La Manta y La Raya # 14 marzo 2023 ________________________________________________________________________
EN TODAS PARTES
para Alejandra Cuervo,
intentando resarcir laconfusión de aquella hache.
Para Alberto “Sajo” Guillén,
porque “te va Papi”qué se le va a hacer.
Alvaro Alcántara López
I
Pienso en el amor, en su poderosa magia, cuando recuerdo aquella inolvidable mañana de febrero. Y aunque le he dado vueltas y vueltas para tratar de entender lo sucedido, ninguna otra explicación surge en mí que no sea la de concluir que, ciertos episodios de la vida son incubados desde burbujas energéticas rebosantes de amor y desde allí se develan a nuestros ojos. Si me apuran diré que un fandango puede constituirse –bajo ciertas y excepcionales condiciones- en una colectiva burbuja de amor –también es capaz de convocar otras energías igual de mundanas, pero desglosar esto nos alejaría de la historia que recién empiezo a narrar.
Uno imagina a veces que el acontecer de la vida puede ser explicado desde la firme creencia en un destino preexistente que todo lo determina. Otra posibilidad en cambio es la de reparar en la azarosa contingencia y alineación de circunstancias que hacen coincidir y vincularse –aunque sólo sea por algunos instantes–, a lo que de otra manera estaría desconectado, disperso, carente de vida. Como en una escena de película italiana de la postguerra desfilan por mi memoria un nutrido conjunto de episodios, sin los cuales aquello que presencié no hubiera ocurrido jamás: la expulsión de los Monos de San Miguelito; la convicción de Ivonne y Mario; los estados de éxtasis inducido de la flota y sus andanzas por el pueblo para airearse; la comezón de Humberto Aguirre por organizar aquel homenaje al “paisano” del Negro Ojeda; aquella jarana que un día llegó a nuestras manos y desató nuestra adicción; haber descansado lo suficiente como para no llegar a las mañanitas a la Virgen, pero sí para participar del fandango matutino de Luz de Noche; o, por qué no, el arribo inesperado de aquel vendedor con su carretilla repleta de jugos de piña que proporcionaron nuevos bríos a un fandango que empezaba a disvariar (sic).
II
Parecen ser casi las nueve de la mañana de aquel jueves dos de febrero del 2023. Francisco García Ranz ha llegado al pie de la tarima y desde ese lugar, con sus lentes “negro oscuro” y paliacate colorado al cuello que recoge la sudoración, comanda el huapango. A su lado toca y canta Yael, “el joven maravilla” y, un poco más allá, Alberto “Sajo Guillén, Lalo Merodio, Edwin Bandala, Joel Cruz Castellanos y Lalo Jaranas. Seis mujeres zapateando (entre quienes distingo a Wendy y a Mariana) hacen rugir la tarimba, acompasando un enésimo Siquisirí que se repite como mantra de protección y alegría. El recuento de personajes podría seguir –porque allí los recuerdo clarito– pero nunca terminaríamos. Porque a esas horas de la mañana, el fandango que comenzó la noche anterior ha entrado ya a esa otra dimensión de las cosas donde el tiempo se estira como chicle.
Sin poder imaginar que ese verso podría ser considerado como una premonición, Alberto “Sajo” Guillén canta: “ahoritita se va a ver/quién se lleva la bandera/si los que son de la casa/ o los que vienen de afuera”. Y es en ese preciso momento alargo la mirada y logro reconocer a Alejandra Cuervo del otro lado de la calle refrescando su garganta con un delicioso néctar de piña. Tras un largo trago sonríe, como sólo ella puede hacerlo y yo, al verla, pienso que hay veces que la felicidad se posa frente a nosotros, sin exageraciones, pero también sin falsas humildades.
III
Las circunstancias en las que emerge, se desarrolla y fortalece un movimiento cultural contra-hegemónico (o que dice serlo, que es casi lo mismo) pueden llevar a quienes lo conforman, a convertir sencillos molinos de viento en amenazantes y detestables gigantes. O, como decía aquella antigua expresión que escuchamos en la infancia: “a ver moros con tranchetes”, donde nos los hay. Pero aquellos (no se nos puede olvidar) eran tiempos de combate, de disputarse la representación auténtica de una tradición, de una forma de vida, de la cultura de una región ¡y de qué región! Eran momentos cruciales en un país que se urbanizaba y daba la espalda al campo; momentos eran de denunciar el acartonamiento, la apropiación, la impostura estilizada de una música y de un bailar… el casi borramiento de una fiesta. Entonces -no habríamos de olvidarlo-, aquellos fueron tiempos de hacer valer el derecho a ser jarochas y jarochos de otras maneras, en modos distintos a lo que pregonaba la cultura oficial y el discurso del Estado mexicano. Y para ello hubo que pelear, insistir, confrontar, afirmarse; incluso, ser intransigente, acartonado y sectario.
También es cierto que los contextos cambian, las posiciones sociales también y las personas –como los movimientos– ganan años y, a veces, confianza, fortaleza, experiencia. Llega el tiempo de los matices, la apertura el diálogo, la relativización de las cosas. Llegan también los momentos de hacer las paces, de desdecirse a medias sin perder la dignidad (o, al menos intentarlo); de ver las cosas de otro modo. Sucede entonces que los antiguos adversarios a muerte ya no lo parecen tanto e, incluso, que se puede colaborar con ellos y compartir escenarios o giras exitosas con aquellos entes cuasi demoniacos que, como solían repetir, deformaban y comercializaban la tradición: los ballets folklóricos. Pues como recuerda aquella tonada que escuchamos en la emocionada y potente voz de La Negra Sosa: “cambia, todo cambia”, y la vida –como también suele recordarnos el Lama Pepe– “es un río que fluye”.
