Cuando el viaje era la música

La Manta y La Raya # 16                                                      marzo  2024 ________________________________________________________________________

Cuando el viaje era la música

 

Hermann Bellinghausen

 

H. Brehme

 

Eran otros tiempos. Las distancias dentro de la ciudad no eran tan impenetrables. Llegar a la estación de Buenavista tomaba menos esfuerzo. Y era más emocionante. Hoy es un cadáver. Entonces la colmaba ese rumor de muchedumbre que va, viene o viene a despedir, a recibir. El ramillete febril de los andenes de la gran promesa hacia Nonoalco. Una voz estridente anunciaba por el magnavoz salidas y llegadas. Oaxaca, Veracruz, Mérida, Tapachula, eran mis destinos favoritos, o alguno de sus incontables puntos intermedios. Los porters, con algo de húsar en desuso. Los maleteros para los “ricos”, que no lo eran tanto pero viajaban en dormitorio. Los pobres, que sí lo eran, y los indios con sus bultos redondos, sus morrales, sus botellones de pulque, su canasta con tortillas, arroz y, con suerte, pollito cocido. Guajolotes y gallinas amarrados de las patas. Un olor a verdura, a sudor pasado por el maíz y los días. Una prisa relativa, fodonga. 

Pitidos ensordecedores y familiares. Máquinas resoplando. El chirriar aún leve de los convoyes patinando en los rieles hasta el alto total cuando arribaban. La parsimonia de los trenes que partían. Correr. Alcanzar el estribo para no quedarse. Discutir con el billetero que desde el primer momento dejaba bien asentada su autoridad sobre los pasajeros. Encontrar asiento, o ya no y resignarse. El equipaje, donde cupiera: arriba, abajo o a los lados. Los lugares más impresentables de la vieja capital desfilaban por las ventanillas: traspatios de fábricas, almacenes monumentales en Vallejo, Azcapotzalco y Pantaco. Colonias de paracaidistas, el canal del desagüe, los barrios de vagones abandonados vueltos casa. Y por fin, el campo. Primero nopaleras y magueyales más allá de Lechería o por Apizaco. Después el bosque. 

Un mundo y un tiempo en sí mismos. Otro México, lejos de las carreteras y dependiente del paso del tren. De su detenerse unos minutos que concentraban toda la vida económica de los pueblos. “Café, café, quiere café”. Vendedoras de tacos de canasta, paletas heladas, nanche en almíbar, dulce de agave. Unas trepaban los vagones. La mayoría se apiñaban bajo las ventanillas alzando piña, naranja, aguas frescas, pulque, cabuches. 

Lo demás era la marcha. Cada pieza metálica de los carros poseía vida propia, ninguna tuerca estaba bien apretada. Todo tenía juego: los asientos, las barras, las paredes, los compartimientos, las plataformas, los estribos. La unión entre dos vagones, que para eso estaba, para tener juego, virar, deslizarse, unir el ferrocarril en fila india. 

Y entonces lo mejor: las distancias. La locomotora pitaba entusiasmada y fijamente lejana. Las máquinas hacían alarde de su poder como un triunfo importante de la Era Industrial, y aunque ya emplearan diesel, seguían pareciendo del ochocientos y pico. 

Bamboleo y estridencia. El sobrecogimiento de los rieles sobre la grava y los durmientes al paso de las toneladas del tren. Una cadencia, traca traca traca. Cambios de ritmo. Un repicar de campanas pesadas. Un conmoverse cada cosa, establemente inestable, un tamborileo progresivo a la manera de una jazz band. Percusiones de hierro. La trompeta del pito. La adoración increíble del viento veloz. El olor a metal y grasa y cosa vieja tocaban otras zonas de los sentidos. 

Pero el oído atravesaba transversalmente la experiencia del ojo, el olfato, las yemas de los dedos. Sinfonía en forma de sonata. Glissandi en las pendientes, allegro en las praderas, andante con motto en las curvas de la serranía. Todo masivo, incansable, profundo y barítono, con algo de chelo, de contrabajo, de tuba. En el día, en la noche, una música muy muy larga, circular, épica. Anchos adagios. 

Hasta el paisaje sonaba. Aquellos verdes de pino y barranca se inundaban de estrépito ferroviario y modulaban el eco. El vaivén arrullaba a los viajeros a pesar del ruido. Quien podía, se adormecía. Los ronquidos. Allá afuera el país corría, caminaba, suspiraba sobre horizontes nunca quietos pero alcanzables, como si todo conservara una escala humana. No existían grabadoras, walkman, radios portátiles. Mucho menos iPod. Uno no cargaba música en el equipaje todavía. La música, brutal y majestuosa, estaba en los recintos inestables de alto techo y pasillos de tal estrechez que obligaban al esfuerzo, a la tensa cortesía, al empujón decidido. Cuerpos contiguos y un cacarear desesperado de pollos con el pico contra el suelo. Mediante propina algunos lograban transportar que si un puerco, que si un chivo. Para los animales no era divertido. Su lamento acompañaba la canción de las máquinas. 

La tristeza de los adioses, la melancolía del trayecto, la esperanza adelante, la alegría de llegar. Eran otros tiempos, sin ubicuidades virtuales ni eficacia electrónica. El tiempo era real, los trenes danzaban, percutían, cantaban su fuerza titánica, autosuficiente y fugitiva. 

 

Último tren de los                                             Tres Tristes Trenes                                         de “La entrega”,                                              Hermann Bellinghausen (2004)

 

 


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Origen de los africanos

La Manta y La Raya # 16                                                      marzo  2024 ________________________________________________________________________

Origen de los africanos

 

Gonzalo Aguirre Beltrán

 

 

Gonzalo Aguirre Beltrán, médico y científico social veracruzano fue pionero en los estudios etnohistóricos sobre la población africana en México. Su libro La población negra en México fue publicada por primera vez en 1946. Los editores de LMyLR hemos querido compartir con nuestros lectores algunos fragmentos de su importante investigación, a fin de recordarnos que África es un continente rico y diverso (no un país, como muchas veces se sugiere con profunda ignorancia) y que las herencias africanas que durante siglos han nutrido y enriquecen a la sociedad mexicana provinieron de distintos pueblos, regiones,, idiomas y culturas. En el esfuerzo colectivo de reconocer el aporte de los pueblos y comunidades afromexicanas del México de hoy resulta preciso revisitar nuestra historia y reconstruir nuestra memoria colectiva. Las herencias africanas en México están más vivas que nunca.

*  *  *

Pobladores del Papaloapan: Biografía de una hoya,                              CIESAS, México, 1992, pp-91-92.

Se cita textualmente:

Origen de los africanos

¿De dónde procedían los esclavos? Esta pregunta hoy mas que nunca necesita una resolución documentada. Es creencia común entre los actuales pobladores de la hoya que los negros existentes en la región, así como sus productos, los mulatos, vinieron de Cuba u Santo Domingo. Es indudable que durante el siglo pasado negros y mulatos de las Antillas inmigraron a la zona para trabajar en la construcción de la red ferrocarrilera; su número, aunque escaso, favoreció, por extensión, el pensamiento de que todos los individuos de color procedían de las islas. Los hechos, sin embargo, fueron otros. Directamente, sin verificar escala prolongada alguna, nuestros abuelos negros fueron importados del África.

Pero el África es un accidente geográfico demasiado extenso para que una respuesta de carácter general pueda ser satisfactoria. Los negros vinieron efectivamente, más no de todos los lugares del continente cordiforme. Procedieron de puntos definidos.

Las listas de esclavos de ingenios y haciendas, las cartas de compraventa y documentos similares son una ayuda valiosa para localizar la procedencia de los negros; tan valiosa, que por medio de ellos podemos llegar a definir hasta la gens o tribu de donde fueron arrancados.

En el contrato celebrado entre Cortés y Lomelín, al cual ya hemos hecho referencia, se asienta que los esclavos debían de ser extraídos de Cabo Verde, región del occidente africano, que en la actualidad tiene como centro comercial y político al puerto de Dakar, sumamente conocido por las frecuentes alusiones que a él se hicieron durante la pasada conflagración mundial. En 1542, fecha del contrato, el centro comercial y político de la región se encontraba radicado en la isla de San Iago, lugar donde los portugueses, que la posían, establecieron su más importante y famosa factoría. A la isla de San Iago iba a parar toda la mercadería –entre ella los negros, que como tal era considerados– de la costa continental inmediata y de los numerosos ríos que en ella desembocan.

En las listas de esclavos del ingenio de Tuztla aparecen los nombres de estos negros caboverdianos con la designación de la tierra o nación -tribu- de su procedencia. Siguiendo una antigua práctica romana, los españoles imponían a los esclavos un primer nombre cristiano, seguido, como apellido, de su origen tribal. Los apellidos de los esclavos eran en la mayoría de los casos -podríamos decir- gentilicios, denominaban la gens a la cual pertenecía el negro.

De las relaciones de los “negros bozales, que han muerto en el ingenio de Tuztla, años de 1584 y 1585, recogemos la siguiente información: 

1) un negro Bran, largo, de los 40 que envió el marqués a la hacienda; 

2) Rodrigo Biafara; 

3) Lorenzo Biafara, por otro nombre Cazangue; 

4) Jorge Bran, murió de una puñalada que le dio Juan Mandinga porque lo tomó con su mujer; 

5) Antón Zape, por otro nombre Cazanga; 

6) Alonso Zape, por otro nombre Obero, de tierra Zape Zimba; 

7) Diego Bran, murió de cámaras de sangre;

8) Domingo Gomero; 

9) Daniel, criollo, hijo de Juan de Biafara y de María Cazanga;

10) Joan Zape, desjarretado de un pie; 

11) Marta Bran, mujer de Alonzo Muza; 

12) Manuel Berbesí; 

13) Catalina Biafara, mujer de Juan Vaquero; 

14) Francisco Cengue Cengue, de casta Zape; 

15) Brianda de Terranova, mujer de Pedro Zape; 

16) Ana Berbesí; 

17) Antón Ñengue Ñengue, de casta Biafara; 

18) Catalina, criolla, hija de Francisco Bañón; 

19) Francisco de Cazambungue, lo mataron Vicente Zape y Juan Congo; 

20) Sebastián Cazanga; 

21) Dominga, criolla hija de Catalina Chongolo; 

22) Alejo Barbado; 

23) Juan Marcos, hijo de Francisca Joloffo;

24) Pedro de Alvarado, de casta Berbesí; 

25) Hernando Bomba; 

26) Melchor Bioho, lo mató un negro cimarrón llamado Antón Mandinga; 

27) Cristóbal Berbesí; 

28) Antón Manicongo; 

29) Diego Balanta; 

30) Cristóbal Conyl, de hinchazón de barriga y cara; 

etcétera (AGN, Hospital de Jesús 247.7.11).

La lista continúa, para nuestros propósitos nos basta con los asentados para localizar, como negros caboverdianos a individuos procedentes de las tribus: Wolof, Berbesí o Serer, Cazanga o Dyola, Terranova, Bañón, Mandinga, etcétera. Tribus todas situadas en las márgenes de los ríos Senegal, Salum, Gambia, Cazamancia, Grande, Santo Domingo y el el archipiélago de los Bissagos.

Algunos de los individuos arriba mencionados no procedían, sin embargo, de Cabo Verde, entre ellos Domingo Gomero, que seguramente fue arrancado de la isla Gomera, en las Canarias; Antón Manicongo, originario del Congo, y quizá algún otro más que escapa a nuestros conocimientos; más, de cualquier manera, los caboverdianos formaban la inmensa mayoría. Podemos, por tanto, afirmar que durante el siglo XVI los esclavos procedían de las regiones africanas que hasta hace poco designábamos como Senegal francés, Gambia Británica y Guinea portuguesa; es decir, eran negros del grupo racial conocido por “verdaderos negros o negros del Sudán”.

Más si examinamos las listas de esclavos de principios de la centuria siguiente notaremos que la procedencia había variado. En la hacienda de Uluapa, existían, entre otros, los esclavos siguientes: 

1) Agustín y Magdalena su mujer, negros de tierra Angola de la de Anchico; 

2) Francisco Angola; 

3) Juan de Angola; 

4) Simón de la O, negro de tierra Congo; 

5) Simón, negro de nación Angola; 

6) Bernabé, negro de tierra Angola; 

7) Juan Piñeiro, negro bozal de tierra Jolofe; 

8) Pedro Biafara; 

9) Garciguela, negro de nación Congo; 

10) Manuel Congo; 

11) Miguel Congo; 

12) Miguel Tuerto, negro de nación Angola; 

13) Sebastián Huehe, negro de nación Congo; 

14) Catalina Bran, mujer del susodicho; 

15) Miguel Chato, negro de nación Angola; 

16) Mateo Mocho, negro de nación Angola; 

17) Manuel Cavanga, negro de nación Angola; 

18) Antonillo, negro de nación Angola; 

19) Luis Palao, negro de tierra Bran; 

20) Alonso Zape, por otro nombre Obero, de tierra Zape Zimba;

21) Catalina Locumí, negra, y un negrito suyo, chiquito, que se llama Agustín; 

etcétera, (AGN, Tierras, 74.9).

En la lista que antecede los esclavos proceden en su mayoría del Congo y Angola, es decir, fueron negros originarios del África occidental y, por tanto, de los conocidos como negros bantús” racial y culturalmente diferentes de los negros del Sudán. En la misma lista, además, aparecen, aunque en escaso número, negros caboverdianos -Wolof, Bran, Biafara y, lo que es más interesante, esclavos procedentes de la Nigeria, como Catalina Locumí-. Locumí fue el mejor modo como los negreros portugueses pudieron pronunciar el vocablo Ulkamy que designaba a la gran nación hoy conocida como Yoruba. Un estudio detallado de los orígenes tribales de los esclavos en el país ya fue hecho por nosotros en otro lugar (Aguirre Beltrán, 1946). A ella remitimos al lector que desee hondar en tales asuntos. Para este ensayo, que pretende abarcar españoles, negros e indígenas, basta y sobra con los datos anotados.


 


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Exploración del Istmo de Tehuantepec

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Exploración del Istmo de        Tehuantepec

Crame  1774 

 

Archivo General de Indias (Sevilla, España),  Estado, 20, N. 6 – 2, f 1 v.

Paleografía: Alvaro Alcántara López,                 Centro INAH Veracruz.

 

 

En el contexto de la geopolítica europea de la segunda mitad del siglo XVIII y de los intentos de las potencias por hacerse del control de nuevos territorios o proteger los que ya poseían, la corona española reactivó un viejo proyecto: la posibilidad de comunicar la costa pacífica y atlántica del Istmo de Tehuantepec. Ésta, que fue una idea proyectada por el mismo Hernán Cortés, tuvo algunos tímidos intentos de realización en las primeras décadas del siglo XVIII que, sin embargo, no fructificaron. Fue en tiempos del virrey Antonio María de Bucareli (1771-1779) que se realizaron dos expediciones. La más conocida fue la encabezada por Miguel del Corral y Joaquín de Aranda por la costa de Sotavento, aunque también alcanzó la costa pacífica del Istmo mexicano [Siemens y Brinckmann, “El sur de Veracruz a finales del siglo XVIII”, Historia Mexicana, Vol. 26, núm. 2 (102), 1976]. La otra expedición realizada en tiempos del virrey Bucareli, previa a la de Corral y Aranda, fue la que estuvo a cargo de Agustín Crame en 1774 y cuyo informe general presentamos aquí transcrito, acompañado de un mapa que tiene la particularidad que la costa pacífica (Tehuantepec) se encuentra hacia el norte de dicha representación cartográfica, mientras que la costa de Coatzacoalcos se observa al sur.

Ambos documentos fueron consultados y reproducidos en el Archivo General de Indias, Sevilla (AGI) a finales del siglo pasado. Con la digitalización documental que ha venido realizando el gobierno español en los años recientes, esta documentación puede ser consultada por cualquier usuario de internet a través del portal:

https://pares.mcu.es/ParesBusquedas20/catalogo/search

* * *

Excelentísimo Señor:  Muy señor mío, la carta que le escribí a V.E. de[sde] Tecoantepeque estaba algo tañida con el sentimiento de no haberse encontrado, hasta entonces, el camino que pudo llevar la artillería. Salí de aquella villa con este disgusto, y antes de dar la vuelta por el camino que me habían informado, me empeñé en el reconocimiento por la sierra que está 9 leguas de Tecoantepeque y buscando de unos cerros en otros los parajes más aparentes, como si mi idea hubiese sido abrir camino nuevo di, por fortuna mía, no sólo con el camino por donde pudo pasar la artillería, sino por donde efectivamente pasó, siendo prueba incontestable de esta verdad los desmontes repetidos que hallé en las laderas de los cerros para formar camino espaciosos para ruedas, cosa que en estos países no pudo practicarse sino para semejante fin, pues en el camino real, por no dar los indios cuatro golpes de azada, van los pasajeros, al pasar la sierra, con peligro de despeñarse, como sucedió con una de mis cargas y ha sucedido a otros muchos, especialmente cuando hay nortes.

Con el gusto de ésta descubierta seguí hasta la hacienda del Marquesado [del Valle] llamado Chivela, doce leguas de Tecoantepeque y donde ya las vertientes corren para el norte. Después reconocí el camino de que me habían informado, que es más largo y viene también a Chivela, dando vuelta por la venta de Chicapa. Casi todo es bueno y la parte de tierra que atraviesa no es muy elevada y puede componerse.

Cerca de esa venta pasa el río de San Miguel que corre para el sur y cerca de La Chivela, el de Molota que va para el norte, como de vuelta encontrada y la travesía de uno a otro, que es de ocho a nueve leguas es, la mayor parte, buen terreno.

Allí me detuve a examinar sobre la buena disposición que ofrecen, así el terreno como los ríos, para la comunicación de ambos mares y fueron muchas las ideas que nacieron de esta reflexión.

Después seguí mi viaje andando, en lo que es camino, dos días y medio por tierra desde Tecoantepeque y día y medio por agua hasta el Paso de Tacojalpa, que es el paraje donde me embarqué y que dista diez leguas, por el río, de la costa [del Golfo de México, es decir la barra de Coatzacoalcos]. De aquí bajaré a la barra [de Coatzacoalcos] para examinarla y sondearla y concluiré mi viaje reconociendo otros ríos, que se dan la mano con los reconocidos.

Para que Vuestra Excelencia vea las principales resultas de mis reconocimientos las he expuesto por puntos, en papel separado. Es inútil recargar más explicación hasta que Vuestra Excelencia vea el mapa de todo este país.

Para desempeñar la confianza de Vuestra Excelencia me parece que no me ha quedado quehacer, he tardado poco pero tampoco he parado. La noche sería para volver por los parajes que había reconocido y el día para reconocer otros nuevos. Y en fin si Vuestra Excelencia tuviese nuevas órdenes que enviarme podrán tal vez alcanzarme en Tlacotalpa[], donde como en todas partes, uno de mis más vivos deseos será obsequiar a Vuestra Excelencia y lograr desempeñar lo que pusiere a mi cargo.

Nuestro Señor dilate la vida de Vuestra Excelencia los muchos años que deseo y necesito. Cosoliacaque, el 2 de enero de 1774.

2 de enero de 1774.

