La Manta y La Raya # 3 octubre 2016
Bernardo García Díaz,
Tlacotalpan y el renacimiento del
son jarocho en Sotavento, México.
Gabriela Pulido Llano
El texto que es el viaje, el viaje que es la vida. Desde hace años, cuando uno preguntaba por Bernardo García Díaz, mejor conocido como “El Tigre”, las personas más cercanas a él te daban números de teléfono en los que nunca respondían, correos electrónicos que no se sabía si llegaban al destinatario; comentaban, “que lástima, ayer estuvo por aquí pero se fue corriendo” o bien te decían: “manda una señal de humo a Orizaba, o mejor, a Tlacotalpan”. Era un enigma. También sugerían que en cierta época del año, en el puerto, los colibríes dorados eran los únicos que podían comunicarse con él. Es conocido su don de la ubicuidad o la existencia de varios clones suyos que hacen sus apariciones cuando te enteras que casi al mismo tiempo está en Ciudad Mendoza, Cartagena o La Habana. Lo que sí es que cuando das con él, cuando el destino te sienta al lado de él en una mesa llena de platillos variados y deliciosos, el tiempo se vuelve fiesta y dura una eternidad.
Me gustaría introducirme en la mirada de Bernardo. Caminar despacio por el nervio óptico y dirigirme al centro que lo coordina. Caminar de adelante para atrás y luego de vuelta y hacia adelante. Asomarme en el parpadeo y guardar la respiración mientras el color de las casas que él mira y la cuenca del Papaloapan se empiezan a asomar por adentro de sus pupilas. Sentarme a tomar café con él, temprano, con una muy ligera brisa en el ambiente. Hacer el recorrido por las calles de Tlacotalpan desde adentro de la mirada de Bernardo es un viaje que es la vida. Ahora con su libro lo podemos hacer.
Con la pluma de Bernardo, Tlacotalpan se vuelve texto. Uno que, “en la medida en que se lee, se experimenta y se siente”. Hay un primer recorrido que es hacia el pasado, lo inicia con un andar lento entre mapas y el retrato de una población que modificó la traza urbana. El pueblo dibujado por la historia social y no al revés. Españoles vigorosos, indios rebeldes, comercio inquietante, traza urbana revuelta y descompuesta, la Nueva España en el fondo y una región en busca de centro, de identidad propia.
Para ese entonces, la música ya empezaba a buscar cauce en ese rincón del sotavento veracruzano que se ha decantado en corazón. Bernardo describe la fisonomía del poblado en el siglo XVIII con la mirada de alguien que ha devorado las esquinas, las plazas, los pórticos, las casas, los callejones. Una delicia ese paseo a través de sus palabras. Mientras, va tomando camino un paso con ritmo relajado, vibrante. El escritor sabe introducir las pausas, detener el impulso del fandango adelantado. Cuando describe lo que llama la “centuria tormentosa”, esa pausa fue el cólera, el crecimiento que se estancó de nuevo y también fue la salida algodonera que le imprimió un auge que se dio a notar; para mediados del siglo XIX, en Tlacotalpan se lucró con otros negocios como el ganadero, igual de fructífero.
Ya avanzado el libro se escuchan las primeras rasgaduras, los primeros acordes, la llegada, dice Bernardo, “de todo un bagaje musical y lírico que arribaba a la costa veracruzana e incluía instrumentos, coplas, líricas, partituras, tonadas marinas, versadas y afinaciones”. El son se cristalizó en un repertorio – prosigue el viaje y el relato – integrando los motivos más increíbles de la vida cotidiana. Apropiándose de las cosas de la naturaleza. Como lo harían la plástica y la fotografía, el son jarocho tradujo el sonido y la visualidad del entorno en un complejo que se ha reproducido en los confines del sotavento. Al son se le añadió la décima y así el espacio se pobló de palabras, de conjuntos de palabras que han traducido emociones, miradas, roces de cuerpos, cuerpos revueltos y también han dado voz a los corazones rotos.