IV
Lo transgresor y extravagante de la escena fandanguera que mis ojos presenciaron en aquella vieja isla residía en que aquellos a quienes has creído tus enemigos (en tu delirante e imaginaria cruzada por defender y salvaguardar la tradición (sic); aquellos de quienes te dijeron –y tú lo quisiste creer– que eran tus adversarios y competencia, precisamente ellos, una mañana se aparecen en tu espacio sagrado, en ese tiempo/espacio fundante-mítico-idealizado-energético de la tarima, deseosos de compartir contigo, reconocer tu valía, divertirse y expresar su gusto y admiración por la música y zapateo que se hace desde tu trinchera inmaculada de la música tradicional.
Fue entonces que ocurrió lo insospechado: los jarochos que se visten todo de blanco para trabajar y ganarse unos pesos, esos mismos a quienes has descrito con adjetivos menos que ofensivos y denigrantes, se acercaron al fandango con el gusto de hacer la fiesta junto a ti, con los tuyos. Ese gesto transgresor y extravagante, no puedo describirlo sino como un acto de amor.
Entonces fue todo un mar de algarabía, regocijo, júbilo. El amoroso reencuentro de parientes cercanos que durante mucho tiempo dejaron de hablarse sin saber por qué, pero que, en ese momento, sin importar nada más que su gusto y pasión por la música y la fiesta, entrelazaron sus corazones y fueron felices. No más pero tampoco menos.
No ignoro que la historia que ahora estoy a punto de finalizar pueda resultarles, a lo menos, cursi, chabacana, dulzona. Tienen por supuesto ese derecho. Por mi parte sólo sé lo que vi y ahora les cuento. Al concluir el último son y baile sobre la tarima, que fue festejado por la concurrencia con estruendosos aplausos, el líder de aquel conjunto de alegres músicos y bailadores se acercó al personaje que se hallaba a mi lado, un reconocido y querido miembro de la comunidad fandanguera, para solicitarle se hicieran una foto con él. Antes de hacer la petición, el recién llegado expresó con vivísima emoción el reconocimiento y admiración que sentía por su quehacer artístico.
Lo que sucedió a continuación fue el mejor final que jamás pudimos haber imaginado. Es probable que, al igual que yo, cuando los que allí estuvieron recuerden este episodio, experimenten en lo más íntimo de sus entrañas que contra todo pronóstico, el amor, en efecto, habita en todas partes. Aunque sólo en una mañana de dos de febrero, día de la Virgen de La Candelaria, se muestre ante nuestros ojos en la isla de los milagros y las apariciones. (1)
(1) Circulan algunos rumores y versiones de cómo fue que se enteraron aquellos músicos y bailadores jarochos de que el fandango ya matutino de Luz de Noche seguía; o quién fue la persona que los animó o invitó a llegar allí. Fue precisamente ese, mi mayor interés apenas concluyó aquel encuentro memorable: quise conocer las circunstancias que llevaron a aquellos artistas a visitar el fandango en el que estábamos. Tras algunas pesquisas he llegado a la conclusión que, por el momento, lo mejor es mantener en el anonimato la identidad de él o la promotora de este episodio fantástico e inverosímil.
La Manta y La Raya # 14 marzo 2023 ________________________________________________________________________
Los Fandangos de Caballo Viejo en Tlacotalpan
Cristobal Cuitláhuac Torres Herrera
Una noche tomé la decisión de visitar a un famoso barbero y amigo tlacotalpeño de nombre Juan Antonio López Silva mejor conocido como “Toño Palma”, quien trabajó para Miguel Ramírez conocido como Caballo Viejo. Toño fue peluquero y barbero durante 64 años, y realicé esta indagación a partir de una de mis tantas visitas a su peluquería. Llegué junto con mi familia hasta la puerta de su casa sin avisar, preguntó quién llamaba y me identifiqué por mi nombre y apellido, inmediatamente abrió y nos invitó a pasar. Le dije que deseaba hacerle una entrevista ya que la última vez que fui a cortarme el cabello con él me había contado un poco de los famosos fandangos de Caballo Viejo.
Conocí a don Toño desde pequeño, tenía seis años cuando mi padre me llevó por primera vez a su barbería. Durante el espacio de tiempo que abarcan ms primeros 35 años de vida, don Palma mantuvo su negocio a la vuelta de la casa de mi madre. Fue gracias a esa cercanía que nos hicimos buenos amigos. La calle donde don Toño prestaba sus servicios era paso obligado para ir de compras al mercado, así que conocía perfectamente que mis hermanas y yo éramos “fandangueros” y también sabía que Julio Corro y Juan Varela (Estanzuela) eran compañeros nuestros. A veces, pasaba por nuestro domicilio cuando iba rumbo a su negocio y nos veía tocando en el corredor de la casa o tomándonos un refresco con las jaranas en descanso.
Don Toño sabía que habíamos aprendido en la Casa de la Cultura con don Cirilo Promotor y Evaristo Silva Reyes. Siempre que yo llegaba solicitando sus servicios a la peluquería, él me preguntaba por cuestiones musicales. Unas veces se disculpaba por no haberse quedado a escucharnos el resto de la noche en el fandango; otras tantas, me preguntaba por Juan Varela y Julio Corro, además, “Juanito” -como le decía a mi ahora compadre- también era su cliente.
Toño Palma nació en el 34 del siglo pasado, fue huérfano desde pequeño, criado por sus tíos y de quienes recibió el apellido “Palma”, apellido por el cual la gente lo identificaría de por vida en el pueblo. Desde muy joven, aprendió el oficio de peluquero y una vez que aprendió lo suficiente con su mentor Ricardo López, se fue a probar suerte por su cuenta. Así es como el destino lo llevó a trabajar para Caballo Viejo, quien era dueño de una barbería y una cantina. Don Toño se encargaba de “trasquilar” a la clientela, la cual contaba con tres sillones “Koken” americanos, según su descripción. Al parecer, Caballo Viejo gustaba de atender la cantina y confiaba en su entonces joven peluquero, quien había llegado a hacer sus pininos con la tijera y la navaja. Ahí, don Toño sería testigo de los que hasta ahora han sido los fandangos más memorables de Tlacotalpan.