Agustín Crame (rúbrica)

 

al Excmo. Señor don Antonio Bucareli y Ursúa [virrey de la Nueva España]

1. Que no sólo pudo pasar la artillería, sino que efectivamente pasó por el camino que he descubierto.

2. Que la artillería, probablemente sólo fue por tierra hasta Malatengo, que entra después en [el] Coatzacoalcos y que aprovechan la estación de medianas crecientes.

3. Que pudo también bajar por el río Saravia, aunque está más distante.

4. Que, en ciertos tiempos del año, así en Malatengo como Saravia, no tienen agua suficiente para dicha navegación.

5. Que bajar la artillería por Goazacoalco es un juguete y que el subir, aunque con trabajo, se lograría también con canoas que deberían hacerse aparentes para el fin.

6. Que el seguir el camino desde Tecoantepeque hasta Goazacoalco, sin servirse de los ríos Malatengo y Saravia pudo practicarse, pero que hubiera sido trabajo costoso y mal entendido para el sólo fin de pasar algunos cañones; y más, debiendo abrir cinco o seis leguas de camino en terreno desigual y bosque muy fragoso.

7. Que si se tuviese la idea de comunicar ambos mares ofrece buena disposición el terreno y aun mejor los ríos, consistiendo lo principal de la obra en comunicar los de Cituna (sic) y Molota que entran en Malatengo, con el de San Miguel o la venta de Chicapa, que corre al mar del sur, siendo el intervalo entre ellos de 8 a 9 leguas, la mayor parte de buen terreno, y aunque hay que atravesar algunas lomas, puede ser que con sola una mina se consiguiera la comunicación.

8. Que de la venta de Chichicapa a Tecoantepeque y a la costa del sur es todo el terreno perfectamente llano y sin obstáculo alguno para establecer la navegación.

9. Que prescindiendo de cualquiera motivo que pudiera haber para establecer dicha navegación, ofrecen las provincias de Acayucan, Tecoantepeque y demás inmediatas muchas ventajas en su recíproco comercio, del cual se podrá hablar por extenso.

10. Que la provincia de Goazacoalco, que fue la más poblada que encontró Cortés, está enteramente despoblada en todo el curso del río e, internándose un poco la población más inmediata, está doce leguas de dicho río, siendo todo lo despoblado excelente terreno.

11. Que en la costa no hay puerto en las inmediaciones de Tecoantepeque, pero que hay buenos surgideros y proporción para formarlo sin gasto excesivo.

12. Que la Barra de Goazacoalco, según los mejores informes es invariable suficiente para fragatas y no muy difícil proporcionarla para navíos, pero que esto se verá bien para informar mejor.

13. Que si se tratase de la expresada comunicación entre ambos mares seguirá como consecuente el pensamiento de establecer por ella el comercio de Perú, reuniendo aun punto todo el comercio de las dos Américas, pensamiento muy practicable, pero sobre el cual y sobre otros puntos no parece necesario anticipar idea.

 


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Comer, dormir y divertirse

La Manta y La Raya # 16                                                      marzo  2024 ________________________________________________________________________

Comer, dormir y divertirse en el camino de Tehuantepec entre 1858 y 1860

Ana Rosa Suárez Argüello

Un viejo sueño, el de una ruta que uniera el golfo de México y el océano Pacífico por el istmo de Tehuantepec, fue un hecho entre 1858 y 1860, cuando empresarios estadounidenses organizaron un negocio que incluía barcos de vapor, carruajes y carretas, mulas y caballos, transporte de ida y vuelta para viajeros, carga y correo. El sueño duró poco, pero el camino atrajo a hombres de negocios, especuladores, profesionistas, técnicos y emigrantes deseosos de llegar a California y beneficiarse de los hallazgos de oro. El trabajo versa sobre el itinerario y sus etapas, acercándose a los viajeros a través de los pocos testimonios existentes, muchos procedentes de la prensa de ambos países, pues historiográficamente el tema no ha sido abordado.

El istmo de Tehuantepec parecía dormir el sueño de los justos al inicio de 1858, y que nunca iba a despertar. Era un territorio “tranquilo y deprimente”,(1) donde ni siquiera Minatitlán, la población de llegada, ofrecía indicios de vitalidad. En esta última, describía un periodista, no había encontrado entonces más que:

[…] unos pocos soldados enfermos tendidos a la sombra de una barraca destruida; unos pocos indios tratando de cambiar su fruta por pólvora o alcohol en las dizque dos o tres tiendas del pueblo; unos pocos habitantes en pos de un trabajo inexistente que rara vez podían encontrar, o bien paseando perezosamente a lo largo de la calle solitaria […] unos pocos edificios con techo de paja, vacíos, ruinosos, que juntos forman una población casi desierta […]. La holgazanería y la pereza de años, aun de siglos […](2)

Sin embargo, unos meses después, los viajeros que contagiados por la fiebre del oro en California elegían la ruta ístmica mexicana para llegar pronto a esta región y tener parte en la fabulosa riqueza minera que allí existía, resultaron beneficiados por la organización de una línea de transporte, así como por los servicios que surgieron a lo largo del recorrido, los cuales estaban dirigidos a atender a sus necesidades a la vez que, por supuesto, iniciar un negocio aparentemente prometedor.(3)

El objetivo de este artículo es recorrer el camino de Tehuantepec junto con aquellos que se aventuraron a hacerlo durante sus pocos meses de existencia (entre 1858 y 1860), persuadidos de que era la vía más rápida para alcanzar su destino, y conocer a su lado los establecimientos para dormir, comer y tomar una o varias copas existentes, antes de seguir la ruta con el cuerpo y el espíritu reconfortados.

Nos basaremos primordialmente en el testimonio brindado por varios de estos peregrinos, después de su travesía por el istmo, en las cartas o los relatos que dirigieron a diversos periódicos o revistas. Se trataba sobre todo de estadounidenses de origen o por adopción, deseosos de narrar su periplo a sus conciudadanos y a la vez comunicarles sus juicios sobre las ventajas y desventajas de una ruta que podía llevarlos hasta la prometedora riqueza de California. De la mayoría de estos viajeros se ignora todo, si bien de tres de ellos se sabe un poco más: del abate francés Charles-Étienne Brasseur de Bourbourg; de John Mac Leod Murphy, estadounidense que había participado en una expedición al istmo en 1851 y que volvió en 1859 como superintendente del camino e integrante del cuerpo de ingenieros; de Henry S. Stevens, también estadounidense, contratado para operar el servicio de carruajes, y del estudioso alemán Matthias G. Hermesdorf. (4)

La bibliografía sobre el istmo de Tehuantepec es abrumadora y de índole muy variada. Tan sólo en 1949 Rafael Carrasco Puente publicó dos volúmenes de referencias que pretendían ser exhaustivas(5) y de esa fecha para la actualidad las fuentes impresas y electrónicas se han multiplicado de manera exponencial. No son tantas, sin embargo, las que abordan el segundo tercio de la centuria decimonónica y, hasta ahora, no hay ninguna que toque el tema que proponemos trabajar a continuación. Sin embargo, hay que destacar la numerosa e importante obra de Leticia Reina, imposible de revisar aquí, si bien vale destacar el último volumen que coordinó, Historia del istmo de Tehuantepec. Dinámica del cambio sociocultural, siglo XIX, en el que, con una visión de largo alcance, la autora analiza y sintetiza los cambios socioculturales, además de los políticos y económicos, acaecidos en los cuatro grupos étnicos asentados en la región. De los asuntos que desarrolla nos surgieron dos preguntas: por qué los viajeros no mencionan ni la privatización de la tierra y las inversiones extranjeras generadas por el movimiento de reforma que estaban teniendo lugar ni la presencia de las mujeres zapotecas, salvo el abate Brasseur quien dedica varios párrafos a la figura de la legendaria Didjazá.(6)

Preguntas parecidas nos provocó la obra coordinada por Luis Alberto Arrioja Díaz Viruell y Carlos Sánchez Silva, Conflictos por la tierra en Oaxaca. De las reformas borbónicas a la reforma agraria (2012), donde se explican las causas y los efectos de los problemas agrarios en el estado de Oaxaca. Arrioja aborda las consecuencias causadas por la ley Lerdo en tanto que Laura Machuca Gallegos se adentra en los conflictos de los pueblos petapas que enfrentaron a liberales y conservadores en las poblaciones de Juchitán y Tehuantepec.(7)

Un libro que sobresale es el coordinado por Emilia Velázquez, Eric Léonard, Odile Hoffmann y M.-F. Prévôt-Schapira, El istmo mexicano: una región inasequible. Estado, poderes locales y dinámicas espaciales (siglos XVIXXI) (2009), con gran diversidad de temas, perspectivas y objetos de estudio a partir de la inserción de la región en un mundo más amplio, definido por la ambición de construir una comunicación interoceánica. En “San Juan Guichicovi: cambios socioeconómicos a finales del siglo XIX en una comunidad mixe del istmo oaxaqueño”, Huemac Escalona Lüttig abunda sobre la puesta en marcha de proyectos que modificaron la mecánica social, política y económica en el istmo, pero lo hace a partir de la construcción del ferrocarril interoceánico, sin relatar los antecedentes; sin embargo, sí nos llevó a preguntarnos por qué la apertura del camino de Tehuantepec entre 1858 y 1860 no incidió en el istmo de la misma manera que la línea férrea lo haría después. Asimismo, en “Las comunidades indígenas del istmo veracruzano frente al proyecto liberal de finales del siglo XIX”, Emilia Velázquez aborda los cambios sufridos en Minatitlán a raíz de la exportación maderera y la apertura de monterías que hicieron florecer esa zona entre 1855 y 1890; lamentablemente tampoco aborda la ruta de nuestro interés, siendo sin duda la razón que ésta no debió de tener gran peso entre la población.(8)

Por último, La segunda batalla por Tehuantepec: el peso de los intereses privados en la relación México-Estados Unidos (2003) y El camino de Tehuantepec. De la visión a la quiebra (2014) constituyen un marco importante de lo que en seguida expondremos.(9)

El camino

Las operaciones de la “Louisiana Tehuantepec Company” (en adelante LTC), propiciaron un cambio súbito, si bien de corta duración, en el istmo mexicano. La LTC era una empresa organizada poco antes en Nueva Orleáns, con capital sobre todo neoyorquino y un importante subsidio del gobierno federal de Estados Unidos para el transporte del correo, la cual acababa de reanudar la construcción del camino de ruedas con el que se había soñado desde el siglo XVIII, y en el que se avanzó por trechos durante los últimos años, pero además compró y envió diligencias y carros de correo para atravesarlo, así como vapores para navegar el golfo de México de Nueva Orleáns al litoral veracruzano, bordear el del océano Pacífico de Ventosa, Oaxaca, a San Francisco, California, y surcar el Coatzacoalcos río arriba y río abajo.

La apertura de la ruta el 1 de noviembre de 1858 pareció llevar el progreso a una zona muy rezagada, si bien la “prisa y actividad ruidosa” se sintieron desde el arribo de barcos cargados de carruajes, caballos y mulas, madera para puentes y edificios prefabricados, además de múltiples provisiones y suministros.(10) El movimiento se notó a la entrada del río Coatzacoalcos y en sus márgenes, a lo largo del camino que iba a terminarse pronto y en distintos lugares y poblaciones,(11) no sólo por la obra en construcción, sino por la presencia de cientos de trabajadores, de sus directivos y de hombres de negocios deseosos de vender sus servicios, a ellos y a los futuros viajeros.

La prensa de la ciudad de México refería que Minatitlán, “una aldea insignificante en que se contaban apenas unas veinte chozas techadas con hojas de palma” y donde el arribo de algún barco para cargar caoba constituía un “acontecimiento memorable”, se había convertido en una villa con “numerosas construcciones de madera o ladrillo”, en la que había “franceses, españoles, ingleses y norte-americanos”, se multiplicaban los negocios con mercancías estadounidenses, crecía el comercio de madera y los vecinos encontraban más oportunidades de empleo.(12) Era, en suma, la “principal factoría” de la empresa en el istmo.(13) Un ingeniero asignado a la recién inaugurada comunicación interocéanica diría a mediados de 1859 que Minatitlán había pasado de “la degradación de un pueblo indígena mexicano a la dignidad de un bullicioso pueblo estadounidense.”(14)

El movimiento se dio en toda la región y duró poco más de un año. Del otro lado del istmo, por ejemplo, la villa de Tehuantepec, que antes “dormía el mismo sueño que todas las ciudades alejadas”, pareció “despertar un momento al contacto de la agitación yanqui”.(15)

Las distancias que los viajeros transitaban a través del istmo y el tiempo aproximado para recorrerlas fueron los siguientes:

Los partidarios de la ruta de Tehuantepec hablaban de sus ventajas sobre Nicaragua y Panamá –pese al ferrocarril que recorría este istmo desde enero de 1855– y apreciaban su proximidad a Estados Unidos, los menores costos y distancias, el ambiente sano del territorio, el interés del gobierno de Washington por protegerlo de haber un conflicto y las concesiones dadas por México.(17) Sin duda lo mismo pensaron los numerosos viajeros que utilizaron la vía en ambos sentidos, de fines de 1858 a mediados de 1860.

El itinerario

Aunque sin duda cada viaje por la ruta ístmica mexicana era único, pues las circunstancias no siempre resultaban iguales, trataremos enseguida de describir un recorrido “promedio”, para después considerar los lugares de descanso, alimentación y esparcimiento a lo largo del camino.

Aquéllos que emprendían la aventura de Tehuantepec solían congregarse en el puerto de Nueva Orleáns. Allí abordaban el “Quaker City”, del que llegó a decirse que era “uno de los vapores mejor construidos y más rápidos”,(18) pero que a los pocos meses debió sustituirse por tener un calado demasiado grande para rebasar con éxito la barra de entrada del río Coatzacoalcos. Lo reemplazó el “America”, al que se había renombrado “Coatzacoalcos” para familiarizar con esta palabra a los estadounidenses, vapor semi nuevo pero bien equipado, con cupo para 1 000 pasajeros.(19)

Las fechas de salida de la Ciudad del Cuarto Creciente eran los días 2 y 27 de cada mes. Los pasajeros podían avistar la entrada del “Coatzacoalcos” en el tercer día de viaje; allí una especie de “ferry boat” remolcaba el barco por el río hasta que, transpuesta la barra y echada el ancla, los viajantes descendían en la villa de Minatitlán. Una vez salvada la aduana, se dirigían al muelle construido por la empresa, donde, junto con su equipaje y las valijas federales de correo, abordaban el “Suchil”, un pequeño vapor hecho especialmente para surcar el Coatzacoalcos, en el que permanecerían varias horas, con comodidad, pues según relató un periódico era “de primera clase […]; con un paseo en cubierta de proa a popa; comedor en la cubierta de arriba; salón para damas en la popa, salones para caballeros y otro en la bodega para tercera clase”.(20)

En efecto, con casi 46 metros de largo, 10 de ancho y 1.67 de fondo, así como con el perfil de una “cola de golondrina blanca sobre el casco, encima la frase ‘La. T. Co. U. S. Mail’ y entre las letras la representación del cacto mexicano”, el “Suchil” transportaba a los pasajeros, encantados con la exuberancia de la naturaleza y los saludos de la población ribeña,(21) hasta anclar en el embarcadero de El Súchil, el caserío situado en la confluencia de los ríos Coatzacoalcos y Jaltepec. En temporada de secas, sin embargo, cuando faltaba hondura a la corriente del primer río, los viajeros debían apearse y en canoas o barcas remar ellos mismos por un buen tramo. El vaporcito regresaba entonces hacia el golfo de México, después de ser abordado por quienes hacían el recorrido en sentido contrario.(22) 

Una vez en tierra firme, quienes habían bajado emprendían la marcha hacia el litoral del Pacífico por los diversos pueblos y campamentos de la empresa. Montaban en los caballos y las mulas que los aguardaban y partían con dirección a Almoloya, punto que por un tiempo sirvió como estación central del transporte por tierra, pues el trecho de poco más de 56 kilómetros que lo separaba de El Súchil tardó en concluirse. La senda, aceptable en estación de secas, en la de lluvias implicaba andar a paso lento por atajos pantanosos, encontrarse con deslaves, vadear ríos desbordados, sufrir penurias.(23) Una vez en Almoloya, en el transcurso del quinto día, los viandantes podían subir a los carruajes y avanzar con más comodidad, seguidos por el transporte del correo con “la bandera de las barras y las estrellas ondeando sobre él”.(24)

Los viajeros tocaban distintos pueblos y podían detenerse en las rancherías cercanas al camino. También parar en los campamentos de la empresa, distantes entre sí unos 25 kilómetros, centros vitales de la obra, dirigidos por un ingeniero, que dependían del cuartel general en La Chivela. Cada uno contaba con su propio almacén y un encargado de solicitar lo que se requería al almacén principal situado en El Súchil. La vida en ellos resultaba difícil por el calor, los mosquitos y otros múltiples y pérfidos insectos, la mala comida, el agua caliente para beber, la lluvia constante en ciertos periodos, los males estomacales y hasta los fallecimientos: “Estoy enfermo y cansado de esta vida en el ‘wilderness’, privado de toda comodidad, sujeto a todas las molestias posibles”, escribía uno de sus moradores.(25) Sin embargo, los campamentos ofrecían a los transeúntes un momento de reposo, la ocasión de tomar un refrigerio sin hacer gasto alguno, por lo menos aquéllos que viajaban en los grupos organizados por la LTC.(26)

Un alto importante y quizá el más largo era la villa de Tehuantepec, favorecida por la prosperidad del momento, donde los viajantes podían descansar varias horas, dándose ánimos y tomando fuerzas para efectuar la última parte del recorrido, tenía lugar durante la sexta jornada. Esta vez se dejaban los carruajes abordados en Almoloya y ellos seguían a lomo de caballo o mula hasta el puerto de Ventosa, en el litoral del Pacífico, donde transponían otra vez la aduana, para enseguida subir a los botes y lanchas balleneras que los llevaban hasta el recién fondeado “Oregon”, propiedad de la Pacific Mail Steamship Company (PMSC), con la cual existía un arreglo. El “Oregon” era un barco de primera, muy amplio, que solía anclar ocho kilómetros arriba -Ventosa no era el mejor lugar para hacerlo-, a 20 metros de una angosta playa. Los botes iban y venían, casi siempre entre un fuerte viento y un fuerte oleaje; si alguien caía, “los desnudos nativos” ofrecían su ayuda, si bien era raro que alguien no terminara mojado.(27)

El “Oregon” zarpaba al séptimo día hacia el puerto de Acapulco, donde bajaban pasaje, carga y correspondencia para aguardar el arribo de otro vapor de la misma PMSC que, procedente de Panamá, los iba a recoger y llevar a California.(28) Al fin, después de seis jornadas de navegación, los viajeros podían avistar el puerto de San Francisco. Culminaba así un periplo promedio de catorce días, que el Sacramento Union no tuvo empacho en declarar “una completa revolución en nuestras relaciones postales con el resto de la Unión” y el exaltado Alta California refirió como “uno de los sucesos más importantes de nuestro tiempo […] Un paso gigantesco en la marcha del progreso y otro impulso para la prosperidad de California.”(29) 

El cuadro siguiente reúne y organiza los datos anteriores, aplicándolos al recorrido iniciado a fines de octubre de 1858. Permite apreciar el esfuerzo operativo y de conexiones hecho por la LTC:

27 de oct      Salida del “Quaker City” de Nueva Orleáns.

