La Manta y La Raya # 7 marzo 2018
La jarana del chino *
Relato campesino anónimo
En una ocasión, a un fandango celebrado en una de las comunidades de la región sanandrescana habían acudido varios músicos y cantadores. Muchos habían llegado temprano acompañando a los recién casados, pues era costumbre llevarlos con jaranas. En el patio había grandes mesas improvisadas y sobre ellas las mujeres ponían tacualones repletos de tatabiyiyayo y cubetas de pinole. Las tortillas calientitas las hacían otras mujeres, quienes tenían en el suelo tenamaste donde ponían el comal.
Al caer la tarde, los músicos se fueron acercando a la tarima que estaba bajo un manteado. Con el primer son, todos se apresuraron para estar en el entablado. Habían iniciado los músicos pero los cantadores no se atrevían a cantar. Los bailadores tampoco se animaban a subir a la tarima. El casero, que estaba observando, se subió a la tarima y le dijo a los presentes:
–Señores, esta noche es de diversión ¡A divertirse todos! Por el gusto de que a mi hija hoy se la lleva su marido. –¡Voy a dar una botella de jerez y una garrafa de aguardiente al mejor de los verseros. A la media noche la entrego para que la comparta con los músicos!
Se bajó de la tarima y volvió a escucharse “El Pájaro Cu”. Nadie se atrevía a contestar, había recelo entre los verseros. Las mujeres tampoco subían a bailar. De pronto un ancianito se subió a la tarima tratando de imitar groseramente a las mujeres al bailar. Enojadas, las mujeres se subieron a la tarima bajando al ancianito, dando de esta manera inicio al fandango. Todos los verseros recorrían sus memorias buscando versos. Las mujeres subían y bajaban de la tarima. El fandango se estaba animando bastante. Había un músico poco conocido por los presentes, de color moreno y pelo chino que hasta entonces había permanecido callado, que se acercó a los músicos. Templó bien su jarana y se puso a tocar. La música de su instrumento era buena, sobresalía de las demás jaranas. Dejó que los demás cantaran en un principio, luego se puso a cantar con fuerza. Su voz era clarita dándole forma a cada son que cantaba.
Los asistentes estaban atentos a los músicos y versadores. El negro de pelo chino, con mucho cuidado agarraba su instrumento y tocaba con delicadeza. El sonido de esa jarana era inconfundible. Daba una voz diferente a todas, confundiéndose con la del chino. Cantó versos de entrada, de relación, de argumentar y tantos otros que nunca se habían escuchado por el rumbo, con “El Zapateado”, que tenía cerca de dos horas de haber comenzado. Pero ni los músicos ni los cantadores se querían dar por vencidos.
Los asistentes estaban nerviosos porque algún perdedor podía comenzar con versos picones y saldrían entonces los machetes a relucir. Sin embargo el son siguió de frente. Se tocó tanto tiempo que muchos jaraneros tenían su jarana salpicada de sangre, por los dedos reventados. El chino cantó versos como nunca antes se habían cantado. Llegó un momento en que los demás cantadores se callaron para escucharlo cantar. Los músicos no querían dejar de tocar para que siguiera cantando.
Cuando por fin terminó el son, se dirigió en silencio hacia una mesita donde estaba el vino y la garrafa de aguardiente, los agarró y se alejó con el triunfo. Nadie sabía quién era ni de dónde había venido. Lo vieron alejarse callado sin pronunciar palabras.
Había caminado unas veinte varas cuando desapareció en medio de un remolino. Cuando se disipó el remolino, en el lugar quedó una botella de vino y una garrafa de aguardiente.
* Presas del encanto. Crónicas de son y fandango, Programa Desarrollo Cultural del Sotavento, CONACULTA, pp. 51-52, 2009.
Revista # 7 en formato PDF (v.7.1.2):