Miguel Ramírez tenía ubicado su local en lo que actualmente son Los portales de la ciudad, específicamente en el negocio contiguo al del “Compadrito” y el famoso “Tobías”. Eran los años cincuenta y nuestro informante recuerda que Caballo Viejo tenía sus tarimas y que cada fin de semana se realizaban grandes fandangos, gustaba de pagar bebidas a los músicos y a las mujeres bailadoras (a quienes recuerda muy bien ataviadas portando una flor en el cabello) les apartaba sus copitas de anís.
Los músicos que daban vida al fandango venían de distintas rancherías y comunidades bañadas por los ríos San Juan y Papaloapan, ya que el acceso a la ciudad era principalmente fluvial. Don Toño recuerda que había músicos que viajaban “a remo” para llegar al fandango. Es el caso de don Cirilo Promotor Decena, procedente de Mata de Caña, que cada semana remaba hasta Tlacotalpan para llegar a los fandangos de don Miguel. Fue en uno de esos encuentros que don Cirilo conoció a Andrés Aguirre Vera “Viscola” y así se convertiría en un integrante más del famoso “Conjunto Tlacotalpan”, agrupación que después viajaría por muchas partes del mundo exponiendo la música veracruzana.
Don Toño recuerda que los fandangos duraban hasta las dos o tres de la mañana y que había muchas bailadoras experimentadas que venían de comunidades aledañas, otras tantas eran locales. Entre los nombres de bailadoras destacadas que llegaron a la memoria en nuestra plática fueron doña María Tenejapa, Chefina Candal, Inés Gamboa, Chalía Fonseca y aparecen en su recuerdo algunos músicos que asistían de manera regular como “Viscola”, “El Mapache”, “El Cocuyo”, Andrés Alfonso Vergara, Cirilo Promotor y “Chico” Vázquez.
A pesar del auge que tenían los fandangos de Caballo Viejo, nuestro informante externó que durante las fiestas de la Candelaria el fandango no era una actividad que se realizara como parte de los festejos, ni como motivo de reunión durante la adoración a la Virgen de la Candelaria. Posiblemente el fandango, al ser una actividad bastante cotidiana los músicos y bailadores preferían darle cierto descanso. Aunque también aseguró que en algunas ocasiones se llevaron a cabo fandangos “espontáneos” o “improvisados” durante las fiestas. Al respecto, don Toño comentó que los jaraneros siempre cargaban con sus jaranas y por tal motivo era fácil improvisar la fiesta sobre el tablado. Agregó que la calle donde se realizaba el fandango se llenaba de puestos de colación, ya que la fiesta se concentraba exclusivamente alrededor del parque Zaragoza y se extendía a lo largo de una sola avenida, hasta el corral de toros, ubicado en un amplio terreno frente al hotel “Los Jarochos”.
Al término de nuestra plática me comentó que antes de que existieran los fandangos de Miguel Ramírez, se llevaban a cabo en distintos puntos del pueblo. Recordó con exactitud la esquina de la cinco de mayo y Eduardo Lara, el barrio de San Miguel y la Alameda Juárez. Explicó que había construcciones con techo de palma (algunas con techo de lona) llamadas “palapas”, iluminadas con lámparas de petróleo donde se daban cita los músicos, bailadoras y bailadores.
La Manta y La Raya # 10 marzo 2020 ________________________________________________________________________
Tlacotalpan: retrato y paisaje
Javier Manzola
Una muestra del quehacer fotográfico de Javier Manzola se presenta en este portafolio integrado por imágenes captadas durante las fiestas de la Virgen de La Candelaria de Tlacotalpan; la selección hecha gira alrededor de dos temas principales (aunque no los únicos) que aborda Javier en su obra fotográfica: el retrato, instantes fugaces e irrepetibles, y el entorno local, aparentemente estático, y su arquitectura vernácula.
Es alrededor de los fandangos callejeros que se organizan en esos días de fiesta, alejados desde años de los espacios céntricos del pueblo, en donde Javier Manzola captura imágenes entrañables. Retratos en su mayoría de personas aficionadas al son jarocho, al zapateado, al verso… , reunidas en las noches alrededor de la tarima, o en la madrugada en la iglesia cantando, o a las primeras horas de la mañana después del fandango, o al mediodía jugando un partido de béisbol. Momentos y experiencias colectivas especiales, de gran empatía y sincronicidad, que se refleja en las personas que descubre y retrata Manzola Momentos expresivos, radiantes, desprevenidos, naturales, sin duda felices en muchos casos. Evidencias irrefutables de los estados de dicha y éxtasis que se pueden experimentar entre la colectividad que se reune alrededor de un fandango jarocho. Visiones únicas que se repiten una y otra vez y que repican como campanas.
Por otra parte, Javier nos comparte una pequeña selección de fotografías del paisaje local de Tlacotalpan, su arquitectura deslumbrante y “las cosas que se pueden ver en el cielo”, dijera Jung, en conjunción con los astros.
Una mirada que observa, atenta, siempre discreta, es la de Mazola, quién tiene la capacidad de hacerse “invisible”, una cualidad muy apreciada entre los fotógrafos y que se refleja en su obra. Hay personas que piensan que la felicidad es un instante, sin duda muchas de las fotos incluídas en este portafolio captan ese instante.
Nos sentimos afortunados de poder publicar este portafolio que nos comparte Javier Manzola y desde luego dispuestos a seguirle la pista, a donde quiera que vaya nuestro amigo con su aparato para hacer fotos.
Bernardo García Díaz, Tlacotalpan y el renacimiento del son jarocho en Sotavento, México.
Gabriela Pulido Llano
El texto que es el viaje, el viaje que es la vida. Desde hace años, cuando uno preguntaba por Bernardo García Díaz, mejor conocido como “El Tigre”, las personas más cercanas a él te daban números de teléfono en los que nunca respondían, correos electrónicos que no se sabía si llegaban al destinatario; comentaban, “que lástima, ayer estuvo por aquí pero se fue corriendo” o bien te decían: “manda una señal de humo a Orizaba, o mejor, a Tlacotalpan”. Era un enigma. También sugerían que en cierta época del año, en el puerto, los colibríes dorados eran los únicos que podían comunicarse con él. Es conocido su don de la ubicuidad o la existencia de varios clones suyos que hacen sus apariciones cuando te enteras que casi al mismo tiempo está en Ciudad Mendoza, Cartagena o La Habana. Lo que sí es que cuando das con él, cuando el destino te sienta al lado de él en una mesa llena de platillos variados y deliciosos, el tiempo se vuelve fiesta y dura una eternidad.