30 de oct      Arribo del “Quaker City” a Minatitlán, 

                          de donde salía el “Suchil”.

31 de oct     Arribo del “Suchil” a El Suchil y vuelta a 

                          Minatitlán. Inicio del recorrido por tierra, 

                           a lomo de mula y caballo.

1 de nov     Arribo de viajeros terrestres a Almoloya y 

                       de aquí traslado en carruaje hacia Ventosa. 

                       Llegada del “Suchil” a Minatitlán.

2 de nov    Arribo del “Oregon” y de los viajeros por 

                       tierra a Ventosa. Llegada del “Quaker City” de  

                       Minatitlán a Nueva Orleáns.

3 de nov   Salida del “Oregon” con viajeros y valijas de 

                     correo a Acapulco.

5 de nov     Arribo del “Oregon” a Acapulco y desembarco.

5 de nov     Arribo del “Quaker City” a Nueva Orleáns.

8 de nov     Arribo del “Golden Age” a Acapulco. 

14 de nov   Llegada del “Golden Age” a San Francisco.

 

Cuando el itinerario se efectuaba en sentido contrario, esto es, de San Francisco a Nueva Orleáns, la suerte de los pasajeros era parecida, aun cuando alguna diferencia procedía, por ejemplo, del descenso en el litoral oaxaqueño ya que, al llegar los botes y lanchas a unos seis metros de la orilla, los “nativos” solían cargar sobre los hombros hasta la parte seca no sólo los bultos sino a los mismos peregrinos, quienes luego salvaban la playa hasta la modesta oficina de la empresa. Allí, un empleado mexicano revisaba su equipaje y hacía los cobros aduanales.(30) Después emprendían el camino hacia la villa de Tehuantepec.

Alojamiento,,, comida y alcohol

Hemos visto las escalas que los viajeros hacían o podían hacer a lo largo de su tránsito por el istmo de Tehuantepec. Cabe aquí aclarar que no todos eran parte de los grupos formados por la LTC, los cuales gozaban del beneficio de que la empresa se hiciera cargo de las comidas y el alojamiento, pues estos costos estaban incluidos en los precios del pasaje, sino que había quienes llegaban por su lado y debían pagar por sus consumos, a precios altos y con gajes tales como cargar con enseres para dormir y con alimentos para el recorrido.(31)

Miremos enseguida cómo eran estos servicios de alojamiento y comida, pues a los preexistentes en la región, en realidad muy escasos, se sumaron los surgidos en estos meses como resultado del breve “boom” económico causado por la apertura de la ruta. Para ello contamos con los testimonios de algunos viajeros, publicados más tarde como libros,(32) así como con los relatos de quienes los enviaron a periódicos y revistas de Estados Unidos.

Sigamos de nuevo el camino por el istmo, pero detengámonos ahora en los “hoteles” y también a comer y brindar con los viajeros. Podremos hacerlo desde el desembarco en Minatitlán, que en esos meses contó con un hotel y “seis ‘bar-rooms'”. El abate francés Charles Brasseur de Bourbourg, quien entonces recorrió la región, nos cuenta que el hotel era una casa de tablas de madera, alzada sobre postes, rodeada de balcones toscos y perteneciente a un comerciante estadounidense.(33)

El pueblo de El Súchil, que ya vimos como el sitio de desembarco después de la navegación por el río Coatzacoalcos, ofrecía la ventaja de que allí estuviera el almacén general de la empresa y ahí llegaran los víveres, el vestuario y los útiles e instrumentos enviados de Estados Unidos y libres de impuestos. Sobra decir que lo último favorecía el ingreso de “una cantidad inmensa de contrabando” -alcohol, entre otros-, agravado por gerentes desordenados y deshonestos, “una pérdida continua, ocasionada por una escandalosa dilapidación” y “una francachela continua”.(34)

Allí había tres hoteles, que no debían de ser más que meras barracas de madera, desde luego cada uno con su “bar-room”. El visitado por el abate Brasseur era un cobertizo grande, dividido en tres partes. En la mayor estaba el dormitorio, con 20 catres de tijera, todos con mosquitero, pero apenas separados entre sí. Por el calor no había colchones, siendo la ropa de cama, habitualmente, una almohada y una sábana. El local tenía otras dos piezas, una atrás que el capitán Chamberlain, su propietario, utilizaba como cuarto y gabinete propios, y otra delante, que servía como entrada a la vez que como “bar-room”, tal cual se habituaba en los hoteles estadounidenses. El comedor se hallaba al fondo de un corral sucio y lleno de barro, donde los comensales convivían con los animales domésticos. El menú era reducido: arroz hervido en agua, huevos, sardinas enlatadas, puerco salado frito, café y en vez de pan una mala galleta de mar. Lo mejor que se podía conseguir era una “omelette” de un jamón por lo general rancio, con arroz hervido y café y, al final, “un ‘pudding’ inventado por el chef, pero que ni la peor fonducha de París o de Londres se habría atrevido a reconocer”. Eso sí, todo iba regado “con jerez, madeira, champaña y otros líquidos magníficamente titulados”. Por el alojamiento y la comida el capitán cobraba 2.5 pesos diarios.(35)

El siguiente punto del recorrido servía como estación principal de los vehículos de línea de la LTC y recibía el nombre de “Camp de xv Miles”. Al lado se encontraba un cobertizo construido sobre estacas, semi ruinoso, que recibía “el título fastuoso de hotel”. Sus muebles eran armazones de palos de un 1.20 cm de altura, que a la vez se usaban de camas, bancos y sillones. Había una estufa de hierro fundido donde se calentaban los frijoles -a seis reales la taza-, las tortillas y el café servidos a los viajeros. Su propietario era un médico estadounidense, el Dr. Chandler, quien lo atendía con la ayuda de un muchacho de origen zapoteco.(36)

Más adelante, en el poblado de nombre Paso de la Puerta, una choza recién construida cubierta de palmas aparecía como el Ladd’s Hotel. Pese a su sencillez, se trataba de una posada limpia y cómoda, que según el buen abate ofrecía “una comida tolerable”. El dueño era un joven estadounidense.(37)

A la vera del camino, el siguiente punto -rumbo a San Juan Guichicovi- era la posada de Sanderson, junto a otro campamento. Se trataba de una larga barraca de madera, dividida en varias secciones, con lacantina a la entrada, después el comedor y en último lugar el dormitorio, donde las camas se hallaban puestas en línea. La dirigían los hermanos Tillman, quienes para la cena servían huevos, arroz con pollo y una taza de café con leche. El “bar room” servía alcohol a cualquier hora y por la noche tornaba en ruidoso antro de juego, donde huéspedes y hoteleros se complacían en apostar,(38)  y ¿por qué no?, como en cualquier taberna de la frontera estadounidense, culminar en golpes o tiroteos.(39)

Más adelante, también a la orilla del camino, los viajeros topaban con una venta, esto es, un “rancho miserable, adornado con el nombre de hotel”, dirigido por Mr. Nash, ex colaborador del filibustero William Walker. No pasaba de ser una choza, pero estar allí era mejor que quedarse en despoblado, además que, sorprendentemente, se comía bastante bien. El exigente abate Brasseur pudo observar a Nash cocinar una buena sopa mientras un equipo de indígenas zapotecas se hacían cargo de echar las tortillas y freír los huevos y el pollo que se servirían sobre una mesa hecha con tablas y sostenida por cajas vacías. El “hotel” carecía de dormitorios; se descansaba al aire libre, con las hamacas, camas plegables, cobijas y mosquiteros portados por los visitantes; quienes preferían permanecer adentro pronto rectificaban, echados por el calor, los animales domésticos y mosquitos.(40)

Uno de los mejores hoteles del istmo de Tehuantepec se hallaba en el pueblo de El Barrio. Se trataba del Hotel Français, emplazado en una casa bien construida en piedra y adobe, limpia, encalada y cómoda en el interior, y administrado por dos socios: el Sr. Blanco, un mexicano, y Mr. Belcher, francés. Allí, para beneplácito de viajeros estrictos como el abate, se ofrecían comidas aceptables “a la manera europea”.(41)

Por fin se llegaba a la ciudad de Tehuantepec, última población importante de la ruta. Los hoteles de mayor calidad estaban cerca o frente a la plaza central. La California House pertenecía a Alexander Bell, quien la anunciaba en la prensa de California como cercana, además, al consulado de Estados Unidos y la oficina de la LTC, y la describía como “grande, bien protegida por espléndidos corredores y pórticos [con] un buen pozo de agua […].”(42)

El Hotel San Francisco se ubicaba en una de las casas más bellas y mejor cuidadas de la ciudad. Tenía el techo defendido por almenas, muebles suficientes para los huéspedes y un “magnífico” patio lleno de cocoteros.(43) Su dueño, que además se desempeñaba como un “espléndido” cocinero, era un francés: Eugène Grygean.(44)

Justo enfrente de la plaza se descubría el Hotel Oriental, que Brasseur de Bourbourg describe con gusto: Era una hermosa casa, de antiguo estilo colonial español, compuesta por una planta baja de una altura considerable […], y que a pesar de su aire envejecido y abandonado tenía un aire de grandeza que me hizo pensar en la prosperidad antigua de Tehuantepec: se veían amplios departamentos, cada uno con una o dos altas ventanas, abriéndose a balcones enrejados, sin más cierre que dos enormes postigos en vez de vidrieras, que hubiesen sido superfluas en esta región. Las puertas daban a dos arcos dentados sobre un corredor inmenso, rodeando por ambos lados un espacio plantado con dos o tres cocoteros que a cien pies de altura [aprox. 30 m] inclinaban sus largas hojas delineándose atravesadas sobre una amplia fuente llena de agua límpida.(45)

Las habitaciones eran amplias y estaban pintadas al temple, aun cuando el mobiliario resultaba muy sencillo: un catre de tijera cubierto con una sábana, dos sillas y una mesa con aguamanil y, en lo que sin duda era el máximo de la elegancia para el istmo y la misma ciudad de Tehuantepec, había un menú del día, “bastante bueno”.(46)

No faltaban otros albergues, pero de menor calidad. Citado por los viajeros estadounidenses, el Hotel Unión brindaba pocas comodidades para dormir: hamacas, catres de tijera, mosquiteros, a veces sabanas y almohadas. Sin embargo, la comida resultaba abundante y al parecer tolerable. La dueña era una mujer.(47)

Ahora bien, a pesar de la oferta hotelera, cuando paraban en la ciudad muchos transeúntes, como sucedió durante los meses del “boom” de la ruta, se veían obligados a olvidarse de catres y hamacas, así como de sábanas y almohadas y sacar del equipaje lo suyo o bien conformarse con un simple petate o un suelo de baldosas desnudas o de tierra como lugar de descanso nocturno.(48)

La última –o la primera– parada de la ruta de Tehuantepec era Ventosa. Allí había algunas construcciones techadas con hojas de palma y erigidas por la empresa. Ninguna servía de hotel o posada, pero una sí de taberna.(49)

Entre población y población, los viajeros podían detenerse en los campamentos de la obra para mudar de caballos o mulas, darse un descanso o tomar un refrigerio. Sin duda, los itinerantes representaban una distracción para los habitantes de estos sitios, quienes aparte del trabajo llevaban un día a día rutinario y aburrido, sobre todo cuando el mal tiempo los obligaba a encerrarse. El alcohol -brandy, whiskey, vino, jerez, entre otros- corría en abundancia, allí y en las tabernas donde se juntaban con otros viajeros y, entre compatriotas que se topaban lejos de su país, debió de surgir una relación cordial. Así, cuando la goleta “Roscoe” bajó una carga de bebidas etílicas en Ventosa el 24 de enero de 1859, los operarios de la LTC la consideraron un “regalo de Dios.”(50)

Los andarines podían, asimismo, detenerse en las miserables rancherías próximas al camino o bien en lugares despoblados, y en ambos casos dormir al aire libre. A veces se alojaban en casas particulares o dentro o cerca de las alcaldías de los pueblos. De esta suerte, un reportero del Alta California nos cuenta cómo aquellos istmeños a los que trató le parecieron “muy felices y alegres, muy corteses y hospitalarios, el desconocido que pasa es invitado cordialmente a entrar en la casa, le ofrecen como lugar de descanso la hamaca que en todas las chozas está colgada en el lugar más fresco, y en pocos minutos le proponen una buena taza de chocolate, o unos huevos revueltos y tortillas […].”(51)

Los pros y los contras

Al aproximarnos a los sitios de hospedaje y alimentación existentes en el istmo de Tehuantepec entre 1858 y 1859, a través de los testimonios de diversos viajeros, hemos referido a cuatro temas: espacio, servicios, dueño o administrador y huéspedes.(52) Nuestro objeto ha sido señalar cómo se empezaron a resolver las necesidades propias de una ruta de transporte, si bien esto duró apenas unos cuantos meses pues, apenas dejaron de llegar los recursos precisos para su sobrevivencia, todo se vino abajo, sin al parecer dejar huella o al menos una enseñanza para el porvenir.

Los hoteles que encontramos fueron de dos tipos. Había las viejas casas, amplias y distintivas de las poblaciones más importantes de la región, hechas de piedra y adobe, con ventanas, balcones, anchos corredores y grandes patios, divididas para responder a los requerimientos del negocio. Pero también se contó con cobertizos erigidos para el momento, con armazones y planchas de madera importadas de Estados Unidos por la empresa. En ningún caso se menciona la existencia de un moderno cuarto de baño, si bien en casi todos se puede constatar la presencia de una barra para servir alcohol.(53)

Aun cuando en los primeros hoteles –acaso algunos preexistentes a la obra del camino– el mobiliario estaba en mejores condiciones, en todos resultaba escaso y austero. Y sin duda en los recién surgidos era improvisado e incómodo; nada tenían que ofrecer del estadounidense y/o el lujo europeo.(54)

Con respecto a los servicios de estos lugares, tal parece que eran normados por la Real Ordenanza de Intendentes de 1786, aun cuando quienes entonces cruzaron el istmo de Tehuantepec no vieron que sus disposiciones se cumplieran, esto es, no hallaron “mesones [de…] suficiente capacidad, con la competente provisión de víveres, camas limpias, y lo demás preciso al buen hospedaje, asistencia y alivio de los caminantes, a la menor costa posible”.(55) Salvo en los hoteles principales, el resto no se distinguía por su limpieza, abundaban los insectos de distinto tipo y en muchas ocasiones era preciso convivir con los animales domésticos. Escaseaban las camas y la ropa de cama, si acaso había la suerte de compartir una habitación con otros muchos y disponer de catres de tijera, hamacas o petates y mosquiteros. Casi todos servían alimentos, si bien éstos eran siempre los mismos y bastante simples. El único entretenimiento estaba en ir a los “bar-rooms”, donde gracias al contrabando favorecido por la franquicia comercial de la LTC, los vinos y licores sobraban. Algo común fue que se jugara y apostase en ellos.

¿Quiénes eran los individuos que poseían y/o administraban estos hoteles y bares y cobraban por ello sumas elevadas? Se trataba, desde luego, de personas deseosas de emprender un negocio, en su mayoría estadounidenses, quienes al enterarse de la apertura del camino, se trasladaron al istmo de Tehuantepec con la mira de hacer fortuna. Debieron de ser dueños de algunos recursos, pues establecer un hotel o un “bar-room” implicaba adquirir o rentar un predio y/o una casa y, aunque en varios casos lo hicieron en terrenos concedidos a la empresa y los inmuebles erigidos eran preconstruidos y, por ende, más baratos, tuvieron que amueblarlos y dotarlos de diversos enseres.(56)

Asimismo, una vez que se contaba con la infraestructura necesaria, se requería de la obtención de una licencia, luego del pago de los impuestos correspondientes y después dar cumplimiento continuo a una serie de disposiciones legales, como la que disponía que los hoteleros llevaran un informe diario y detallado de sus huéspedes.(57) Había también que tratar con las difíciles autoridades locales y desde luego atender a los huéspedes, esto es, vigilar el suministro y la preparación de los alimentos y bebidas e impedir los alborotos que podían provocar borrachos, pendencieros y apostadores, después pasar varias horas en el “bar-room”. A veces tenían ayuda doméstica, esto es, los buenos oficios de indígenas de la región, de lo contrario ellos hacían de prácticamente todo.

Sin embargo, hubo posaderos europeos y mexicanos, que pusieron su solicitud en establecimientos de mayor reputación y por lo general dieron mejor servicio y debieron de gozar de más oportunidades de supervivencia que los primeros.

¿Quiénes se hospedaron y comieron en estos lugares? En su mayoría eran itinerantes estadounidenses y europeos –casi todos hombres, aunque había mujeres–, deseosos de hacer fortuna en California, aunque también ingenieros, operarios y administradores contratados por la empresa para manejar y concluir el camino, así como para estudiar su posible transformación en ferrocarril. Aunque también había los que regresaban decepcionados de la aventura del oro.

¿Qué les podían parecer estos servicios a quienes estaban acostumbrados como estaban a los más cómodos y modernos de sus países de origen? La respuesta es que, por lo general, nuestros viajeros reconocían la superioridad del nuevo camino sobre Panamá y Nicaragua en cuanto a tiempo y distancia, sin dejar por eso de quejarse por motivos distintos: que si los vapores que encallaban a la entrada y a lo largo del Coatzacoalcos, sin alcanzar El Súchil en tiempo de secas, obligándolos a subir a canoas y barcas y a remar ellos mismos contra la corriente; que si el estado del camino era rudimentario, por lo cual no siempre podían valerse de los carruajes y tenían que ir a caballo o en mula y hasta caminar sobre pésimas veredas; que si los vientos volvían inaccesible a La Ventosa; que si los empleados y funcionarios mexicanos cometían abusos; que si debían esperar mucho en Acapulco para hacer la conexión con la PMSC o en otros sitios del istmo por aguardar los carruajes, etcétera. En suma, los disgustaban la insuficiente organización por parte de la LTC; las ausencias de sus agentes y del encargado del correo de Estados Unidos así como la falta de cuidado y seguridad. Y, desde luego, en cuanto a los servicios de hospedería y alimentación -la mayoría atendidos por sus propios compatriotas- los hicieron sufrir las comidas sencillas y humildes, y muchas veces caras; los hoteles sucios, primitivos y ruidosos, donde era preciso hacinarse en las habitaciones que carecían de camas, jabón, toallas, entre otros, o los insectos múltiples y muchas veces venenosos.(58)

De ahí que un reportero del Alta California advirtiera: “No recomiendo la ruta ni a los petimetres a la moda ni a las mujeres muy exigentes, en especial las de mentalidad terca, al menos por uno o dos meses, por temor a que pudieran ensuciar sus polainas, pero sí al viejo minero duro, que podrá reírse de los petimetres y ‘burlarse cuando los venza el miedo.”(59)

Ahora bien, al no sobrevivir la ruta de Tehuantepec a la suspensión del apoyo económico enviado desde Estados Unidos, tampoco perduró la mayoría de los establecimientos que brindaron hospedaje, alimento y diversión a quienes habían elegido recorrerla. Así, cuando Claude-Joseph-Desiré Charnay, un viajero francés visitó el istmo en 1860 refirió que el camino estaba cubierto de vegetación e inundado por los ríos desbordados. Se topó con unos cuantos estadounidenses, aquéllos que no habían podido partir, quienes –describió– “pálidos y famélicos, paseaban por las calles sus famélicas personas, sin deber más que a la caridad el sostén de una vida miserable.”