El itinerario del verso y el rasgueo siguió identificándose con los procesos sociales de ese rincón del mundo. La narración de este amalgamiento entre la palabra y sus contextos, hace del relato de Bernardo un recorrido singular. Una secuencia de imágenes deja ver los momentos de auge, caída, miseria, respiro, esplendor de un poblado que le añade ritmo propio a su desarrollo local e íntimo. Dicha intimidad está volcada en episodios que acompañan a la palabra, que desatan la palabra, la provocan, como la de los pescadores que celebran el éxito de la jornada: las calles con pasto enmarcadas por los novísimos postes de luz, las embarcaciones de las empresas azucareras y el Papaloapan que también cambia, las venas de la vía férrea que dan la espalda a la vida de este puerto interior.
Las fotografías son un elemento central de este viaje de palabras. Qué ve Bernardo, cómo ve lo que ve, qué encuentra, su mirada inquieta está jugando con nosotros, los lectores. A dónde nos lleva. De ese andar lento por las calles del poblado novohispano, aún silenciosas y buscando la sombra, el autor se lanza de lleno para comprender el desarrollo social musical de esta pequeña y potente comunidad. Llena de retratos las páginas de su libro, un hombre ríe en una mecedora, otros más, abuelos, padres, tíos, de sus amigos de vida e informantes, rasgan jaranas, requintos, guitarras, tocan percusiones, no miran a la cámara sino a la prolongación de sus brazos, de sus dedos haciendo música. Y vemos un Tlacotalpan que al rehuir al silencio lo construye.
Cada episodio descrito por Bernardo es una estampa conservada entre la historia y su memoria. Por eso su itinerario está mezclado con las palabras que ha coleccionado a lo largo de su experiencia en este rincón veracruzano que es semillero de cultura popular. De pronto van apareciendo los rostros de las personas que sostienen la imagen del sitio que convoca la memoria musical del sotavento. Personas que se mezclan con las imágenes de instrumentos y bailes y aguardiente y fiesta, personas de otras épocas, de ayeres amalgamados con el presente. De atuendos y formas de hacer música que fueron adquiriendo, sobretodo a partir de los años 30 del siglo pasado, características acordes con los gustos y que fueron apropiándose de las formas de pensar y de interpretar lo musical de individuos, familias, grupos, conjuntos, incluso de otras latitudes, como las de los cubanos.
En el libro de Bernardo nos topamos con lo cierto y lo inventado, con las personas de carne y hueso, y las que han poblado las ideas de Tlacotalpan como un lugar casi imaginado, irreal, cuya existencia está dada por las miradas de quienes lo han descrito. Sin embargo, idealizado y no, ahí está el territorio, su proceso anclado al tiempo y la memoria colectiva de una comunidad volcada tanto en la vida cotidiana como también en su conservación.
El Tigre reconstruye ese proceso interno con elementos de la historia que dan congruencia a las sucesivas etapas del tiempo. La historia es el elemento de movilidad, la acción y a la vez el acompañamiento. Así, la asociación de Tlacotalpan con lo musical del sotavento veracruzano, lo vemos en el entretejido de este libro, en una secuencia de imágenes que nos dejan conocer el entorno y a la gente detrás del mito. Llama la atención la palabra renacimiento – presente en el título del libro. ¿Cuándo y cómo se murió? Si reparamos en el texto que precede a la larga secuencia final de fotografías, encontramos nombres de personajes ya reconocidos en esta escena musical o podríamos decir, pegada la escena a sus nombres. Esta larga secuencia nos deja ver el hoy, lo cotidiano adherido a lo humano. Los rostros, los quehaceres, el amanecer, la plaza, la preparación del instrumento, la calle vacía, la calle en la acción de día, la plaza preparándose para la fiesta, la noche del fandango, las vistas del río-mar que se abre al exterior, desde el exterior una imagen emocionante cierra todo este viaje de vida y es el conjunto de colores que mira el visitante al llegar desde el agua.
Tlacotalpan hecho escenografía es esa foto que cierra el libro y lo abre, que recibe al visitante que llega por el agua y probablemente sienta, parafraseando a Borges”, una excitación en la sangre.
Revista #3 en formato PDF (v.3.1):