Me gustaría introducirme en la mirada de Bernardo. Caminar despacio por el nervio óptico y dirigirme al centro que lo coordina. Caminar de adelante para atrás y luego de vuelta y hacia adelante. Asomarme en el parpadeo y guardar la respiración mientras el color de las casas que él mira y la cuenca del Papaloapan se empiezan a asomar por adentro de sus pupilas. Sentarme a tomar café con él, temprano, con una muy ligera brisa en el ambiente. Hacer el recorrido por las calles de Tlacotalpan desde adentro de la mirada de Bernardo es un viaje que es la vida. Ahora con su libro lo podemos hacer.
Con la pluma de Bernardo, Tlacotalpan se vuelve texto. Uno que, “en la medida en que se lee, se experimenta y se siente”. Hay un primer recorrido que es hacia el pasado, lo inicia con un andar lento entre mapas y el retrato de una población que modificó la traza urbana. El pueblo dibujado por la historia social y no al revés. Españoles vigorosos, indios rebeldes, comercio inquietante, traza urbana revuelta y descompuesta, la Nueva España en el fondo y una región en busca de centro, de identidad propia.
Para ese entonces, la música ya empezaba a buscar cauce en ese rincón del sotavento veracruzano que se ha decantado en corazón. Bernardo describe la fisonomía del poblado en el siglo XVIII con la mirada de alguien que ha devorado las esquinas, las plazas, los pórticos, las casas, los callejones. Una delicia ese paseo a través de sus palabras. Mientras, va tomando camino un paso con ritmo relajado, vibrante. El escritor sabe introducir las pausas, detener el impulso del fandango adelantado. Cuando describe lo que llama la “centuria tormentosa”, esa pausa fue el cólera, el crecimiento que se estancó de nuevo y también fue la salida algodonera que le imprimió un auge que se dio a notar; para mediados del siglo XIX, en Tlacotalpan se lucró con otros negocios como el ganadero, igual de fructífero.
Ya avanzado el libro se escuchan las primeras rasgaduras, los primeros acordes, la llegada, dice Bernardo, “de todo un bagaje musical y lírico que arribaba a la costa veracruzana e incluía instrumentos, coplas, líricas, partituras, tonadas marinas, versadas y afinaciones”. El son se cristalizó en un repertorio – prosigue el viaje y el relato – integrando los motivos más increíbles de la vida cotidiana. Apropiándose de las cosas de la naturaleza. Como lo harían la plástica y la fotografía, el son jarocho tradujo el sonido y la visualidad del entorno en un complejo que se ha reproducido en los confines del sotavento. Al son se le añadió la décima y así el espacio se pobló de palabras, de conjuntos de palabras que han traducido emociones, miradas, roces de cuerpos, cuerpos revueltos y también han dado voz a los corazones rotos.
El itinerario del verso y el rasgueo siguió identificándose con los procesos sociales de ese rincón del mundo. La narración de este amalgamiento entre la palabra y sus contextos, hace del relato de Bernardo un recorrido singular. Una secuencia de imágenes deja ver los momentos de auge, caída, miseria, respiro, esplendor de un poblado que le añade ritmo propio a su desarrollo local e íntimo. Dicha intimidad está volcada en episodios que acompañan a la palabra, que desatan la palabra, la provocan, como la de los pescadores que celebran el éxito de la jornada: las calles con pasto enmarcadas por los novísimos postes de luz, las embarcaciones de las empresas azucareras y el Papaloapan que también cambia, las venas de la vía férrea que dan la espalda a la vida de este puerto interior.
Las fotografías son un elemento central de este viaje de palabras. Qué ve Bernardo, cómo ve lo que ve, qué encuentra, su mirada inquieta está jugando con nosotros, los lectores. A dónde nos lleva. De ese andar lento por las calles del poblado novohispano, aún silenciosas y buscando la sombra, el autor se lanza de lleno para comprender el desarrollo social musical de esta pequeña y potente comunidad. Llena de retratos las páginas de su libro, un hombre ríe en una mecedora, otros más, abuelos, padres, tíos, de sus amigos de vida e informantes, rasgan jaranas, requintos, guitarras, tocan percusiones, no miran a la cámara sino a la prolongación de sus brazos, de sus dedos haciendo música. Y vemos un Tlacotalpan que al rehuir al silencio lo construye.
Cada episodio descrito por Bernardo es una estampa conservada entre la historia y su memoria. Por eso su itinerario está mezclado con las palabras que ha coleccionado a lo largo de su experiencia en este rincón veracruzano que es semillero de cultura popular. De pronto van apareciendo los rostros de las personas que sostienen la imagen del sitio que convoca la memoria musical del sotavento. Personas que se mezclan con las imágenes de instrumentos y bailes y aguardiente y fiesta, personas de otras épocas, de ayeres amalgamados con el presente. De atuendos y formas de hacer música que fueron adquiriendo, sobretodo a partir de los años 30 del siglo pasado, características acordes con los gustos y que fueron apropiándose de las formas de pensar y de interpretar lo musical de individuos, familias, grupos, conjuntos, incluso de otras latitudes, como las de los cubanos.
En el libro de Bernardo nos topamos con lo cierto y lo inventado, con las personas de carne y hueso, y las que han poblado las ideas de Tlacotalpan como un lugar casi imaginado, irreal, cuya existencia está dada por las miradas de quienes lo han descrito. Sin embargo, idealizado y no, ahí está el territorio, su proceso anclado al tiempo y la memoria colectiva de una comunidad volcada tanto en la vida cotidiana como también en su conservación.