Conclusión

La prometedora ruta de Tehuantepec pareció convertirse en realidad en 1858, al inaugurarse el servicio de transporte de la “Louisiana Tehuantepec Company” y abrirse los distintos establecimientos de alojamiento, alimentación y entretenimiento que los viajeros requerían y que presuntamente coadyuvarían a un mayor progreso de la región. En los relatos que publicaron después de su travesía, describieron estos últimos como resultado del esfuerzo y el espíritu angloamericano, que una vez más demostraba ser capaz de portar el estandarte de la civilización. Sin embargo, los “nativos” –léase aquí los nacidos en México– sólo asoman en un segundo o tercer plano, ya como criados en las posadas, ya como los cargadores del equipaje. Es cierto que nuestros itinerantes apenas dispusieron de tiempo para apreciar el entorno por el que transitaban -y al paso percatarse de los cambios que poco a poco las reformas liberales iban generando así como de la reacción contraria en algunas poblaciones-, pero también que la letra impresa en que plasmaron sus experiencias definió cómo cientos, acaso miles de lectores en Estados Unidos, verían y valorarían el istmo de Tehuantepec en ese momento y en los años siguientes.

A pesar de que, por un momento, pareció que el camino de Tehuantepec iniciaría la reorganización espacial de la región y daría valores capitalistas a sus habitantes, como sugería el surgimiento de nuevos negocios, su corta existencia impidió que fuera así. De donde todos desaparecerían, dejando apenas unas cuantas pistas en los periódicos y los testimonios viajeros.

Notas

1 Hermesdorf, Matthias G., “On the Isthmus of Tehuantepec”, en The Journal of the Royal Geographic Society, 32 (1862), pp. 536-554, p. 536. Vid. “Letter from Tehuantepec”, Minatitlán, 30 de junio de 1859, Sacramento, 18 de julio de 1859

2 Citado en Eslava al editor, Minatitlán, 1 de enero de 1858, Picayune, Nueva Orleáns, 6 de noviembre de 1858.

3 Se utilizarán los términos hotel y “bar-room”, que fueron los más socorridos por los viajeros del camino, aunque por su tamaño y servicios los hoteles fueran equivalentes a las posadas, mesones y ventas del mundo hispánico, y los “bar-rooms” a las cantinas y tabernas.

4 Brasseur había sido capellán de la legación francesa en México; era un trotamundos experimentado que en 1859 viajó a América bajo los auspicios del Ministerio de Instrucción Pública del emperador Napoleón III, y de mayo de este año a octubre de 1860 recorrió el istmo de Tehuantepec, Chiapas y Guatemala. Tenía como fin escribir Voyage sur l’isthme de Tehuantepec, dans l’état de Chiapas et de la République de Guatemala, cuya primera parte -la correspondiente al istmo de Tehuantepec- apareció poco después y ha sido editada en español en 1981 y 1984. Por su parte, Murphy publicó en 1859 “The Isthmus of Tehuantepec. Its inhabitants and resources” en el Journal of the American Geographical and Statistical Society; Stevens varios artículos en California Farmer, San Francisco, 25 de marzo de 1859 y Hermesdorf escribió “On the Isthmus of Tehuantepec”, que apareció en 1862 en el Journal of Royal Geographical Society, revista de la Royal Geographical Society de Londres. Brasseur, Charles, Viaje por el istmo de Tehuantepec, México, Fondo de Cultura Económica, 1984, (Lecturas mexicanas), pp. 7-8; Ferrer Muñoz, Manuel, “Brasseur de Bourbourg ante las realidades indígenas de México”, pp. 261-286, en Manuel Ferrer Muñoz, La imagen del México decimonónico de los visitantes extranjeros: ¿un Estado-nación o un mosaico plurinacional?, México, Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México, 2002, pp. 261-266; Murphy, John Mac Leod, “The Isthmus of Tehuantepec. Its inhabitants and resources”, Journal of the American Geographical and Statistical Society, 1-6, 1859, pp. 162-177; Suárez Argüello, Ana Rosa, El camino de Tehuantepec. De la visión a la quiebra, 1854-1861, México, Instituto Mora, 2013, (Historia Internacional), pp. 235-236. Vale aquí señalar que, años después, además del interés por utilizar la ruta de comunicación interoceánica, se sumaría el deseo de encontrar otros recursos en el istmo. Si bien esto tendría lugar, más bien durante el porfiriato, ya desde los años del segundo imperio John McLeod Murphy, ex colaborador de la fallida empresa del camino de Tehuantepec, se daría a la búsqueda de chapopoteras, interesado en incursionar en la explotación petrolera en la región. Al respecto consultar el muy completo artículo de Gerali, Francesco y, Paolo Riguzzi, “Entender la naturaleza para crear industria. El petróleo en la exploración de John McLeod Murphy en el istmo de Tehuantepec, 1865”, en Asclepio. Revista de Historia de la Medicina y de la Ciencia, 67, 2 (2015), pp. 1-17

5 Carrasco Puente, Rafael, Bibliografía del istmo de Tehuantepec, México, Secretaría de Relaciones Exteriores, 1948, 2 v.

6 Reina, Leticia, Historia del istmo de Tehuantepec. Dinámica del cambio sociocultural, siglo XIX, México, Instituto Nacional de Antropología e Historia, 2014; Brasseur, Viaje por Tehuantepec, pp. 176-193.

7 Arrioja Díaz Viruell, Luis Alberto, y Carlos Sánchez Silva, (Coordinadores), Conflictos por la tierra en Oaxaca. De las reformas borbónicas a la reforma agraria, México, El Colegio de Michoacán-Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca, 2012.

8 Velázquez, Emilia, Eric Léonard, Odile Hoffmann y M.-F. Prévôt-Schapira, (Coordinadores), El istmo mexicano: una región inasequible. Estado, poderes locales y dinámicas espaciales (siglos XVI-XXI), México, Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social-Institut de Recherche pour le Développement, 2009.

9 Suárez Argüello, Ana Rosa, La segunda batalla por Tehuantepec. El peso de los intereses privados en la relación México-Estados Unidos, 1848-1854, México, Dirección General del Acervo Histórico Diplomático Mexicano-Secretaría de Relaciones Exteriores, 2003 y Suárez Argüello, El camino de Tehuantepec, 2013.

10 “Letter from Mexico”, Alta, San Francisco, 17 de septiembre de 1858.

11 Webster a Cass, Tehuantepec, 5 de octubre de 1858, en NAW, Despatches from Consuls… Tehuantepec, microfilm M305, documento 11; Benjamin a P. A. Hargous, Nueva Orleáns, 14 de septiembre de 1858, en ajhs, Collection of Judah P. Benjamin, P-45, caja 2, fólder 3; “The Tehuantepec route”, Picayune, Nueva Orleáns, 5 de septiembre de 1858; “S” al editor, [s. l., s. f.], Times, Nueva York, 10 de septiembre de 1858; “Letter from Mexico” y “The news”, Alta, San Francisco, 17 de septiembre y 17 de octubre de 1858; “Don Luis Hargous” y “Tehuantepec”, Sociedad, México, 5 y 6 de septiembre de 1858; “Minatitlán”, Diario, México, 7 de septiembre de 1858.

12 “Tehuantepec”, Diario y Siglo, México, 24 y 25 de junio de 1858; “Camino a través del istmo de Tehuantepec”, México, Sociedad, 24 de junio de 1858.

13 Carta al editor, “Suchil”, noviembre de 1858, “Incidents of travel”, 1859, p. 40.

14 Murphy, “The Isthmus of Tehuantepec”, 1859, p. 172.

15 Charnay, Désirée, Ciudades y ruinas americanas, México, Dirección General de Publicaciones-Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1994, (Mirada viajera), p. 264.

16 “The Tehuantepec route”, Alta, San Francisco, 9 de agosto de 1858. Los datos aparecen en millas en el original; la aproximación a kilómetros es nuestra.

17 “The Tehuantepec route”, Times, Nueva York, 1 de junio de 1858; “Tehuantepec” y “The Tehuantepec Company”, Bee, Nueva Orleáns, 18 de octubre de 1859.

18 “The Tehuantepec route”, Herald, Nueva York, 5 de julio de 1858; “The California mails”, Alta, San Francisco, 30 de julio de 1858; “Opening of the Tehuantepec route”, Sacramento, Sacramento, 31 de julio de 1858.

19 Judah P. Benjamin a Peter Amédée Hargous, Nueva Orleáns, 10 y 16 de noviembre y 16 de diciembre de 1858, 14 de enero y 18 de febrero de 1859 y Benjamin a Lewis Heyliger, Nueva York, 21 de diciembre de 1858, en ajhs, Collection of Judah P. Benjamin, P-45, caja 2, fólders 3 y 4; [Boardman a Robert W. Shufeldt], Nueva York, 19 de noviembre de 1858 y Hargous a Shufeldt, Nueva York, 25 de noviembre de 1858 y Hargous a Shufeldt y W. H. West a Shufeldt, Nueva York, 7 y 18 de enero de 1859, en lc, The papers of Robert W. Shufeldt, caja 11; “The Tehuantepec route” y “A weekly Tehuantepec mail”, Courrier, Nueva Orleáns, 30 de diciembre de 1858; carta al editor, El Súchil, noviembre de 1858, “Incidents of travel”, 1859, p. 40; Diket, Albert L., “Slidell’s Right Hand: Emile La Sere”, Louisiana History, 4, 1963, Lafayette, pp. 77-205, pp. 195196; Morrison, Andrew, The industries of New Orleans her rank, resources, advantages, trade, commerce and manufactures, conditions of the past, present and future, representative industrial institutions, historical, descriptive, and statistical, Nueva Orleans, J. M. Elstner, 1885, pp. 383-384; Congressional, Washington, 6 de enero de 1859, pp. 232 y 262 y Journal of the Senate, 35 Congreso, 2da. sesión, Washington, 6 y 7 de enero de 1859, pp. 110-115, http://memory.loc.gov/ammem/amlaw/lawhome.html; “Maritime”, http://www.maritimeheritage.org/ships/steamships.html [consultado el 11 de julio del 2013].

20 “Opening of the Tehuantepec route”, Sacramento, Sacramento, 31 de julio de 1858; “Sea and ship news. The new Tehuantepec steamer”, Times, Nueva York, 30 de septiembre de 1858; Eslava al editor, Minatitlán, 1 de noviembre de 1858 y J. S. R. al editor, Minatitlán, 2 de noviembre de 1858, Picayune, Nueva Orleáns, 6 y 11 de noviembre de 1858; Brasseur, Viaje por Tehuantepec, 1984, p. 22.

21 “Sea and ship news. The new Tehuantepec steamer”, Times, Nueva York, 30 de septiembre de 1858.

22 “Telegraphic intelligence”, “From the isthmus of Tehuantepec. Arrival of the Quaker City” y J. S. R. al editor, Minatitlán, 2 de noviembre de 1858, Picayune, 5, 6 y 11 de noviembre de 1858; “Dépêches télégraphiques transmises à L’Abeille”, Bee, 6 de noviembre de 1858; “The Tehuantepec route open. Arrival of the Quaker City at New Orleans” y John K. Hackett al editor, [s. l., s. f.], Times, Nueva York, 6 de noviembre de 1858 y 28 de marzo de 1859; Diket, “Slidell’s Right Hand”, 1963, pp. 195-196.

23 Benjamin a Hargous, Nueva Orleáns, 10 de noviembre de 1858, en AJHS, Collection of Judah P. Benjamin, P-45, caja 2, f. 3; A. B. al editor y Veritas al editor, Tehuantepec, 18 y 30 de noviembre de 1858, Alta, San Francisco, 3 y 19 de diciembre de 1858; “The Tehuantepec route”, “Tehuantepec route”, Lacy al editor del San Francisco Weekly Pacific, vapor Coatzacoalcos, 20 de abril de 1859 e “Interesting from Tehuantepec”, Almoloya, 18 de mayo de 1859, Sacramento, Sacramento, 6 y 20 de diciembre de 1858 y 25 de mayo y 7 de junio de 1859; “The Tehuantepec route open. Arrival of the Quaker City at New Orleans”, “The Tehuantepec route” e “Isthmus of Tehuantepec”, Times, Nueva York, 6, 8 y 21 de noviembre de 1858 y 1 de enero de 1859; “Telegraphic intelligence” y J. S. R. al editor, Minatitlán, 2 y 11 de noviembre de 1858, Picayune, Nueva Orleáns, 5 de noviembre de 1858; “Dépêches télégraphiques transmises à L’Abeille”, L’Abeille, Nueva Orleáns, 6 de noviembre de 1858; “El tránsito de Tehuantepec”, Diario, México, 13 de noviembre de 1858; “Noticias sueltas”, Sociedad, México, 15 de noviembre de 1858; Brasseur, Viaje por Tehuantepec, 1984, pp. 82-84; Glick, Edward B., Straddling the Isthmus of Tehuantepec, Gainesville, University of Florida, 1959, (Latin American Monographs), pp. 25-26; Mack, Gerstle, The land divided. A history of the Panama canal and other isthmian canal projects, Nueva York, Alfred A. Knopf, 1944, pp. 227-228.

24 “The Tehuantepec transit”, Sacramento, Sacramento, 19 de noviembre de 1858.

25 “Life on the isthmus. By one of the engineers”, [s. l., s. f.], en lc, The Caleb Cushing Papers. Vid. Charles R. Webster a Lewis Cass, Tehuantepec, 29 de enero de 1858, en naw, Despatches from Consuls… Tehuantepec, microfilm 305, n. 3; “The luxury of Central American life”, Sacramento, Sacramento, 12 de julio de 1859; Brasseur, Viaje por Tehuantepec, 1984, pp. 81-82.

26 A. B. al editor y Veritas al editor, Tehuantepec, 18 y 30 de noviembre de 1858 y 17 de enero de 1859, Alta, San Francisco, 3 y 19 de diciembre de 1858 y 30 de enero de 1859; “The Tehuantepec route” y Lacy al editor del San Francisco Weekly Pacific, vapor Coatzacoalcos, 20 de abril de 1859, Sacramento, Sacramento, 6 de diciembre de 1858 y 25 de mayo de 1859; “The Tehuantepec route. First through trip from California to New Orleans. Description of the route”, Times, Nueva York, 21 de noviembre de 1858.

27 Lacy al editor del San Francisco Weekly Pacific, vapor Coatzacoalcos, 20 de abril de 1859, Sacramento, Sacramento, 25 de mayo de 1859. Vid. ibid., 6 de diciembre de 1858; A. B. al editor, Tehuantepec, 19 y 30 de noviembre de 1858, Alta, San Francisco, 3 y 19 de diciembre de 1858 y 13 de enero de 1859.

28 “More mail facilities”, “The crossing at Tehuantepec”, “The Tehuantepec transit”, Sacramento, Sacramento, 22 de octubre, 17 y 19 de noviembre de 1858; “The time made on the Tehuantepec route” y Veritas al editor, Tehuantepec, 30 de noviembre de 1858, Alta, San Francisco, 15 de noviembre de 1858 y 19 de diciembre de 1858; “Puerto de la Ventosa”, Sociedad, México, 22 de noviembre de 1858; “Noticias sueltas” y “Puerto de la Ventosa”, Sociedad, México, 17 y 22 de noviembre de 1858; “Tehuantepec”, Diario, México, 18 de noviembre de 1858; Otis, Fessenden, Illustrated history of the Panama railroad, Bedford, Applewood Books, 2009, p. 148.

29 “The news”, Alta, San Francisco, 15 de noviembre de 1858 y “Fourteen days”, Sacramento, Sacramento, 22 de noviembre de 1858. Vid. “Arrival of the Golden Age” y “Political advices”, ibid., 15 y 17 de noviembre de 1858; “The time made on the Tehuantepec route” y “The success of the Tehuantepec route”, Alta, San Francisco, 15 de noviembre y 17 de diciembre de 1858; “Acapulco”, Sociedad, México, 27 de noviembre de 1858; Bulletin, San Francisco, 15 de noviembre de 1858; Hafen, Leroy, The overland mail, 1849-1869; promoter of settlement, precursor of railroads, Nueva York, AMS, 1969, p. 120.

30 John K. Hackett al editor, [s. l., s. f.], Times, Nueva York, 28 de marzo de 1859; “Tehuantepec”, Diario, México, 25 de abril de 1857 y “Gacetilla”, Sociedad, 27 de abril de 1859.

31 “The Tehuantepec route. Detailed narrative of a journey across the Tehuantepec isthmus”, Times, Nueva York, 23 de agosto de 1859; Veritas al editor, Tehuantepec, 30 de noviembre, Alta, San Francisco, 19de diciembre de 1858.

32 Brasseur, Viaje por Tehuantepec, 1984; Hermesdorf, “Isthmus of Tehuantepec”, 1862; Charnay, Ciudades y ruinas, 1984; Murphy, “Isthmus of Tehuantepec”, 1859.

33 Brasseur, Viaje por Tehuantepec, 1984, pp. 38, 44.

34 Brasseur, Viaje por Tehuantepec, 1984, pp. 78-79, 81-83. Los viajeros llevaban alcohol. Así, el Alta California relata la historia de una dama que bajó en Ventosa con nueve baúles; cuando los aduaneros los abrieron hallaron botellas de whiskey “en lugar de los miriñaques y las enaguas y otros artículos necesarios para un viaje femenino”. A. B. al editor, Tehuantepec, 17 de enero de 1859, Alta, San Francisco, 30 de enero de 1859.

35 Brasseur, Viaje por Tehuantepec, 1984, pp. 76-79, 86. Vid. Carta al editor, “Suchil”, noviembre de 1858, “Incidents of travel”, 1859, p. 40; “Letter from Tehuantepec. No. 3”, Minatitlán, 16 de abril de 1859, Sacramento, Sacramento, 4 de mayo de 1859.

36 Brasseur, Viaje por Tehuantepec, 1984, pp. 89-90

37 Brasseur, Viaje por Tehuantepec, 1984, pp. 91-92.

38 Brasseur, Viaje por Tehuantepec, 1984, pp. 92, 95-96.

39 Sismondo, Christine, America walks into a bar. A spirited history of taverns and saloons, speakeasies and grog shops, Nueva York, Oxford University, 2011, p. 103.

40 Brasseur, Viaje por Tehuantepec, 1984, pp. 99-101.

41 Brasseur, Viaje por Tehuantepec, 1984, pp. 106-107. Vid. [John M. Murphy] a [Matthew] Perry, La Chivela, enero de 1859, en lc, The Papers of Robert W. Shufeldt, caja 1; John K. Hackett al editor, [s. l., s. f.], Times, Nueva York, 28 de marzo de 1859; Carta al editor, “Suchil”, noviembre de 1858, “Incidents of travel”, 1859, pp. 41, 58.

