvidar. O, por lo menos, a quedarse guindado del recuerdo de otras y otros.
(…) a la distancia se escucha clarita la música de don Pedro Gil y don Luis Campos.
Veracruz Puerto, julio 2021.
II Las grabaciones
* * *
01 La Guacamaya 02 La Bruja 03 El Siquisirí
04 La Morena 05 El Pájaro Carpintero 06 El Buscapiés
07 El Colás 08 El Fandanguito con Desenojadas
09 El Palomo 10 El Cascabel 11 Plática
12 El Toro 13 El Pájaro Cú 14 Pascuas
01 La Guacamaya
02 La Bruja
03 El Siquisirí
04 La Morena
05 El Pájaro Carpintero
06 El Buscapiés
07 El Colás
08 El Fandanguito con Desenojadas
09 El Palomo
10 El Cascabel
11 Plática
12 El Toro
13 El Pájaro Cú
14 Pascuas
BONUS TRACKS:
15 El Balajú