El Tigre reconstruye ese proceso interno con elementos de la historia que dan congruencia a las sucesivas etapas del tiempo. La historia es el elemento de movilidad, la acción y a la vez el acompañamiento. Así, la asociación de Tlacotalpan con lo musical del sotavento veracruzano, lo vemos en el entretejido de este libro, en una secuencia de imágenes que nos dejan conocer el entorno y a la gente detrás del mito. Llama la atención la palabra renacimiento – presente en el título del libro. ¿Cuándo y cómo se murió? Si reparamos en el texto que precede a la larga secuencia final de fotografías, encontramos nombres de personajes ya reconocidos en esta escena musical o podríamos decir, pegada la escena a sus nombres. Esta larga secuencia nos deja ver el hoy, lo cotidiano adherido a lo humano. Los rostros, los quehaceres, el amanecer, la plaza, la preparación del instrumento, la calle vacía, la calle en la acción de día, la plaza preparándose para la fiesta, la noche del fandango, las vistas del río-mar que se abre al exterior, desde el exterior una imagen emocionante cierra todo este viaje de vida y es el conjunto de colores que mira el visitante al llegar desde el agua.
Tlacotalpan hecho escenografía es esa foto que cierra el libro y lo abre, que recibe al visitante que llega por el agua y probablemente sienta, parafraseando a Borges”, una excitación en la sangre.
Con alegría fandanguera desparramando sus dones aparecerán los sones que son de gente llanera del campo y del pescador… Se escuchará lo mejor lo bueno y lo regular, sones de tierra y de mar del paisaje y de animales de damas y de hombres cabales que son… los que saben sonar. RPM 1994
Ricardo Pérez Montfort
INTRODUCCIÓN
Los ensayos y testimonios reunidos en este libro responden a un interés que me ha acompañado por más de cuarenta años. Escuchar y disfrutar primero, luego interpretar y esbozar algunos versos, y finalmente estudiar e investigar al son jarocho y a su fiesta, han sido actividades que he llevado a cabo con particular afecto a lo largo de la mayor parte de mi vida. Mis primeras experiencias asistiendo a fandangos se remontan a la década de los años sesenta del siglo XX, cuando con mis hermanos y mis padres visitamos el sur del Estado de Veracruz. En Minatitlán, una noche en el patio de la casa de los Domínguez Piquet y con el complejo industrial petrolero iluminando al fondo el horizonte, tuve la primera y tal vez la más inolvidable revelación de aquel festejo y de su ritual. Recuerdo a la señoras bailando sobre una tarima, al son de los jarabes y los sones interpretados por músicos campesinos, especialmente invitados para la ocasión por don Rodolfo y doña María. Tal vez uno de ellos era nada menos que Arcadio Hidalgo, al que Juanito Domínguez conocía por sus trabajos con los habitantes desheredados de los suburbios minatitlecos. De aquella experiencia guardo una especial memoria, como si fuera un descubrimiento iniciático.
Ya adolescente seguí los veneros del son jarocho a través de varias vertientes. Me entusiasmaba escuchar los discos del Conjunto Medellín de Lino Chávez y los de Andrés Huesca y sus Costeños, producido para el sello CAMDEN de la compañía RCA Víctor. Y sobre todo recuerdo un LP, llamado con cierta ironía extranjerizante ¡Mexico Alta Fidelidad! An adventure in High Fidelity Sound impreso en 1957 que contenía algunas piezas jarochas del grupo de Lino Chávez, grabadas por el folclorista José Raul Hellmer. Aquellos acetatos los he atesorado desde entonces y forman parte de una colección bastante extensa sobre sones y conjuntos jarochos, que guardo celosamente en mi fonoteca personal. Aquellos álbumes sirvieron para que, ya con ciertos conocimientos muy elementales de música, me dispusiera a “sacar” y a interpretar con mi guitarra, los sones de La Morena o La Bamba y ese son valseado medio picarón y divertido de La Bruja.
Como miembro de un conjunto de jóvenes que tocaba música latinoamericana, ya en los años setenta y principios de los ochenta, conseguí mi primera jarana. Se la compré a un carpintero convertido a evangelista en Jáltipan, que me dijo: –Ya no toco…porque ya no bebo–. Pasando el tiempo también adquirí una jarana construida por Darío Yepes, un viejito jarocho que vivía en la Ciudad de México y al que fuimos a visitar en una vecindad miserable de la colonia Doctores. Poco después me interesó el arpa, y en un desplante de suerte llegó a mis manos uno de los pocos instrumentos que Andrés Alfonso Vergara todavía fabricara él mismo, ahuecando un tronco de cedro. Yo aún no conocía a Andrés y, si mal no recuerdo, fue José Aguirre Vera, el gran “Biscola”, quien me vendió aquella encordadura enarcada y elegante, con filos de concha nácar y una barra torneada que se elevaba desde la tapa de la larga y ancha caja de resonancia hasta la curva de madera superior con sus 35 clavijas, formando el triángulo clásico del arpa jarocha.
Con aquel grupo de jóvenes solíamos tocar en peñas, manifestaciones, audiciones, conciertos y reuniones de amigos. En nuestro repertorio teníamos varios sones y zapateados jarochos, desde el muy comercial Tilingo Lingo hasta el son de a montón El Cascabel. Incluso, pasando el tiempo y evidenciando nuestro compromiso político, me aventuré a escribir, con Enrique “El Guajiro” López, unas décimas dedicadas al Campamento 2 de octubre, que se pueden escuchar en una grabación que quizás todavía circule por ahí de aquel nuestro conjunto llamado La Peña Móvil.
Mientras esto sucedía, yo ya había entrado a la Escuela Nacional de Antropología y mi activismo político, un tanto abierto y otro tanto clandestino, me empezó a ocupar a la par de las tareas del grupo musical. Sin embargo, aún así tuve la oportunidad de trabajar primero en Radio Universidad y poco después en Radio Educación. En ambas radiodifusoras escribí y produje diversos programas sobre música latinoamericana y mexicana a lo largo de poco más de doce años. En múltiples ocasiones me ocupé del son jarocho y de los fandangos, reproduciendo los ejemplos que conseguía en discos y en libros especializados. Y fue principalmente Radio Educación la institución que me permitió una acercamiento más intenso con el mundo de la música y la fiesta de la Cuenca del Papaloapan.