42 Bell acabaría por ofrecer su posada en renta, debido a “su extrema mala salud”. Anuncio, Alta, San Francisco, 3 de mayo de 1859. Vid. A. B. al editor, Tehuantepec, 18 de noviembre de 1858 y 17 de enero de 1859, Veritas al editor, Tehuantepec, 30 de noviembre de 1858 y Anuncio, ibid., San Francisco, 3 y 19 de diciembre de 1858 y 13 y 30 de enero de 1859; The New Orleans Bee, apud. “Tehuantepec”, Sociedad, México, 24 de agosto de 1858; Lacy al editor del San Francisco Weekly Pacific, vapor Coatzacoalcos, 20 de abril de 1859, Sacramento, Sacramento, 25 de mayo de 1859; Charnay, Ciudades y ruinas, 1994, p. 263.

43 Brasseur, Viaje por Tehuantepec, 1984, p. 190.

44 Carta al editor, Tehuantepec, 6 de marzo de 1859, Herald, Nueva York, 2 de abril de 1859.

45 Brasseur, Viaje por Tehuantepec, 1984, p. 136.

46 Brasseur, Viaje por Tehuantepec, 1984, pp. 136-137.

47 Veritas al editor, Tehuantepec, 30 de noviembre, Alta, San Francisco, 19 de diciembre de 1858.

48 Veritas al editor, Tehuantepec, 30 de noviembre, Alta, San Francisco, 19 de diciembre de 1858.

49 Lacy al editor del San Francisco Weekly Pacific, vapor Coatzacoalcos, 20 de abril de 1859, Sacramento, Sacramento, 25 de mayo de 1859 y Veritas al editor, Tehuantepec, 30 de noviembre, Alta, San Francisco, 19 de diciembre de 1858.

  50 [Murphy] a Perry, La Chivela, enero de 1859, en lc, The Papers of Robert W. Shufeldt, caja 11. En efecto, las diversiones eran escasas, de donde se organizara el “Glass Eye Club” para conmemorar el tránsito del primer correo por el istmo y se valorase cualquier novedad local, como los “fandangos”, en los que se bailaba, bebía y apostaba en el popular juego del monte, o los funerales. H. H. P. al editor, Minatitlán, 15 de noviembre de 1858 y John K. Hackett al editor, [s. l., s. f.] Times, Nueva York, 21 de noviembre de 1858; “The Tehuantepec route. Detailed narrative of a journey across the Tehuantepec isthmus”, Times, Nueva York, 23 de agosto de 1859; Carta al editor, “Suchil”, noviembre de 1858, “Incidents of travel”, 1859, pp. 41-42; Sismondi, America, 2011, pp. 108, 113.

   51 Veritas al editor, Tehuantepec, 17 de diciembre de 1858, Alta, San Francisco, 15 de enero de 1859. Vid. Glantz, Viajes en México, 1964, p. 38.

   52 En el análisis que sigue, nos apoyamos en el excelente trabajo realizado por Martínez Figueroa, Paulina denominado “Sitios de hospedaje en el México del siglo XIX: una revisión general (1786-1885)”, manuscrito, adaptándolo y abundando en el caso de Tehuantepec.

   53 Hermesdorf, “Isthmus of Tehuantepec”, 1862, p. 548.

54 Lacy al editor del San Francisco Weekly Pacific, vapor Coatzacoalcos, 20 de abril de 1859, Sacramento, Sacramento, 25 de mayo de 1859 y Veritas al editor, Tehuantepec, 30 de noviembre, Alta, San Francisco, 19 de diciembre de 1858

55 Real Ordenanza para el establecimiento e instrucción de intendentes de exército y provincia en el reino de la Nueva-España, Madrid, Por órden del rey, 1786, pp. 76-77. Vid. Martínez Figueroa, “Sitios de hospedaje”.

56 Hernández Soubervielle, José Armando, “Sin un lugar para pernoctar en ‘la garganta de Tierra Adentro’. Los mesones en San Luis Potosí”, Relaciones, 132 bis (2012), pp. 151-190, p. 168.

57 Desde el 5 de septiembre de 1846. Dublán, Manuel, y José María Lozano, Legislación mexicana, o colección completa de las disposiciones legislativas expedidas desde la independencia de la república, México, Dublán y Lozano, 1876-1912, 53 vols., v. 5, p. 159.

   58 Frederick Johnson a su gobierno, Acapulco, 29 de febrero de 1859, en pro Foreign Office Papers/50, rollo 149, v. 337, ff. 225-226, núm. 7; “How matters are managed at Tehuantepec. Extract of a letter from the Bulletin”, Memphis, [s. f.], en lc, The Caleb Cushing Papers; Veritas al editor, Tehuantepec, 30 de noviembre y 17 de diciembre de 1858, Alta, San Francisco, 19 de diciembre de 1858 y 15 de enero de 1859; Lacy al editor del Weekly Pacific de San Francisco, vapor Coatzacoalcos, 20 de abril de 1859, “By the Southern overland mail”, St. Louis, Missouri, 9 de mayo de 1859 y C. R. Payne a Office Freeman and Co.’s Cal. Express, Acapulco, 5 de junio de 1859, Sacramento, Sacramento, 25 de mayo, 2 y 15 de junio de 1859; “Communicated. Tehuantepec route to California”, Delta, Nueva Orleáns, 22 de febrero de 1861; John K. Hackett al editor, [s. l., s. f.], Times, Nueva York, 28 de marzo de 1859; “Tehuantepec”, Diario, México, 25 de abril de 1857 y “Gacetilla”, Sociedad, 27 de abril de 1859; Brasseur, Viaje por Tehuantepec, 1984, pp. 72, 79, 83-84; Mack, Land divided, 1944, pp. 227-228.

   59 A. B. al editor, Tehuantepec, 18 de noviembre de 1858, Alta, San Francisco, 3 de diciembre de 1858. Cabe aquí señalar que, acaso porque el paso por el istmo era bastante rápido y por ende superficial, y con la salvedad -como señalamos arriba- del abate Brasseur, estos viajeros no se ocupan ni de la mujer zapoteca ni de su vestimenta. Respecto a este tema vale la pena revisar lo escrito por Reina, Historia del istmo, 2014, pp. 258284 y por Machuca Gallegos, Laura, “El papel de las mujeres en la historia colonial y en el siglo xix del istmo de Tehuantepec”, en Laura Machuca Gallegos y Judith Zeitlin, (Coordinadoras), Representando el pasado y el presente del istmo oaxaqueño: perspectivas arqueológicas, históricas y antropológicas, México, Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social-Universidad de Massachusetts, Boston, 2013, pp. 219-235.


 

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Carpinteros, lauderos y músicos de Veracruz

La Manta y La Raya # 16                                                      marzo  2024 ________________________________________________________________________

Carpinteros, lauderos y músicos de Veracruz

 

fotografías de

Silvia González de León

 

 

El oficio de carpintero en el Sotavento ha estado asociado con frecuencia al de laudero o constructor de jaranas y guitarras de son. También hasta nuestros días es común que los mismos lauderos, no siempre carpinteros, sean músicos de son jarocho. Ese fue el caso de Quirino Montalvo, Carlos Escribano o de Andrés Alfonso, constructor de arpas.

Presentamos en esta ocasión una selección de imágenes del libro El pájaro carpintero. Músicos y lauderos de Veracruz de la fotógrafa Silvia González de León, alrededor del tema de la laudería tradicional practicada en Los Tuxtlas y en Tlacotalpan en los años de 1980 y 1990. Si bien su notable valor estético, estas fotografías también tiene un valor organográfico importante y dan testimonio de la laudería local que podemos considerar dentro del ámbito de la etnolaudería, término reciente acuñado por Victor Hernández Vaca, quien propone entender la laudería desde un punto de vista cultural y tradicional, como es el caso de la laudería indígena.

En Mirada muda, madera sonora, texto introductorio del libro El pájaro carpintero…, Juan Pascoe nos da testimonios de algunos músicos-lauderos que conoció hacia finales de los años 1970 en Los Tuxtlas (Veracruz), entre ellos Quirino Montalvo, constructor notable de quién Gilberto Gutierrez aprendió las artes de la laudería local; las cuales muy pronto, a partir de 1984, empieza éste a difundir a través de talleres. Uno de esos primeros talleres de laudería fue el realizado en Paso del Amate, Santiago Tuxtla, del cual salieron egresados Asunción “Chon” Cobos (carpintero) y los jovenes Ramón Gutiérrez, Camerino y Tacho Utrera. Esta fue una importante generación de nuevos lauderos. 

Habrá que recordar que Chon Cobos fue un productor de instrumentos portentoso… llenaba costales de jaranas y guitarras. En las imágenes observamos a don Chon trabajando en su taller de Paso del Amate y a su colección de plantillas de laudería. Silvia González de León también nos presenta imágenes de otro gran laudero y músico: Carlos Escribano Velázquez, de ascendencia indígena, también constructor de violines, del poblado de Benito Juárez, San Andrés Tuxtla. Todavía hasta los años 2000 don Carlos llegaba a las Fiestas de Tlacotalpan con una producción importante de instrumentos para vender: guitarras de son, medias guitarras, jaranas de todas medidas y violines. ¡Auténtica laudería rústica rural! Don Carlos se instalaba a un costado la iglesia de La Candelaria y junto con sus hijos terminaba de lijar, encordar o pegar muchos de los instrumentos que llevaba. Sus instrumentos tenían fama de sonar bien y se decía que con una “arregladita” quedaban buenos. Ese fue el caso de la legendaria guitarra de son que tocó don Andrés Vega por más de 40 años con el grupo Mono Blanco.   

Los Editores

 


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Palabras Nahuas con el castellano / Los Albañiles

La Manta y La Raya # 16                                                      marzo  2024 ________________________________________________________________________

Palabras nahuas con el castellano

Andrés Moreno Nájera

 

Carlos Hernández Dávila, 1995.

 

Nuestro pueblo descansa en un asentamiento indígena llamado inicialmente Tzacoalco, luego San Andrés Tzacoalco y finalmente San Andrés Tuxtla.

La lengua madre fue el nahua- pipil, lengua de los macehuales (de la gente del pueblo, obreros, artesanos y campesinos), esta variante del náhua clásico esta emparentada con las etnias de Pajapan, Ver., Guatemala y otros grupos centroamericanos.

Cada rincón de nuestra región: los cerros, los ríos, lagos, arroyos, arboles frutos y gran parte de los apellidos de los lugareños son nahua.

Actualmente los pocos hablantes que hay en la zona combinan el nahua del altiplano con el pipil de la región.

Hace sesenta años cuando aún había nahua-parlantes era común mezclar en el dialogo palabras nahuas con el castellano.

Ejemplo;

Juanito Memeche siempre deseo una jarana, al ver que algunos vecinos se reunían en los patios de sus casas para tocar y se divertían, pero además porque sonaban bonito, le gustaba el sonido de esa música.

Su madre Porfiria Xoca no se la podía comprar, pues viuda con tres hijos subsistía con la venta de productos como las hojas de bexo, verijao, abasbabi o xoxogo que le prodigaba el campo. Un día después de haber terminado su venta en la plaza, ya de regreso se encontró en el camino un tronco de xiote y pensó en su hijo. Como pudo se lo echo al hombro y lo llevo a la casa de Alonso Maxo que era quien hacia los instrumentos de por el rumbo.

Cuando Juanito regreso del campo le pregunto a la abuela:

– Nunoya ¿dónde está mi mama? ¿no ha regresado de la plaza?

– Sí, ya regreso –contestó la abuela

– se llevó a tu gogo y dejó a tu pipi moliendo el nixtamal.

– ¿Y para dónde se fue?

– Sabrá teotécut

Pasaron los días y la vida siguió su curso, hasta que una tarde la mamá de Juanito llego con un bulto envuelto en un viejo periódico.

– ¡Mutzotzonah¡  ¡mutzotzonah¡ para que la toques como lo hacía tu abuelo, que suene bonito, esta wehweyi nucoconet.

El rostro del niño se llenó de alegría al quitar la envoltura y dejar ver una blanca jarana, ese instrumento con el que siempre había soñado.

Desde ese día Juanito se sentaba en su butaque y debajo del xinasti se ponía a acariciar las cuerdas de su instrumento.

Un día paso un ancianito y le pregunto:

–qué tocas xogot

–nada tata, no sé, pero me gustaría aprender a tocar la música.

Entonces el anciano le dijo: 

–mira xogot, yo fui amigo de tu abuelo y durante muchos años tocamos juntos, a veces yo lo invitaba en otras él me invitaba y salíamos largos caminos buscando la fiestecita y así nos hicimos viejos hasta que él nos dejó. Ven conmigo te voy a enseñar a tocar.

A partir de ahí Juanito puso todo su empeño y aprendió a tocar la jarana, aprendió varias posturas que pocos dominaban y así con la música se hizo viejo hasta que nutatanoy lo llamo y por allá toca con otros hombres.

Gracias a Onésimo Cordero, nahua hablante de Pajapan por su amistad y sacarme de las dudas. Gracias al Dr. Antonio García de León por su amistad y apoyo a mis inquitudes.

Andrés Bernardo Moreno Nájera.                                                             22 abril 2023

 

Los albañiles

Mi padre fue un humilde obrero que cada día se levantaba para sudar el jornal y llevar el pan a la casa, con él aprendí las labores de la construcción desde los ocho años, edad en la que caminé junto a él en los trabajos de aquellos tiempos.

El aprendió a leer con un exiliado español que formo una escuelita a donde asistían campesinos y obreros después de concluir sus labores, ahí acudió mi abuelo y mi padre para aprender las letras. Patricio Redondo, que era el nombre de aquel exiliado español, no se esmeró en que tuvieran buena letra al escribir, se esmeró en que pudieran leer bien y hacer todo tipo de cálculos, para aplicarlos en la construcción de un arco, una bóveda o la cantidad de material que requerían en una obra.

La gran mayoría de los obreros de la década de los treinta tenían en la memoria a aquel benefactor que los alejo de la oscuridad del analfabetismo.

Los obreros de la construcción tenían presente cada año el día de la Santa Cruz, fecha de agradecimiento de tener un trabajo para llevar el sustento al hogar, de no haber tenido ningún accidente en el trabajo y de iniciar una nueva etapa como obreros.

Este día todos llegaban temprano al trabajo y desde las seis de la mañana se empezaban a soltar cohetes de arranque, anunciando el festejo, ellos se organizaban y lo que les pudiera regalar el patrón, era ganancia. 

Al medio día se paraban las labores y se repartían enchiladas y champurrado, en ocasiones la generosidad de los patrones les permitía escuchar una marimba, o un trío para amenizar la fiesta, disfrutando al máximo de aquel sublime acto.

En recuerdo de Jesús

Aquel noble nazareno

Aquel maestro tan bueno

Que nos brindó el pan y luz.

Hoy hablaremos de la cruz

Donde fue crucificado

Con un hondo significado

Desde oriente a occidente

El hombre tiene presente

Que es un signo sagrado.

 

Símbolo de vida y muerte

De ruina y reparación,

Ocaso y resurrección

El emblema más fuerte

Pero te digo al verte:

Es principio fecundante,

movimientos constantes

Del sol y los planetas

las estaciones concretas, 

Y los caminos andantes.

 

La cruz ha representado

Los movimientos del sol

Es ese místico crisol 

Donde se ha amalgamado

Un mundo espiritualizado

Y la vida material,

En ese estado causal

De axiomas y de leyes 

que redime hasta reyes

del principio al final.

 

El alma transformada

Logra alcanzar la luz

Como el Cristo de la cruz

Que en una dura jornada

Su vida en plena alborada

Se transmuto en el madero

Por eso invitarte quiero

Reflexionar con sabiduría

Busca la paz y armonía

En estos tiempos severos

 

Andrés Bernardo Moreno Nájera                                      3 mayo 2020

 


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Artículo suelto en formato PDF (v.16.1.0):


 

mantarraya 2

Las canastas viajan en tren

La Manta y La Raya # 16                                                      marzo  2024 ________________________________________________________________________

Las canastas viajan en tren

              Los peones de vía, el tlacualero y                     las canasteras del ferrocarril *

José Antonio Ruiz Jarquín

 

* Este artículo se publicó inicialmente en la revista electrónica Mirada Ferroviaria, núm. 44, enero-abril del 2022. Los editores agradecemos a Román Moreno Soto, Coordinador del Centro de Documentación e Investigación Ferroviarias, del Centro Nacional para la Preservación del Patrimonio Cultural Ferrocarrilero, su apoyo para reproducir este texto en nuestra revista.

 

José Antonio Ruiz Jarquín

 

“Comer es un acto biológico, cocinar es un acto cultural. La cocina es cultura”. Así inicia su texto don José N. Iturriaga en su libro Las Cocinas de México I,2 y continúa diciendo…

“La cultura no es el atesoramiento de libros en los estantes de las bibliotecas y en los cerebros de los sabios. La cultura popular se integra de diversas maneras y con muy diferentes elementos. Es la forma de ser de los pueblos. La gastronomía es una de las manifestaciones culturales más importantes del ser humano y dentro de dicho término no debe entenderse sólo a la llamada “alta cocina” sino a todas las expresiones culinarias de las diversas regiones y estratos sociales, incluida la cocina indígena. El término “culturas populares” hace alusión a procesos, por lo general colectivos, que crean y recrean tradiciones. Tal es el caso de las cocinas de México. La alimentación de los pueblos merece la más alta consideración y respeto. No es sólo el sustento material de las personas, de alguna manera es también un sustento del espíritu”.

Si bien, la historia de los ferrocarriles mexicanos se liga a la historia del arte, a la literatura, a la economía, también se liga a las culturas populares, a la vida cotidiana de sus trabajadores y a su memoria. De esta manera, la gastronomía ferroviaria aparece como una de las expresiones de la cultura popular, cuando este medio de transporte va haciendo camino por el territorio desde mediados del siglo XIX. 

Con el arribo del ferrocarril se modificaron hábitos, usos y costumbres de la vida cotidiana, especialmente en aquellos lugares que utilizaron los trenes para trasladarse de un lugar a otro. Uno de esos hábitos fue comer durante el viaje, ya fuera en las propias estaciones del ferrocarril donde se instalaron restaurantes; en los andenes con la venta de comida que ofertaban las señoras con sus canastas, entre gritos y pregones; o en los coches, en el trayecto de una estación a otra, donde se ofrecían alimentos o podían consumirse en los coches comedor.

En otras palabras, el acto de comer en la estación, en el andén y durante el viaje, con el tiempo se convirtió en parte de la cultura intangible que se generó en torno al ferrocarril. Incluso, podríamos afirmar que no existe un viajero que no guarde en su memoria alguno de esos momentos. Por ejemplo, para algunos pueblos, la llegada del tren se convirtió en todo un acontecimiento, tal como sucedió con Oriental, en el estado de Puebla, en donde el paso del tren nocturno –se le llamaba la “hora azul”, según cuentan algunos ferrocarrileros de esa localidad– marcó su ritmo. El pueblo se iluminaba con el bullicio y algarabía que provocaba el arribo o la partida de los trenes de pasajeros, y el silencio de la noche se veía interrumpido por los gritos y pregones de sus vendedores, que ofrecían café con pan y todo tipo de antojitos que provocaban los olores y sabores que quedaron impregnados en la memoria de ferrocarrileros y viajeros del tren.

En efecto, existe en la tradición oral un sinfín de recuerdos, testimonios y relatos de esos momentos culinarios en el tren, así como también imágenes fotográficas de esos viajeros degustando en elegantes coches comedor, en los trenes de pasajeros y andenes de las estaciones, donde las vendedoras de las distintas regiones del país ofrecían esa riqueza gastronómica de México.

En palabras de Covadonga Vélez Rocha, abordar el estudio de la gastronomía en los ferrocarriles mexicanos conlleva a tomar en cuenta diversas variantes. Podemos hablar de ella desde los distintos espacios donde se ofrecía la comida, pero también, hay otras formas singulares, aquellas que se dan dentro de los espacios ferroviarios donde surge una forma muy particular de vida dentro del gremio, que se crea y recrea desde las propias condiciones laborales y da lugar a una identidad ferrocarrilera.

Identidad y cultura ferrocarrilera

El gremio ferrocarrilero, después del minero, es el más antiguo del país, por su larga tradición en el devenir histórico de México; es un sector preparado y consciente de las diferentes etapas que le ha tocado vivir. En efecto, el ferrocarrilero se distingue por enorgullecerse de su profesión, amar su oficio y entender que su fuente de trabajo era el nervio vital de una economía en la que participaba y defendía, como la conducta generosa que tuvo Jesús García Corona, quien ofrendó su vida al salvar al pueblo de Nacozari, Sonora, de una catástrofe.

De esta manera, la cultura que los ferrocarrileros asumen se deriva, en gran medida, de la organización y proceso laboral. Es a partir de esta premisa, donde se genera una serie de habilidades y conocimientos técnicos; se desarrolla un vocabulario común; se celebran una serie de festividades cívicas y religiosas que, en suma, se conforman en ciertos usos y costumbres compartidos por estos obreros que definen su identidad cultural.

La simple vida cotidiana en el ámbito laboral es un auténtico cuadro cultural, porque en él se dan no sólo formas de trabajo, sino la conjugación de diversos tipos de relaciones y maneras de convivencia. En él se estructuran un conjunto de comportamientos motores y mentales: formas simbólicas, elementos de orden artístico, creados y ejercidos por ellos mismos, que surgen de su forma de vida, como sus testimonios, cuentos, poesía, canciones, relatos y corridos que se erigen en elementos valiosos de la memoria histórica ferrocarrilera. En dichas manifestaciones se hace evidente no sólo la capacidad inventiva de los ferrocarrileros, sino también la forma en cómo se anima el modo de vida que se ha generado y desarrollado en torno a este medio de transporte, el cual tuvo su máxima expresión durante los años de la época del vapor y la transición al diésel. En la actualidad existen miles de ferrocarrileros jubilados que vivieron ese periodo tecnológico y sus familias, que siguen siendo portadores de esa cultura intangible, que hay que preservar y revalorar dentro del contexto de cultura nacional, por medio de la oralidad y sus testimonios.

Por otro lado, la cultura ferrocarrilera no se ha alcanzado por actos deliberados, tiene una estructura orgánica que ha favorecido la transmisión de destrezas y conocimientos de una generación a otra. Los ferrocarrileros de las distintas ramas (Transportes, Vía y Estructuras, Alambres, Oficinas y Talleres) desempeñan su oficio por sí mismos, a manera de ejemplo: el maquinista debe conducir el tren a su destino; el mecánico debe reparar las descomposturas o fallas del equipo; el peón de vía, reparar y dar mantenimiento a vías y durmientes, etc. Sin embargo, la cultura ferrocarrilera no es la simple suma de las diversas actividades encadenadas, sino que en esos procesos de trabajo subyacen una serie de relaciones, valores materiales y simbólicos, que los diferencia del resto del sector obrero con los que han coexistido.

Por lo tanto, la vida cotidiana en el ámbito laboral genera un auténtico cuadro cultural en el que no sólo coexisten distintas formas de trabajo, sino diversos tipos de relaciones y formas de convivencia de orden cultural, que los ferrocarrileros desarrollan en el ejercicio de sus actividades diarias. Estos cuadros culturales dentro del mundo del ferrocarril, en especial los relacionados con la gastronomía o espacios culinarios, sólo los podemos conocer mediante la recuperación de testimonios que los propios obreros guardan en su memoria.

Los peones de vía, el tlacualero y las canasteras del ferrocarril

Como ya se mencionó con anterioridad, con la llegada del ferrocarril surgió una cultura inmaterial en torno a la comida, que se ha denominado “gastronomía ferroviaria”, la cual no sólo involucra a quienes se encargan de elaborar o vender los alimentos en una región geográfica o en un espacio culinario especifico –estación, andén, coche comedor, coche de pasajeros, taller y vías del ferrocarril–, sino también a quienes consumen los alimentos, ya sean pasajeros o ferrocarrileros en su entorno de trabajo.

De esta manera, en el espacio culinario confluyen agentes o personajes que construyen estas representaciones culturales, tal como sucedió en las vías donde surgieron dos personajes singulares que eran los responsables o encargados de proveer y cocinar los alimentos a los peones que trabajaban en las cuadrillas de mantenimiento y reparación de las vías del ferrocarril: el tlacualero6 y las canasteras del ferrocarril.

Los reparadores o peones de vía eran los trabajadores que ocupaban los puestos más duros del gremio ferrocarrilero y, no obstante, estaban colocados en la base de la pirámide jerárquica y salarial de este ámbito. Incluso, las cuadrillas de reparadores de vía en los Nacionales de México llegaron a integrarse hasta por veinte trabajadores, que con herramientas manuales realizaban labores para el mantenimiento de las vías férreas y contaban, por lo menos, con uno o varios armones para realizar desplazamientos más rápidos a zonas más distantes de su base, y donde el espacio culinario podía surgir en cualquier lugar del camino para cocinar o calentar su comida de la canasta.

Finalmente, y como una manera de contribuir en el rescate de la memoria histórica de los ferrocarrileros en torno a la comida, a continuación les comparto la recuperación de cinco testimonios. Dos de ellos atienden a las vivencias que tuvieron los propios trabajadores de vía, mientras que los otros tres corresponden a mujeres que elaboraban los alimentos para los peones de cuadrilla.

Testimonios

Gabriel Villarreal Garcés, peón de vía, Div.Pue–Oax, FNM.

“[…]Para iniciar nuestro trabajo, el mayordomo de vía nos entregaba nuestra herramienta que era: un pico, una pala, un martillo para clavar, unas tenazas para cargar durmientes, una barreta de uña, una barreta de línea y esa era la herramienta que teníamos que llevar. Una cuadrilla de vía se conformaba de 22 trabajadores y un mayordomo. En una cuadrilla ambulante y en una sección eran seis reparadores vía, un guardavía y el mayordomo. En una sección regular chica, como la de Cuautla, Morelos, y como la de Puebla, era una sección tipo cuadrilla de veinte hombres, dos guardavías y un mayordomo… Nosotros, como trabajadores, nos despertábamos como 5:30 o 6:00 de la mañana, nos preparábamos nuestro desayuno y nuestro lonche para irnos a trabajar. El mayordomo nos pasaba lista a las 7:00 de la mañana y nos abría la bodega, cada uno cargaba su herramienta para echarla al armón. Después, cada uno sacaba los durmientes que iba a necesitar, el mayordomo nos decía: tú, tú y tú van a meter madera y tantos durmientes, cinco durmientes por cada trabajador y ya nos íbamos. Cuando había motor, nos íbamos en el motor y cuando no, íbamos empujando el armón toda la vía hasta llegar al tramo a reparar. Llegabámos a descargar nuestra herramienta y tirábamos los durmientes en los lugares que se iban a meter para que se repartieran a cada trabajador sus durmientes. Había secciones que no tenían motor para jalarnos, entonces había que empujar el armón hasta llegar al tramo. Imagínese, una sección tiene diez kilómetros y una sección se dividía en cinco kilómetros al sur y cinco kilómetros al norte, entonces, dependiendo del lugar, mínimo empujábamos cinco kilómetros el armón. Lo más pesado de nuestro trabajo era el cambio de durmientes, nos daban cinco durmientes por tarea, a nadie le tocaban menos durmientes y a la hora que terminabas tus cinco durmientes, esperabas la señal del mayordomo para descansar después de que le habíamos dado la friega. Eso era lo más pesado, el pico, pala, martillo y ese proceso de trabajo de cambio de durmientes. Subirle el riel podía tardar una hora por durmiente, escarbar, sacar, meter, clavar y calzar. Había que dejarlo bien calzadito y nivelar el balastro, la tierra que bajábamos con el pico, había que acomodarlo otra vez para que quedara como es la vía. El que supervisaba nuestro trabajo era el mayordomo de vía, quien corregía y nos decía qué nos había faltado. Y el supervisor de vía, supervisaba al mayordomo, pasaba en su recorrido y supervisaba a la sección correspondiente y si algo no quedaba bien, teníamos que ir a arreglarlo”.

“Respecto a nuestros alimentos dentro del trabajo, como andábamos solos normalmente, poníamos los frijolitos o lo que hubiera en los lugares donde estuviéramos, si había mercado o una tiendita, comprábamos que una sardinita, que un bistecito y que un pedazo de longaniza, hacíamos una salsita para desayunar en el campamento y pues llevar su canasta, así le decíamos a la canasta de lonche para comer en el trabajo”. 

“Llegábamos al lugar de trabajo a las 7:00 de la mañana y pasábamos lista, nos íbamos a trabajar y a las 8:30 llegábamos al lugar de reparación. Nos poníamos trabajar y a las 12:00 del mediodía, el mayordomo mandaba a un trabajador a calentar la comida de todos. Al que le tocara calentar, tenía que buscar la leña de los mismos durmientes que sacábamos podridos para hacer leña y se hacía la fogata. Siempre traíamos un comal grandote y una barrica con agua de 50 litros para todos. Entonces, al que le tocaba calentar buscaba su leña, hacía su fogata, ponía su comal y calentaba las tortillas, una por una, la de todos los trabajadores. Había que llevar pocillos de peltre o de aluminio, no de plástico, porque esos trastes se ponían encima del comal para que se calentara la comida. Cuando estaba caliente, avisaba: ¡Ya está la comida! llamaba a todos y hacían una rueda para comer. Cada uno se llevaba su servilleta y su canasta, cosa que calentaba, agarraba una servilleta, calentaba las tortillas y ahí mismo las volvía a poner, todos poníamos la comida en el comal, cada uno agarraba lo que quisiera”.

“Llevamos de comer no lo que nos gustara, sino lo que había y nos alcanzaba, a veces era una sardinita, otras veces era una salsita de huevo o un bistecito, un pedazo de longaniza y lo que hubiera en los lugares donde estuviéramos. El desayuno lo hacíamos en el campamento a las 6:00 de la mañana para estar listos a las 7:00; y ya en el campo, la comida era a las 12:00. La hora de comida era un espacio de convivencia y camaradería, era un momento relajado, todos trabajando echábamos relajo, silbándonos, diciéndonos cualquier piropo, trabajando y chanceando, pero ya a la hora de la comida todos tranquilos y nadie se peleaba, cada uno llegaba a lo suyo y comía lo que gustara y lo que había más sabroso; todos agarrábamos lo que quisiéramos y todos quedabámos satisfechos y contentos”.

“La hora de la comida no se perdonaba, al menos que hubiera un accidente o un descarrilamiento de un tren, por ejemplo. Nos íbamos varias cuadrillas o varias secciones, nos juntábamos allá bastante gente y había que estar trabajando en el descarrilamiento. No teníamos hora de comida, porque no había o porque no llevábamos en ese momento. Si no había que comer y alguien llevaba una tortilla dura, pues la tenía que compartir y sino, él mismo jefe que estuviera a cargo del descarrilamiento, el ingeniero o jefe de vía, enviaba a un muchacho a comprar algo para comer y nos cooperábamos todos, cada quien, con su gente, con su cuadrilla o su sección y lo que hubiera. A veces era chicharroncito con tortillitas, un pico de gallo o cosas que se podían hacer o cocinar al momento. Como yo tenía la habilidad para cocinar, mi mayordomo me decía: ´Oye Gabriel, como tú sabes hacer de comer y guisas muy sabroso, qué te parece si en vez de irte a ´meter negros´ (meter durmientes) te quedas a hacer de comer para todos, cómo ves’. ´Si me dejan dinero órale´, y todos cooperaban para que yo les hiciera de comer. Entonces le dije: ´Oiga mayordomo, pero necesito también un ayudante porque somos veintitantos, para que me ayude a hacer de comer´ y así fue como dejaron un ayudante”.

“Había lugares donde estaban cerca los mercados en el mismo pueblo para ir a comprar, y había lugares donde teníamos que caminar hasta media hora o 45 minutos para comprar lo de la comida y cuando ellos llegaban a las 3:00 pm, ya estaba la comida hecha y les gustaba como yo les cocinaba. Claro, no les cocinaba siempre, pero cuando el mayordomo quería algo especial, les preparaba un caldito de res, un pipián o me preguntaban: ´¿Qué sabes hacer?´. Pues cuando era niño mi mamá me enseñó a guisar y por eso podía hacer de comer a la cuadrilla y no era siempre, era de vez en cuando. A veces, cuando una cuadrilla con el motor se iba más lejos, vamos a suponer, unos diez o quince kilómetros a trabajar, porque llevaba el trabajo por tramos, entonces el mayordomo me decía, haznos de comer y cuando regresaban ya estaba la comida. Al llegar al campamento, eso sí, llegaban a bañarse y luego a comer para descansar y estar listos para el otro día. Para ser sincero, todo ese tiempo como trabajador de vía lo disfruté, porque había buena convivencia entre nosotros, nos llevamos todos, éramos una gran familia”.

Donato Blas Martínez 

“Aunque sean piedras, pero que estén bien guisadas”

“Inicié en Ferrocarriles Nacionales de México en la planta impregnadora de maderas de Juchitán, Oaxaca. Estas plantas tenían como función procesar que es impregnar, que en voz del pueblo o en voz popular se conocía como enchapopotar los durmientes, que era todo un proceso técnico. Después de remitirlos de los puntos de producción, que se ubican en el sureste Escárcega, Carrillo Puerto, Mérida, y todas estas partes, que eran los puntos donde se proveía el durmiente y una vez trasladados por ferrocarril hasta las plantas impregnadoras donde sufrían un proceso de la impregnación. La impregnación era técnicamente el proceso de alargar la vida de la madera en su uso en la vía y que no le afectara mucho la intemperie a la madera, claro, se amortizaban los costos para alargar la vida de la madera en la vía. Así me inicié, pero por la misma situación del ferrocarril y la invitación de algunos técnicos, me hicieron pisar otros niveles y otras áreas de ferrocarriles. Pero concretamente, me hice técnico en procesamiento de madera industrial, que es el procesamiento de la madera. Aquí cerramos ese punto”.

“Este trabajo era parte del Departamento de vía y mi segundo paso fue irme de secretario del Supervisor de vías, su nombre lo dice: supervisar la vía, la vía en su contexto es el punto prácticamente importante del transporte, sin una vía expedita no tenemos transporte, no podemos correr. Entonces, la función del Departamento de vía era tener las vías expeditas, que llamamos desde su contexto, el mantenimiento, la conservación, nivelación de la vía, etcétera. Ese trabajo lo hacíamos en motores de inspección para movernos desde un punto de referencia en la estructura de ferrocarriles, un ejemplo: de Medias Aguas a Coatzacoalcos y de Medias Aguas al sur, hasta Matías Romero. Toda esa vivencia se hacía en un motor de inspección, es un motor más chico que el de cuadrillas y, obviamente, había que pararse en distintos puntos y caminar para supervisar las vías para anotar los pequeños defectos”.

“Un día de trabajo en el sureste iniciaba a las 7:00 de la mañana, se presentaba uno en el área de la bodega, era una bodeguita para guardar el motor de inspección. Ahí se presentaba la tripulación, que se componían de dos elementos, el motorista y ayudante de motorista, su servidor y mi jefe inmediato que era el supervisor vía. Desde ese momento, nosotros nos trasladábamos al sur o al norte; al sur era a Medías Aguas y al norte rumbo a Coatzacoalcos. Cuando llegaba el horario de los alimentos, muchas veces lo hacíamos o buscamos alguna estación definida, en las cuales se vendía la comida y eso era para nosotros una algarabía, andar entre las señoras que ofrecían el alimento. En Medias Aguas, por razón natural y cultural, su pregonar era muy distinto, el acento y las comidas diferían un poquito. En el caso de Medias Aguas, las vendedoras con sus canastos con pollo eran muy singulares, era famoso el chile relleno en sus dos o tres presentaciones, con papas o con picadillo, etcétera, y algún adobo, ese era el clásico lonche del área de Medias Aguas a Coatzacoalcos. Así era como nosotros adquiríamos el alimento y sobre la tarima de lo que era el motor de vía almorzábamos, era el momento de la convivencia, ahí surgían los comentarios chuscos, tanto de los operadores del motorcito y ayudante; y el de nosotros sobre el trabajo y las cuestiones chuscas que sucedían en las cuadrillas. De esa manera transcurría el día, una vez que almorzamos continuábamos nuestro trabajo y cerrábamos la jornada a las 3:00 de la tarde en Coatzacoalcos”.

“Volviendo a recapitular cómo vivían y comían los trabajadores de vía, debo decir que ferrocarriles desde su nacionalización, en 1937, tuvo la necesidad de formar cuadrillas que le llamaban sistemales y estas designaron furgones que se habilitaron como campamentos. Un furgón se dividía para dos familias, entonces la cuadrilla se formaba de 25 hombres, eran doce carros y uno más de la herramienta. Si se requería ir al sur a trabajar, se iba al sur o al norte, esas cuadrillas tenían como objeto hacer trabajos de conservación intensiva, superior a la cuadrilla de las secciones. Cada sección en un lugar tenía su cuartería cerca de la estación, vivían ahí las familias y tenían un promedio general de 15 kilómetros a su resguardo y su responsabilidad era darles mantenimiento. Entonces, en mi andar, tuve a cargo la supervisión de una planta impregnadora en Muñoz, Tlaxcala; a un lado de Apizaco, y tenía que ver mucho con las cuadrillas. La cuadrilla desde que salían de sus campamentos o de sus secciones, la familia les preparaba su canasta; una canasta de carrizo que era la clásica y que aún todavía se produce en México. Allí llevaban su alimento, se los ponía la familia. Entonces, ya a las 9:00 de la mañana o 9:30, el mayordomo o el jefe inmediato de la cuadrilla decía: ´¡Vamos a almorzar!´ y se designaba a un compañero para calentar ´las gordas´. Era el léxico que se utilizaba, poner tres piedras para el comal, generalmente era la tapa de un tambo de 200 litros, que se utilizaba en Pemex y se habilitaba como comal. En esas tres piedras se hacía la leña de algún durmiente viejo para hacer el fuego. Todos se acercaban y al abrir sus canastas, como era un comal muy grande, todos aventaban las tortillas para calentarlas. Los platos generalmente eran de peltre y cada uno ponía su alimento. La camaradería y el fraternalismo del personal fueron muy marcados. Se cruzaba uno para comer, podías comer de un platillo y de otro platillo, no había ´fijón´, podías comer lo que te apeteciera. Era muy rico almorzar con estos compitas al pie del fogón o de la lumbre. De verdad era una forma exquisita de comer variado, era como una especie de buffet y se dejaba un cachito de comida, un tanto. Aquí va otra anécdota que se hizo popular, para qué era ese tanto de alimento en la canasta, era para que a la 1:00 o 2:00 pm, antes de terminar la jornada, se echaran el siguiente taquito y a ese taco le llamaron ´Vamos al re clave´, porque re-clavar vía se refería a poner un clavo ya al final de la jornada, era darle una pasadita a la vía que se había reparado, era darle unos golpecitos en el clavo, por aquello de que algunos se hubieran quedado ligeramente afuera y eso lo asociaban con el apetito. ´¡Vamos al re-clave!´, eso quedaba en la historia, el re-clave era echarse el último taco que había quedado”.