A finales de los años setenta Graciela Ramírez y Felipe Oropeza me invitaron a formar parte del equipo que organizaba el Encuentro de Jaraneros durante las fiestas de La Candelaria en Tlacotalpan. Con ellos asistí regularmente a dichos festejos durante un lapso de por lo menos diez años seguidos. Sobre esas experiencias escribí una primera crónica que apareció en 1992 en el Fondo de Cultura Económica bajo el título Tlacotalpan, la Virgen de La Candelaria y los sones. De aquellos encuentros también pueden dar testimonio la infinidad de programas de radio, que Graciela, Felipe y un servidor produjimos para Radio Educación con los materiales grabados y transmitidos durante ese tiempo. Con una selección de aquellas mismas grabaciones y el patrocinio del Instituto de Pensiones del Estado de Veracruz realizamos una colección de discos consistente en cinco volúmenes llamados simplemente Encuentro de Jaraneros, Vols. 1-5. Tiempo después el Instituto Veracruzano de Cultura y Discos Pentagrama retomaron esta edición produciendo una nueva camada de aquellos inciales LP’s.
En cada visita a Tlacotalpan aprovechábamos para hacer entrevistas, conseguir bibliografía, buscar nuevos datos sobre soneros, decimistas y bailadoras, pero sobre todo para tratar de documentar la historia y los vaivenes del fandango. Quien invariablemente se mostró amable y dadivoso al ofrecernos sin cortapisas sus saberes tlacotalpeños fue Humberto Aguirre Tinoco. A él se debió que mis primeros acercamientos a las crónicas de las fiestas jarochas tuvieran cierto aire de veracidad evocativa. Invariablemente admiré y reconocí la obra de Humberto como punto de partida para el estudio de las expresiones culturales jarochas que emprendí desde aquellos primeros años ochenta. Lamenté hondamente el fallecimiento de Humberto en 2011.
Durante esos avatares iniciales también conocí a Antonio García de León, quien con frecuencia compartía su enorme sabiduría sonera, sus profundos conocimientos históricos y su singular talento para versear y tocar la jarana. En gran medida, quienes hemos realizado algunos estudios sobre el son y el fandango le debemos mucho a su labor pionera y generosa. Además de amigo y maestro, Toño ha sabido mantenerse cerca y lejos, apoyando y cuidando, dando consejos y enseñanzas a todo aquel que ha querido acercarse a este universo musical, literario y festivo. En mi caso particular, le estoy doblemente agradecido, porque él y su compañera Liza Rumazo, han sido especialmente generosos conmigo.
Además de Graciela, Felipe, Humberto y Antonio, varios amigos y colegas también contribuyeron a que mis intereses por el son jarocho y el fandango poco a poco se orientaran a favor de una combinación entre la pesquisas académicas y las andanzas del disfrute pleno. Entre ellos debo mencionar a quienes más les debo: Armando Herrera, Bernardo García Díaz, Horacio Guadarrama, Francisco García Ranz, Leopoldo Novoa, Juanita Santos, Agustín Estrada, Jessica Gottfried, Arturo Chamorro, Álvaro Ochoa y Álvaro Alcántara. Con todos he compartido intereses y gustos, por lo que me atrevo a mencionarlos como aparceros y acompañantes en muchas de mis indagaciones sobre el son y los fandangos.
Así, al involucrarme afectivamente con el son y el fandango del Sur de Veracruz, al mismo tiempo emprendí el examen detallado sobre su historia y su desenvolvimiento desde una perspectiva que incorporaba la visión antropológica y el análisis cultural. Me preocuparon no sólo las expresiones y las costumbres, así como su pasado y su desarrollo contemporáneo en la región del Papaloapan, sino que paulatinamente intenté explicar su vínculo con otras fiesta del Caribe, sus significados ocultos y su trascendencia como movimiento social en busca de una recuperación, una revaloración y una reinvención de sus tradiciones, sus logros y su promisorio porvenir.
En este proceso conocí a muchos músicos a los que admiro y reconozco por múltiples razones, pero principalmente porque formaron parte de aquellos inicios de lo que hoy se llama con cierta ambigüedad “el movimiento jaranero”. Sin querer discutir la pertinencia de cómo llamarlo, este afán colectivo por reivindicar la música campesina y popular del Sur de Veracruz y la celebración de sus fandangos con sus múltiples derivaciones, me permitió conocer a una gran cantidad de jaraneros y músicos de son jarocho, a muchos versadores y a una buena cantidad de bailadoras y bailadores. La lista es muy larga pero no puedo dejar de mencionar a algunos como a Gilberto Gutiérrez y a Juan Pascoe, a Ramón Gutiérrez y a Patricio Hidalgo, a Zenen Zeferino y a Octavio Vega, a Marta Vega y a Rubí Oseguera, a Anastasio Utrera y a su hermano Camerino, a su padre don Esteban Utrera, a Darmacio Cobos y a Doña Juana de El Hato, a Tereso Vega y a Liche Oseguera, a Juan Meléndez y a Benito y a Noé González, a Adriana Cao Romero, a Francisco Ramírez López “Chicolin” y a su hermano Luis “Chito” de Playa Vicente.
En Tlacotalpan conocí a veteranos como don Julián Cruz y don Porfirio Martínez, a Evaristo Silva y a Cirilo Promotor, a doña Elena y a doña Chefina. También ahí conocí a Rutilo Parroquín y a Andrés Alfonso. A los versadores Mariano Martínez Franco, Constantino Blanco Ruiz –tío Costilla–, Ángel Rodríguez y Aurelio Morales. Y tuve la oportunidad de visitar en varias ocasiones a Guillermo Cházaro Lagos, Tio Guillo, y platicar con él de infinidad de temas. Igualmente en Tlacotalpan conviví con Marcos Cruz, “el Tacón” y con don Fallo Figueroa. Pero fue en el Puerto de Veracruz donde conocí y traté a don Nicolás Sosa, pocos años antes de su muerte. Vivía un tanto solitariamente, tan sólo con la silente compañía de su mujer, y sólo muy de vez en cuando sacaba su arpa, como para no dejarla callada.