“También es importante comentar que siempre había un compañero que ayudaba muy solícito para hacer la comida o calentar. ´¡Yo me aviento!´, decía alguno, y ese era el compañero responsable para hacer la lumbre y preparar el comal. Les voy a contar otra anécdota, me mandaron a tender una pedrera en El Oro, Coahuila, en el desierto. Por allá me estuve unos meses para alinear la vía. Si alguien vio la película de “Viento negro” es cierto, no se podía llevar la familia a esos campamentos y vivíamos en carros furgones, tanto los de maquinaria de las calzadoras, niveladoras y el personal de vía vivimos en los furgones, al igual que el inspector de vía y de balasto tenía asignado un lugar y un espacio en un furgón que funcionaba como dormitorio y oficina para el trabajo de campo. Por razones de organigrama no existía el puesto del cocinero, sino que ya se había designado a alguien que tenía esa prestancia, porque no era un oficio, sino una prestancia para ser cocinero y su sueldo era como reparador vía y era habilitado como cocinero. Esto se acordaba dentro de la misma cuadrilla, dentro del mismo equipo y se le designaba. Nosotros teníamos un cocinero que se llamaba Mario y todos contribuíamos para la despensa que se hacía cuando pasaba el día quince o el día último de mes. Don Mario se iba en el tren minero que pasaba por El Oro, Coahuila, a Monclova, entonces se iba a proveerse de la despensa y se fue adaptando. Él con su rodillo hacía las tortillas para 25 hombres bien comelones y era una tarea difícil para el muchachón. Mario era como la mamá, algunos decían: ´Voy a ver a la mamá, voy con nuestra madre´, ese era el apodo del cocinero habilitado. Así se habilitaba en las cuadrillas sistemales al compañero que se prestaba para calentar o para hacer los alimentos y este fue caso de El Oro, Coahuila”.

“Era difícil y complicado el trabajo. Yo como hombre de campo a ningún taco le hacía el feo, en una ocasión, a orilla de vía, en una casita le pedí de favor a una señora que nos hiciera un almuerzo, y nos dijo: ´A lo mejor los ingenieros comen muy bien, y yo no tengo más que huevitos de rancho, una salsa martajada en el molcajete y una olla de frijoles´, pues esa comida era un manjar lo que nos ofrecía pobremente y le dije: ´¡Jefa! no le hace que sean piedras, nomás que estén bien guisadas´, y así se quedó el dicho para los que andan en camino. No le ponga moños, no se ponga exigentes, hay que comer lo que hay. Mario nos enseñó una vez que se le había terminado ya la despensa, yo no sabía;regó la voz de que ya no había para la despensa. Sólo tenía arroz, pero no algo para el platillo fuerte y todos los trabajadores ya sabían, entonces, con la pala de cuchara, comenzaron a excavar en la raíz de una planta que crecía en el desierto a una distancia una de otra y se llama la Gobernadora, donde anida la ratita del desierto. No es una rata común que come cochinadas, estas se alimentan nomás de raíces, y se dieron a la tarea de juntar muchas ratitas entre todos y nomás Mario les voló la cabeza y la cola, las limpio bien del cuerito e hizo una gran cazuela de esas ratitas en adobo, tipo molito, con arroz blanco con mucho ajo, muchas tortillas y frijoles bayos que se consumen en el norte. Eso fue un manjar y entonces me dijo un muchacho: ´Oiga Donato, y ¿va a comer de eso?´. ´Tú no me conoces, pero nosotros en el sureste comemos armadillo y hasta carne de chango allá en Tapachula, en Chiapas´.

Así que el hombre de camino tiene que aprender a comer de todo y repito ese dicho, aunque sean piedras pero que estén bien guisadas, va pá dentro…”

Victoria Romero Bravo,  canastera de Boca del Monte.

“Yo nací en una comunidad que se llama Potreros, rumbo a Esperanza, que es comunidad del municipio de Esperanza, Puebla. Me casé con el señor Francisco Alvarado Mora y me vine a vivir a la comunidad de Benito Juárez. Él era ferrocarrilero y trabajó como peón de vía aquí en Boca y hacia arriba en Nazareno, en los Reyes, en Apizaco, en Tlaxcala, y otros puntos como Tecámac, rumbo a México. De aquí de Boca para abajo, trabajó en Bota, allá por el cerro en las Cumbres de Maltrata, es un lugarcito donde los ponían a trabajar; luego se fue acá por Balastrera, después a Maltrata y a Fortín, allá por Córdoba. A Fortín me invitó una vez, recuerdo que había muchas flores, había muchas Buganvilias y esa flor blanca muy bonita que eran Gardenias. Luego se fue a trabajar a Potrerillos o Potrero viejo, después a Soledad de Doblado, donde también me invitó a conocer. Allá hacía mucho calor y me invitó a que pasara todo el fin de semana con él. Me fui un miércoles con mis tres hijos chicos y no se hallaron, en la noche lloraban, se querían regresar porque hace mucho bochorno en la noche. Mi esposo desesperado me dijo: ´Báñalos y mañana temprano te vas´ y, así pues, me regresé en el tren que pasa bien temprano, me embarcó y nos regresamos, ya no pude estar otros días para conocer más. Después de Soledad de Doblado, se fue a Camarón y Atoyac. De todos esos puntos donde se fue a trabajar pude conocer finalmente dos. Él anduvo por varios lugares y fue ganando poco a poco derechos y ya lo empezaron a jalar más para acá, porque ya ve, que todo el que empieza tiene que salir a ganar derechos y le dieron trabajo aquí, en Balastrera, cerca de Ciudad Mendoza, y empecé a mandarle su canasta”.

“Para preparar la canasta yo me levantaba bien temprano, a las 6:00 de la mañana para atender a mis animalitos, a cegar pastura y traerlos temprano a un terrenito. Teníamos que acarrear el agua desde el pozo de la estación hasta mi casa, la veníamos a traer en burritos porque no teníamos agua potable, el pozo de aquí de Boca del Monte era el que nos abastecía a toda la comunidad. Veníamos a traer agua, llenaba siete tonelitos de agua para tres días y para los animales. Dejaba a mis niños ya almorzando. Para esto ya había ido al molino temprano y se había quedado la masa esperándome, mientras yo hacía esos trabajos. A las 10:30 empezaba yo a cocinar, mis hijitos sentaditos por allí y yo cocinando; dándoles taquito para entretenerlos, porque el tren no espera. El tren aquí pasaba a la 1:00 de subida para arriba, a la Ciudad de México. Cuando traía la canasta vacía y a las 2:00 pm de la tarde bajaba el que iba para Veracruz. Entonces, me apuraba a hacer la comida y atender a los niños; terminaba de hacer la comida para que se enfriara y luego hacer las tortillas porque le mandaba su racimo de tres y media docenas de tortilla, mientras la comida se estaba enfriando. Le enviaba lo que Dios nos socorría, salsita con papas, huevitos con frijol, salsita con huevo, variándole así sus alimentos”.

“La carne solamente le preparaba a la quincena porque había gastitos y ellos ganaban poquito en aquel tiempo. La carnita era a lo mejor dos veces, cuando era quincena. Cuando rayaban comprábamos que unas costillitas, que un pedacito de chicharrón para hacerles de comer y mandarles. La comida tenía que ir bien fría, porque si uno la mandaba caliente o la echaba caliente en los jarros y no se enfriaba bien, cuando llegara con ellos se podía echar a perder. Por ejemplo, si estaba trabajando en Soledad de Doblado o Camarón y llegaba caliente, la comida se echaba a perder. La comida tenía que ir bien hervidita, bien sazonada y fría para el viaje. Se amarraban los trastecitos y se echaban las tortillas y cafecito. Cuando llegaba el tren, bajaba un señor que le decíamos el canastero o tlacualero y era a quien le dábamos la canasta”.

“Antes de entregar la canasta, yo amarraba mi canasta, la preparaba y me venía a la estación para recibir la canasta vacía; a veces se me hacía tarde. Como veinte minutos antes de la 1:00 se escuchaba que el tren venía silbando por el puente del Wimmer, pero como es subida, el tren no venía tan rápido y a toda carrera agarraba mi canasta y a correr. El tren entrando aquí por las fábricas y yo entrando cerca de los cambios en el patio de Boca del Monte y me daba tiempo. Llegaba a la estación con todas las canasteras para recibir la canasta vacía que venía de allá para acá, rumbo a México. La canasta llevaba una etiqueta que decía: ´Francisco Alvarado Mora a Fortín, Veracruz, y regreso a Boca del Monte´. Con esto ya sabía el canastero a dónde iba dirigida. De bajada se la llevaba el canastero y ellos buscaban su nombre con su canasta y con el tren de subida regresaba la canasta vacía y nosotros la recogíamos también con nombre”.

“La comida la mandábamos en unos jarritos como de medio litro, jarritos de comida donde les mandábamos caldillo de coliflor, coliflores capeadas, tesmolito de ejotes, frijol con calabacitas, así lo que uno pudiera combinarles y mandarles, que no se echará a perder. También le mandaba arroz preparado, arrocito con rebanadas de papitas, le mandaba sopa de fideo, porque a mi señor no le gustaba otra, más que sólo de fideo. Cuando era semana santa y les tocaba quedarse a trabajar en la cuadrilla para solventar algún accidente o algo, entonces les mandaba molito de torta o tortitas de camarón como le decíamos, o pescado seco o capeado en sus jarritos de comida, con papas doradas y teníamos que ir combinándoles para que no llevaran lo mismo. A él le gustaba mucho el arroz con papas y me decía: ´Me haces mi arrocito, pero ya sabes, bien suavecito y grasocito, no me vayas a mandar un arroz muy pacudo´. También le gustaban las coliflores capeadas con huevo y en caldillo, con su hojita de laurel en cajetito con salsa macha que hacía en molcajete o salsa verde con cilantro. Le gustaba que saliera verde, verde, porque eso sí, si se pasaban los jitomates me decía ´esa salsa estaba gris´”.

“Él venía a casa cada quince días, una vez regresó y me dijo: ´Oye tu comida se me echó a perder´, le digo, ´pero ¿cómo?´. ´Te digo que sí, llegó hirviendo; ponle más empeño y cuídame la comida, porque si no, qué voy a comer. Esa de seguro no la enfriaste bien´. ´Sí, tienes razón, se me hizo tarde, amarré la canasta y me fui´. Por eso procuraba hacer las cosas más tempranito, para que se enfriaran bien los alimentos. Luego le preguntaba si todo había llegado bien, ´Sí, muy bien vieja, pero ahora quiero para esta semana que me cocines más papas doradas, pero hazme muchas porque luego allá los cuates, ya ni me dejan´. Me cuenta que ellos intercambiaban comida, ponían su comalito, metían la leña de los durmientes de la vía y hacían su leña cuando cocinaban en la sección. Él me platicaba que cuando se iban al campo a trabajar a la vía, allá calentaban su comida, había alguien que la calentaba en un comal grande y todos intercambiaba y comían de todo, que tantita salsa de huevo, frijolito, sopita, arrocito, pero el caso es que todo se compartían”. 

“Aquí en la estación de Boca del Monte nos reuníamos todas las canasteras de varios lugares y nos llegábamos a juntar más de treinta canasteras y, mientras esperábamos el tren, nos poníamos a coser servilletas, nunca estábamos sin hacer nada, nos poníamos a coser todas las señoras servilletas de varias puntadas. Recuerdo al maquinista Barragán, se bajaba con toda la tripulación y les gustaba andar por aquí y de aquel lado de la estación estaba el sentadero de mujeres y todas cosiendo sus servilletas y se ponían a ver todas las canastas y decía el señor Barragán: ´Que servilletas tan bonitas´ y me compró dos servilletas, eso recuerdo. Eso se fue transmitiendo de generación, ya luego mis hijas también empezaron a coser servilletas. Dejó de pasar el ferrocarril y muchas canasteras comenzaron a vender servilletas que ellas cosían y ahora nos ayudamos vendiendo servilletas”.

Paquita, canastera

“Mi nombre es Francisca Romero García y me dicen Paquita. Desde los trece años ayudaba a mi mamá a hacer la comida para mis hermanos que eran ferrocarrileros. Me paraba temprano para ir al molino y nos poníamos a ´tortillar´ y luego hacíamos la comida. Nosotros vivíamos muy cerca de la estación de Boca del Monte y estábamos al pendiente de la llegada del tren. Cuando escuchábamos el tren de subida teníamos que estar preparadas para venir a recibir las canastas. A la 1:00 llegaba el tren de subida y el otro tren de bajada llegaba a las 2:00 de la tarde. Yo debía tener seis canastas preparadas y como no trabajaban los dos en el mismo lugar, les hacíamos lo mismo de comida. Hacíamos tesmole de pollo y arroz, les llenábamos dos pocillos de pollo y dos de arroz y cada uno su racimo de tortillas, porque cada canasta se iba a diferente lugar. Una canasta se iba a Paso del Macho y otra se iba a Soledad de Doblado. Se preparaban sus tortillas, su café, sus tacos. Todo eso hacíamos tempranito, tacos dorados, de papas, de frijoles y de huevito. Como vivíamos cerquita, yo venía a recoger y dejar las canastas. A veces llegaban a tardar los trenes y la comida tenía que ir bien preparada para que no se agriara, tenía que ir fría para que llegara bien la canasta. Cuando preparábamos tesmolito de pollo hacíamos arroz y cuando preparábamos salsa de carne hacíamos frijoles o ejotes con huevo y frijoles; salsa de huevito, sopa o frijoles, lo íbamos combinando. Mandábamos todo eso, a veces papas, salsa de papas, calabazas, todo eso y hasta chiles rellenos. Ellos no se comían solos la comida, se repartían entre todos. Nunca nos dijeron: ´A mí no me manden eso, porque no me gusta´, nosotros mandábamos de todo”.

“Me casé a los quince años, pero tardé poco tiempo sin hacer canasta, mi esposo entró también al ferrocarril y fue lo mismo, seguí mandando canasta. Vivía aquí, cerquita de la estación, con mi señor, y cuando el tren llegaba yo salía de mi casa y ahora era quien cocinaba para mi esposo y mi mamá le siguió cocinando a mis hermanos. La canasta llevaba dos pocillos, un pocillo de frijolitos, un pocillo de salsa de carne de puerco, su racimo de tortillas, su racimo de tacos, su pomo de café y yo le echaba unas tres naranjitas, unos plátanos. Recuerdo que aquí, en Boca del Monte, se llegaban a juntar hasta cuarenta canastas y tenías que echar las canastas rapidito al tren, porque duraba más o menos entre cinco o siete minutos. Mi tío Federico Márquez, esposo de mi tía Rosa, él fue canastero y seguía preparando la canasta hasta que dejó de pasar el ferrocarril”.

La canasta era el medio de comunicación con mi papá…

“Mi nombre es María Alejandra Huerta Sánchez y mi padre fue Felipe Huerta Zúñiga. Trabajó como ferrocarrilero regularmente en Orizaba. Cuando lo llegaban cambiar de lugar nos decía: Áhora me vas a cambiar la etiqueta de la canasta, porque voy a ir el lunes a Paso del Macho´. Así lo iban cambiando, pero casi siempre trabajó en Orizaba”.

“Nosotros somos originarios de Boca del Monte y comencé a hacer la canasta y ayudar a mi mamá, porque según ella yo corría para alcanzar el tren. Así tomé su lugar y tenía que salir cinco minutos antes y, cuando escuchaba el tren, allá por Alta Luz, donde comenzaba a silbar, yo salía corriendo desde mi casa y me daba tiempo. Cuando venía llegando aquí, a la estación, el tren igual venía entrando. Entonces yo ya sabía que, silbando el tren en Alta Luz, tenía que salir de mi casa para llegar a tiempo o cuando venía el tren de bajada, silbando en Esperanza, tenía que salir a su encuentro para llegar a tiempo. Corría para alcanzar el tren de la 1:00 de la tarde para recibir la canasta de un día antes, veníamos a recibir la canasta vacía y en el de las 2:00 de la tarde se llevaba la canasta llena para abajo. Entonces, ya traía el lonche preparado para el tren de la 1:00. Recibía la vacía y ya no regresaba a mi casa, me quedaba a esperar el tren de bajada de las 2:00 de la tarde, para no hacer doble viaje. Me quedaba esperando mejor el de bajada, porque luego a veces había cruce de trenes y no me confiaba”.

“Como mi mamá luego salía a vender ropa usada, me dejaba a cargo de la canasta. Desde los once años aprendí a echar tortillas, como veía mi mamá que me salían bien, yo le preparaba a mi papá su racimo de tortillas y las tortillas para sus tacos. Como veía que me gustaba guisar, me decía: ´Muévele a la cazuela, pícate el chile, pon los jitomates, muele la salsa´, entonces, así aprendí a cocinar. De ahí en adelante, comencé a prepararle la canasta a mi papá desde los once años con su pocillo de frijoles, con su salsa de carne, su pomo de atole, porque a él le gustaba el atole y no el café. Decía: ´No me pongan café, pónganme atole de masa y le echan leche al atole´. Mi mamá ese atole de masa lo hacía muy sabroso y yo aprendí”.

“Cuando preparaba la canasta, en algún momento extrañaba y recordaba a mi papá por no verlo durante una semana; le echaba una paleta, venía aquí a la tienda con doña Herme y en una orilla de la canasta le echaba la paleta, un dulce o un chicle. Cuando me ganaba la tristeza le escribía un recadito donde le preguntaba: ´Papá, ¿cuándo vienes, el viernes o el sábado?´. Y él me respondía en la canasta vacía de regreso. Él escribía con letra manuscrita, yo por interesarme que me había contestado mi papá, yo empecé a analizar muy bien esas letras y aprendí a leer la letra manuscrita y me emocionaba cuando mi papá me escribía: ´Te quiero hija´ y así fue la manera de comunicarnos, con la escritura a través de la canasta”.

“Recuerdo, también, que entre las compañeras canasteras había comunidad, si una de mis compañeras que le tocaba recoger canasta en el tren de subida y no podía, nosotros le recogíamos su canasta. Nos decían: ´No seas malita, la canasta es de mi hermano o mi papá, por favor recógela´. Veíamos que venía la dueña de la canasta a toda carrera y le decíamos: ´Ya tenemos tu canasta´. Cuando nos dábamos cuenta de que faltaba alguien que no llegaba a tiempo, de la misma manera le recogíamos su canasta. Nos echábamos la mano entre todas las canasteras que llegaban de Potrero, Chicalote, la Cumbre, Rueda de Ocote y otros lados”.