Todos ellos fueron, han sido y son piezas imprescindibles del quehacer sonero, de la versada y el baile jarochos. A la mayoría la recuerdo gratamente y cada uno ha puesto su gota de agua o su vertiente, para hacer de esta marejada reivindicadora del universo fandanguero un torrente hoy imparable. Por lo que todos represen-tan, una gran parte de lo que a continuación aparece en este libro tiene algún sentido. Sin embargo sólo tuve tiempo de mencionar a algunos pocos, y a menos me fue dado presentarlos con sus propios testimonios sobre su paso por el fandango. De cualquier manera mi agradecimiento profundo debería llegar a cada uno de ellos.
Pero antes de concluir esta introducción habría que mencionar que los diez ensayos que componen la primera parte de este libro fueron ordenados cronológicamente en función de su fecha de elaboración y publicación. Así el primero titulado “El fandango: fiesta y rito” es el más añoso, pues se publicó por primera vez en 1990; mientras que el último, que lleva el rótulo de “El Fandango y la circulación cultural en México y el Caribe” vio la luz en 2012, aunque muy recientemente, en 2015, tuve la oportunidad de corregirlo y aumentarlo. Por eso el lector encontrará diferencias sustanciales en sus facturas y sus intenciones. La mayoría fueron escritos con pretensiones académicas, salvo uno: “La Puerta de Palo” que tuvo un afán más literario y evocativo, pues fue escrito para acompañar unas fotografías de Agustín Estrada y unas grabaciones hechas por Pablo Flores Heredia. El orden en que se presentan estos ensayos podrá dar cuenta también, si es que hay algún interés al respecto, de cómo fue evolucionando a lo largo de casi veinticinco años mi apreciación y mi acercamiento al tema de los sones jarochos y su fiesta.
En cambio los testimonios que forman la segunda parte de este libro tiene otro objetivo. Si bien se recabaron a finales de los años ochenta y principios de los noventa del pasado siglo XX, presentan nueve huellas relevantes en el pasado muy reciente del quehacer fandanguero. De viva voz puede así el lector conocer algunos aspectos que se presentan y analizan en los ensayos precedentes. Mas que un complemento, me parece que se trata de experiencias muy bien relatadas por quienes, en efecto, fueron, han sido y son hasta hoy cultivadores de esta flor festiva cuenqueña.
Como toda obra de esta índole, difícil sería no reconocer la paciencia y el cariño de quienes me acompañaron en el trance de su elaboración. En primer lugar debo agradecer a Carla Fatmé Córdova Sánchez, quien me ayudó en la transcripción de los viejos archivos en los que guardaba los testimonios que se publican en este libro. En seguida mi agradecimiento también a las instituciones que abrigaron la intención de que pudiera concluír este trabajo: el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS) en México y el Instituto Latinoamericano de la Universidad Libre de Berlin en Alemania (LAI-FU-Berlín). Reitero también mi gratitud en esa misma tesitura a Radio Educación y Radio Universidad de México, y a quienes me acompañaron en esas radiodifusoras. Además de los ya mencionado Graciela Ramírez y Felipe Oropeza, debería mencionar también a José González Márquez, a Flor Alfonso, a Eugenio Sánchez Aldana, a José Luis Guzmán, a Teodoro Villegas y a mis entreñables y ya fallecidos fraternos Emilio Ebergenyi y Marcial Alejandro.
Y finalmente mi amor y mi reconocimiento a mi compañera de vida, Ana Paula, sin cuyas serenidades, apoyos y alientos mi existencia sería impensable.
Tepoztlán – Berlín, septiembre 2015
(1) El fandango y sus cultivadores. Ensayos y testimonios, Editorial Académica Española/OmniScriptum GmbH & Co. Saarbrücken, Alemania, 2015, pp. 400, ISBN: 978-3-639-73147-7
Texto leído el 14 de agosto de 2015 en la Sala de Usos Múltiples del Instituto Veracruzano de la Cultura, en Veracruz, Ver., en el marco del XX Festival Afrocaribeño.
Buenas tardes: debo iniciar agrade-ciendo al comité organizador del XX Festival Afrocaribeño el haberme invitado a estar con ustedes. Quienes hemos tenido la oportunidad de seguir su produ-cción escrita, sabemos que hay varios Alvaros Alcántara. Uno de ellos es el historiador y pensador riguroso, de sólida formación académica y prosa disciplinada que, como tal, suele ofrecer a los lectores los arduos resultados de sus venturosas inmersiones en textos teóricos y archivos mexicanos y extranjeros, con los que arroja luz sobre aspectos muy precisos del pensamiento y de los aconteceres sucedidos muy antes en nuestras regiones; otro es el Alvaro cronista, observador curioso y notario acucioso de la vida y los hechos de nuestros pueblos, de los que ofrece una mirada risueña y solidaria; otro más sería el ensayista libre y desenfadado, que externa sus opiniones con la absoluta confianza de quien se ha ganado el derecho a echar por adelante sus convicciones, por la simple y sencilla razón de que, en su momento, ha sabido prestar atención respetuosa a los argumentos de los demás. Otro, finalmente, es el Alvaro guapachoso, fiestero, que sabe vivir y convivir con todos, que dedica toda su pasión al canto, al baile y a la charla grata, en minutos festivos que pueden convertirse en horas, o en días completos, si las circunstancias y el avituallamiento disponible lo posibilitan.