“La canasta tenía que ir bien preparada con sus pocillos, que tapábamos con bolsa de plástico que amarrábamos con ligas, pues antes no había recipientes de plástico o tupper. Le poníamos su atole a mi papá, en un pomo de vidrio de Nescafé, o le mandábamos un jarro de a litro para que lo calentara. Mis hijas me preguntaban: ´¿Cómo te comunicabas con mi abuelito, si quería él que cambiaran la comida?´, les digo: ´Él siempre respetaba todo lo que se le ponía, ya sabíamos lo que a él le gustaba, sus huevitos hervidos y su salsa macha´. Mi mamá siempre bien precavida, todo iba en orden como a él le gustaba y yo aprendí también de la misma manera”.

“La infancia para mí fue muy bonita, aprendí a guisar y ahora mis hijas les enseño, les digo hay que hacer la comida como si la estuvieras acariciando les digo, tengan sazón. Nunca hagan la comida al trancazo. Les pongo de ejemplo a todas esas señoras canasteras que sabían hacer una buena salsa de huevo, un atole, tesmole con bolita de masa. Les decía que mi papá una vez abrió su pocillo para comer y todos sus compañeros le dijeron: ´Se ve muy sabroso tu tesmole de pechuga de pollo´ y cuandolo probaron se dieron cuenta que eran hongos y estaba muy rico”.

“Recuerdo cuando había el cruce de trenes en Boca del Monte, porque se bajaban las que traían los plátanos, los mangos de Atoyac y Paso del Macho. Venían las señoras con todas sus frutas de allá. Aquí se bajaban las del pulque, las que vendían los platillos de pollo con papas y lechuga con dos tortillas y guisados tan sabrosos de las de allá debajo de las Cumbres y las de Esperanza, con gorditas, memelitas. En el cruce se veía de todo y entre ellas había intercambio de comida por frutas. Yo a una señora de Atoyac le daba leche y ella me daba mangos y plátanos.

Para terminar, volviendo a la canasta, cuando empezábamos a prepararla metía primero los dos pocillos. Primero el de Tesmole y luego el del arroz, a un lado acomodado el atole y en un huequito que quedaba ponía las tortillas o los taquitos. A un ladito le metía algo que él quisiera, o mis cartas o una paleta para sorprenderlo. Con esto nos vienen buenos recuerdos de la canasta, mi papá sabía cuando yo amarraba la canasta y me decía: ´Sé que tú hiciste la canasta, porque tú amarras la canasta de lado izquierdo y tu mamá de lado derecho´, yo nunca me había dado cuenta de ese detalle. Ahora que preparé esta canasta, me vinieron los recuerdo del ferrocarril de mi papá, de la infancia, se me vinieron todos los recuerdos, la canasta era el vínculo con mi papá”.

Referencias consultadas

Covadonga Vélez Rocha, “De tráfico y gritería: un acercamiento a los restaurantes y a la vendimia en algunas estaciones del ferrocarril en México” en Revista digital Mirada Ferroviaria, 3ª. época, mayo-agosto 2009, número 8, pp. 25-49.

____, “Un restaurante sobre ruedas: el coche comedor en los Ferrocarriles Nacionalesde México” en Revista digital Mirada Ferroviaria, 3ra. época, septiembre-diciembre 2011, número 15, pp. 30-42.

N. Iturriaga, José. Las Cocinas de México I, México, Fondo de Cultura Económica, 1998. Colección de bolsillo.

Ferrocarriles Nacionales de México. Reglamento de Conservación de Vías y Estructuras, México, FNM, 1946.

Ferrocarriles Nacionales de México. Reglamento de Transportes. Vigente 1 de enero de 1944 Reglas para movimiento de auto-armones. México, FNM, 1944.

Entrevistas

– Entrevista al señor Gabriel Villareal Garcés, ferrocarrilero jubilado. Puebla, Puebla. 14 de enero 2022.

– Entrevista al señor Donato Blas Martínez, ferrocarrilero jubilado. Puebla, Puebla. 21 de enero 2022.

– Entrevista a la señora Victoria Romero Bravo, canastera de Boca del Monte, Puebla. 23 de enero 2022.

– Entrevista a la señora Francisca Romero García, canastera de Boca del Monte, Puebla. 23 de enero 2022.

– Entrevista a la señora María Alejandra Huerta Sánchez, canastera de Boca del Monte, Puebla. 23 de enero 2022.

 


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Recuerdos de los fandangos de Luz de Noche

La Manta y La Raya # 16                                                      marzo  2024 ________________________________________________________________________

Recuerdos de los fandangos de Luz de Noche. 2024

 

Francisco García Ranz

Sin duda los fandangos que se celebran en el foro cultural Luz de Noche las tres noches grandes de las Fiestas de La Candelaria en Tlacotalpan, Veracruz,  tienen características singulares. Fandangos a los que se acercan todavía Arcadio Baxin, Bonifacio Temich de Los Tuxtlas o Guadalupe Cárdenas de El Blanco de Nopalapan. 

Vale la pena recordar que los fandangos o huapangos de las Fiestas de La Candelaria han cambiado constantemente de lugar en los últimos 40 años. Varios ejemplos memorables me vienen a la mente. Empezando por los primeros fandangos en rebeldía en busca de un espacio en el pueblo. Recuerdo el año de 1983 cuando con Gilberto Gutiérrez desmontamos en la noche las tablas y triplays –a trancazos– de un templete recién instalado en el Parque Hidalgo para hacer una tarima. Otro fue aquel fandango, hacia finales de los años 1980, que terminamos debajo del arco (vestíbulo) del Palacio Municipal pues llovía a cántaros esa noche. No fue sino hasta la madrugada, resistiendo contra viento y marea, que sentimos clarito cuando bajó el chaneque. Así también aquel fandango en el kiosco de Tlacotalpan (años 1990) en donde nos sorprendieron las primeras luces de la mañana después de darle las mañanitas a la Virgen de La Candelaria. No puedo dejar de mencionar el año de 1999 y aquellos tres huapangos simultáneos, uno en cada esquina de la Plaza Doña Marta, en donde muchos nos amanecimos. Muy sentidos y nostálgicos fueron estos (posiblemente ya presentíamos el fin de una era). Por cierto, salvo en una memorable ocasión que pocos presenciamos, en los fandangos recientes en Tlacotalpan el orden municipal, en particular la policía, ha lucido por su ausencia; no se acercan. 

Cuarenta años después la agenda cultural jarocha de las Fiestas de Tlacotalpan es inmensa y asombrosa. Hoy en día se llevan a cabo múltiples foros en donde se impulsa y privilegia al son jarocho tradicional, sus variantes y derivaciones actuales. En los últimos años la práctica fandanguera propiamente se ha concentrado notoriamente en dos lugares: casa de Julio Corro, inicialmente con la propuesta “fandangos temáticos”, desde 2018,  proyecto que ha crecido enormemente y que ha derivado en el centro cultural El Retiro (La casa del son y el fandango); y el foro cultural Luz de Noche. En ambos casos se trata de espacios suficientemente alejados de la ruidosa zona centro del pueblo, en donde se celebran las fiestas en grande; una especie de carnaval.

Luz de Noche se ha consolidado como un bastión fandanguero desde 2005, en donde en medio de la calle, enfrente del pórtico de la casa que ocupa este foro cultural, se colocan todas las noches las tarimas y bancas que amanecerán con el fandango los tres días de fiestas. Sí, en medio de la calle de la calle Juan Enríquez, en un espacio arquitectónico tlacotalpeño bellísimo y bien conservado. La presencia de músicos experimentados como Camerino, Wendy y Tacho Utrera, a los que se suman Humberto Victorio Comi o Joel Cruz Castellanos entre otros, son quienes apuntalan la música, llevan el fandango por varias horas y continúan certificando la calidad de los sones de tarima que se interpretan en los fandangos de Luz de Noche desde hace varios años. Los zapateados son variados y entre tantos se puede distinguir aquellos fuertes y marcados de la gente de los ranchos. Ahora, cerca de la mitad de lxs músicxs y cantadorxs son mujeres. 

Adentro del “gran mesón” en el que se convierte la magnífica casa ubicada en la esquina de Juan Enríquez y Allende –una joya de la arquitectura vernácula tlacotalpeña en donde se tiene acceso a sillas, mesas, baños y servicio de cafetería hasta tarde–, los sones jarochos, a no más de 25 pasos del fandango que se celebra en la calle, continuan en un ambiente relajado e inclusive bohemio. Una oportunidad única para ver reunidos a tantos músicos, conocidos, celebridades, etc. Más fifí posiblemente –desde luego más del gusto de los Sultanes–, pero también un lugar fundamental para sentarse a platicar con los amigos y de vez en cuando comer algo, beber un café y tomar un respiro.

En los recientes fandangos 2024 me encontré con algunos, pocos en realidad, músicos de la vieja guardia, poca variedad de sones de tarima, muchos jovenes músicos (hay talento) y muchas caritas nuevas. Dentro del foro artístico de Luz Noche, previo a los fandangos, se presentaron varios grupos jovenes sobresalientes y en ascenso como La Surada y Son  de Chagane; buenxs fandanguerxs también. Me llamó la atención la delegación de chicas chilenas que bailaron, cantaron y tocaron en los tres fandangos hasta amanecerse. 

Y todo esto, entre tantas otras anécdotas, me hace sospechar que no pocas cosas han cambiado desde los tiempos aquellos en que los gitanos cruzaban el río en la panga de Buenavista de la familia Malpica, para llegar a Tlacotalpan a pasar la temporada.

Francisco García Ranz 

 

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El pájaro carpintero

El pájaro carpintero

Músicos y lauderos de Veracruz

de Silvia González de León

 

Esta obra, que es un conjunto de obras y que es un proyecto colectivo, también va acompañado de hermosas coplas del maestro Gilberto Gutiérrez y de un maravilloso texto de la narrativa del maestro Juan Pascoe. La edición estuvo a cargo de Ediciones Odradek y la selección y cuidado corrió por cuenta del poeta Alfonso D´Aquino. Con la venia de todos ustedes y con una perspectiva estrictamente personal, ahondaré un poco más sobre el interesante trabajo fotográfico. No es una tesis de alguna investigación formal, ni una exhaustiva revisión del pasado, sin embargo, sí es un anecdotario de luces y sombras que, de manera “casual”, gracias al amor de Silvia por la fotografía, han quedados congelados para volverlos a disfrutar cada vez que abramos el libro; son también una fuente indirecta de algunos momentos de la revalorización del son a partir de la visión del emblemático grupo Mono Blanco que, afortunadamente para quienes los apreciamos, sus integrantes aparecen retratados en diferentes ocasiones. 

Se convierte este poema de luces, en un testimonio silencioso, pero no sin voz, ya que fue realizado con el alfabeto universal que solo el amor tiene. Al ser un lenguaje primigenio, el mensaje visual está disponible para todos, para los “letrados” y para los sabios de la vida, para los experimentados músicos y para los incipientes amantes de esta tradición, incluso para aquellos que solo les agrada participar como espectadores. También es un código cifrado que aporta innumerables ventanas por las que podemos saltar a diferentes caminos y –también– a diferentes tiempos, como puertas mágicas que solamente se abren si lo contemplas con el mismo ingrediente fantástico con el que fueron capturadas.   

Así, al ver la portada, se crea un momento sumamente impactante en el sentido de los instrumentos que han venido a menos en el fandango, me refiero a la bandola y al violín. En este sentido, solo me tocó ver a un músico de avanzada edad, sentado en un pórtico tocando algunos acordes con su vieja bandola para pedir ayuda económica a los transeúntes. También me trajo a la memoria que en aquellos emblemáticos fandangos que se realizaban en la Plaza Cervantina de Santiago Tuxtla, donde en ese entonces se ubicaba la Casa del Fandango, recuerdo que llegaba un señor, delgado, cubierto de canas, portaba un sombrero blanco de dos pedradas (y que del cual nunca supe su nombre), pero era sumamente visible que carecía de la mano derecha. Lo asombroso era que ese detalle no era motivo suficiente como para no poder ejecutar el violín, pues se asía fuertemente el arco con ayuda de unas vendas al antebrazo y así, como ejemplo de vida para muchos de nosotros, con alegría y con orgullo, ejecutaba el complicado instrumento.   

Son fugaces momentos cumbre capturados para siempre. Viendo esas fotografías puede uno viajar en el tiempo y revivir instantes relacionados a la impresión en sí, aún incluso sin haber estado en ese momento específico, pero probablemente tener la fortuna de haber conocido a tal personaje en esa precisa época o simplemente descubrir cómo eran esas gentes que nos legaron esta maravillosa tradición. Finalmente, algo que pareciera silente se convierte en una agradable voz que gráficamente describe algunas facetas de este gran movimiento.

Abrir el libro en cualquier página es tener la seguridad de encontrarse con un reflejo de nuestra propia alma, pues para alguien que vive y convive el son jarocho, vistos a la distancia, se dimensiona aún más su verdadera esencia. Añejado con paciencia y amor, después de veinte años, ha logrado germinar la semilla puesta en esta sementera cronológica. La fotografía es tan generosa como un fandango. 

Decía don Fernando Bustamante Rábago que ni Marx ni Lenin habían podido realizar la abolición de clases sociales como lo había logrado el fandango. De la misma manera, estas fotografías se entregan plenas a toda la comunidad, de tal modo que no es necesaria ninguna intelectualidad para disfrutarlas, solo precisamente disfrutarlas, para poder ser capturados paradójicamente por una captura. 

Este libro es el ejemplo claro de la creación de la comunitaria, pues desde el mismo momento que fue gestado, desarrollado e impreso, afortunadamente, han intervenido diferentes personalidades. Así mismo, es diverso el tipo de rostros y momentos, modelos y tiempos que no sabían que serían retratados. Es hermoso y alentador, descubrir detalles como las centenarias manos de “Tío Ruma” que ágiles recorrían las cuerdas del arpa. 

Al ver la foto de má´Juana sentí su abrazo y su sonrisa, de cómo nos esperaba en la entrada de su casa cuando íbamos a esos entrañables fandangos del primer viernes de marzo en el Hato, Municipio de Santiago Tuxtla, organizados por el maestro Gilberto Gutiérrez.  Es fantástico como una luz que espera inmóvil puede transportarnos al mundo dinámico de los recuerdos, donde los pensamientos revolotean como palomas agitadas.

También me parece estar viendo a un serio don Carlos Escribano –el famoso “Oreja Mocha”– hablando entre español y macehua, algo que yo no entendía ni oía claramente, pero que ese viaje me hizo recordar que el primer violín que tuve fue hecho por este gran músico y laudero, que trabajaba con herramientas muy básicas, pero con el coraje necesario para arrancarle a las dificultades esos sonoros instrumentos que tanto seguimos apreciando.

Dicen que la paciencia es la más heroica de las virtudes porque carece de toda apariencia de heroísmo, Así, imagino a Silvia, tratando de capturar el momento preciso sin importar las horas o los días que tenga que esperar para lograrlo –los amantes de la pesca o de la cacería entenderán esto más claramente.  

Podemos encontrar en el libro a aquellos jóvenes que apostaron su vida a la música y que hoy afortunadamente para todos nosotros, siguen ejecutando y construyendo instrumentos, cantando, zapateando o simplemente disfrutando de una cálida velada. Niñas que hoy son mamás y que siguen cantando, como Xóchitl Torres Herrera, u otras que se nos adelantaron en el camino como Dulce Jazmín Vázquez. 

Las fotografías presentadas son una evidencia y una fuente ilustrativa de muchos aspectos de la vida sonera, la construcción de instrumentos, los fandangos, los vestidos de las bailadoras, los músicos, en fin, en conjunto invitan a conocer más de cerca la diversidad enorme de los aspectos del son jarocho tradicional. 

La luz y las sombras unidas en un todo, bosquejando líneas que nos trasladan a otro mundo, a ese lugar donde siempre hemos sido felices a pesar de los pesares: los fandangos a los que asistimos o no; detalles y momentos especiales, de manera tal que, al contemplar esas obras, nos educamos y aprendemos a querernos más. Una calle desierta, una caja de instrumentos esperando ser adoptados, unas jaranas colgadas en la espalda, algunos grupos con sus integrantes, unos entonces jóvenes otros entonces viejos, poetas desgarrando la voz para completar la fiesta del paraíso. 

Gracias a estas hermosas fotografías, también podemos reproducir en nuestra mente los sonidos, desde el batiente tambor de guerra que es la tarima invitando a la comunidad; los trinos y bordones de la guitarra de sones; el acompañamiento de innumerables jaranas; la alegre y a la vez melancólica voz del violín serrano, junto con los estruendosos y agradables cantos de los versadores. Quizá una cara sonriente de un público que goza y que, absorto en el disfrute de la fiesta, no se ha dado cuenta que ese instante fugaz –gracias al educado ojo de Silvia– ha quedado impregnado de eternidad. 

Si este hermoso libro tardó un decenio en ver la luz, me pregunto cuántos proyectos ahora mismo estarán esperando amorosa y pacientemente el momento de hacerse públicos. En horabuena por la publicación de este hermoso libro, por favor, que vengan muchos más.

Héctor Luis Campos Ortíz. 

“Luz de Noche”, Tlacotalpan

31 de enero de 2024.

 


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Detrás de la verde arboleda

Detrás de la verde arboleda

de Ricardo Pérez Montfort

Mar Adentro.                              Veracruz 2023

 

Una antología de ensayos guarda cierto paralelismo con una selfie contemporánea, en la cual una mirada orientada hacia adelante elige el ángulo desde el cual observar aquello que ha quedado a nuestra espalda -y que sólo puede reconocerse porque se ha avanzado en el camino. Por ello, aunque pueda resultar contra intuitivo, una antología de autor (con lo que de mirada retrospectiva conlleva) propone una recolocación de los textos en el presente y en el futuro.

Los ensayos que Pérez Montfort comparte en Detrás de la verde arboleda constituyen un documento de historia cultural, en la medida que nos propone vías alternativas para interrogar al mundo jarocho en sus presentes y pasados. Y esto es así, por tres gestos que el lector podrá reconocer en esta obra:

1. porque los ensayos aquí reunidos permiten comprender los procesos históricos que han hecho posible la consolidación y continuidad de una tradición musical festiva de alcance regional, a lo largo de dos siglos; 

2. porque los testimonios que aquí se narran permiten observar a una tradición cultural –la jarocha– en el momento mismo en que se reinventaba a sí misma y renovaba su memoria.

3. y, tercero, porque aún sin proponérselo, estos textos pueden ser leídos como el síntoma de una nostálgica anticipación histórica, dotados de aquel impulso que alguna vez Walter Benjamin consignara como una de las funciones de la historia y del compromiso social de los historiadores: arrancar a la tradición de las manos del conformismo “que está siempre a punto de someterla”.

Los editores de esta revista celebramos la aparición de este libro, felicitamos a su autor e invitamos a nuestros elegantes lectores a leer y disfrutar esta obra de reciente aparición.

 


Revista núm. 16  en formato PDF (v.16.1.0):

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