Dijera mi boca, el libro que hoy nos reúne, contiene, curiosamente, a todos estos Alvaros, de tal suerte que su lectura semeja un recorrido por la montaña rusa, que nos eleva primero a los laberintos de la con-frontación teórica entre la tradición y la modernidad, con la sutileza que caracteriza a los dialécticos, ya que sostiene que el “antes y el ahora” pueden coexistir sin problemas. Lo interesante de esta posición es que se toma la libertad de afirmar, sin ambages, que no es la modernidad la que incorpora a la tradición, sino que es ésta la que se apropia de aquella, para descrédito de los posmodernistas y estupefacción de los apolo-gistas de la cibernética. Una consecuencia de este proceso no es entonces que los tradicionalistas se modernicen, sino que los modernos vuelvan la mirada hacia lo tradicional, tesis que, me parece, puede comprobarse cada vez que un estudiante de sociología pasa con su jarana al hombro o una diseñadora de interiores se esfuerza en aprender el zapateado.
Luego de una batería de ensayos teóricos sobre el tema de la tradi-ción que se leen muy bien, la montaña rusa de Alvaro Álcántara nos lleva por los meandros de la historia del Sotavento, con la mano firme del historiador acucioso, que habla del color de la burra porque tiene los pelos en la mano. Con diáfana claridad, nos demuestra que
la ganadería sotaventina, con sus ires y venires, con su intenso intercambio de objetos, versos y tonadas, fue el gran propiciador del son jarocho y ha sido, además, el vehículo que hasta la fecha lo sostiene. El son es, simplemente, la forma en la que se divierten los jarochos. El ritual cotidiano que los reúne, los integra en familias y les otorga la dignidad y la alegría a la que todo mundo tiene derecho, lo mismo si vive en la gran urbe, que si habita en una comunidad dispersa y aislada.
En este punto la montaña rusa recala en Tlacotalpan. Todos sabemos que la vida en la Perla del Papaloapan transcurre sin sobresaltos. Cuesta trabajo imaginar, por ello, la intensidad con la que allí se discutió, y se discuten todavía, la vida y la muerte del movimiento jaranero. Como todos los mitos, el del movimiento jaranero no tiene un lugar de origen preciso, ni unos padres plenamente aceptados; lo que es seguro es que apeló a las convicciones de muchas mentes progresistas, despertó adhesiones entusiastas y, hasta la fecha, es motivo de intensos debates. Dijera mi boca podría considerarse, en este contexto, el testimonio de uno de sus actores más lúcidos y entusiastas, quien hace primero una crónica de los días aquellos en que la Fiesta de La Candelaria se presentaba ante los iniciados como un hechizo y refiere después una sincera preocupación ante la degra-dación sufrida por el Encuentro de Jaraneros. No se trata de un lamento por el son jarocho que actualmente se toca en Plaza Doña Marta, sino, más bien, por el son que allí mismo ha dejado de tocarse y que, de unos años a la fecha, se ha refugiado en los fandangos de barrio lo que, bien mirado, digo yo, podría considerarse como otro triunfo de la tradición sobre la modernidad.
En este tramo, Alvaro recorre diversos puntos de la geografía sota-ventina para rendir homenaje, lo mismo a grandes personajes del son jarocho, como Zenén Zeferino o Esteban Utrera, que a la gente anónima de las comunidades, que asiste a los fandangos, no porque quiera ser parte de la tradición sino, simple y sencillamente, porque quiere divertirse. Debe destacarse, de lo referido por Alvaro en estas semblanzas, la apertura de la gente jarocha ante los visitantes y curiosos, a los que albergan con generosidad y alegría, mostrando con sencillez que la tolerancia no es una prenda rara, sino que los raros somos quienes ante ella nos sorprendemos.
El último tramo del libro es un catálogo de los sentimientos solidarios de Alvaro Alcántara, quien siempre está dispuesto a brindar apoyo a la difusión de un disco o la publicación de un libro, con textos no exentos de algunos toques de crítica. La suma de estos escritos lo erige, sin duda, en uno de los difusores más reconocidos de los mejores productos del movimiento jaranero; en uno de sus lectores y auditores más reclamados por los actores culturales jarochos. Estoy seguro de que los músicos y los escritores de Sotavento le piden a Alvaro que escriba las notas que acompañan a sus discos o prologan sus libros, no porque esperen un halago desmedido, sino porque confían en que sabrá ayudarlos a encontrar el lugar que su obra ocupa en el devenir de la cultura jaranera.
Estoy convencido de la buena ventura de Dijera mi boca. Estoy segu-ro que circulará de mano en mano entre los ciudadanos de la Repú-blica Jarocha, no porque sea un libro complaciente con el son y sus personeros, sino porque muchos de sus lectores encontrarán en él los efluvios líricos que su sensibilidad andaba acechando, los datos exactos que su investigación demanda o los relatos que empaten con sus añoranzas. Tantas veces Pedro, escribió Alfredo Bryce Echenique; tantas veces Alvaro podemos decir ahora ante Dijera mi boca, un compendio de lo jarocho que se puede empezar a leer desde cual-quiera de sus partes y es posible recorrer morosamente, porque semeja una charla en el bar “Los Amigos”, una travesía en lancha y, por qué no, un paseo por la montaña rusa.
RÍOS DE SON El otro Tlacotalpan… más allá de las Fiestas de la Candelaria
Rafael de Jesús Vázquez Marcelo
Tlacotalpan, Veracruz, Patrimonio Cultural de la Humanidad desde 1998 (gracias a la labor de personajes como el Arq. Humberto Aguirre Tinoco), goza de fama internacional por sus destacadas fiestas en honor a La Virgen de la Candelaria, Patrona de la ciudad; festividad que se engalana con grandes eventos como la cabalgata, el polémico embalse de toros, el paseo de la Virgen de La Candelaria por el río, asemejando la tradición prehispánica local de sumergir a la diosa Chalchihuitl, esculpida en esmeralda y a quien adoraban los habitantes de la zona, y el ahora internacional Encuentro de Jarane-ros y Decimistas. Si bien es sumamente notable la gran difusión y expansión del son jarocho en medios de información, festivales, publicaciones impresas y audiovisuales y ni decir fonográficas, tam-bién es notable la gran afluencia de músicos a este Encuentro de Jaraneros, que como el primer encuentro en este género creado en 1979 por destacados tlacotalpeños (iniciado como un concurso de música de Agustín Lara), y el valioso apoyo de Radio Educación, fortaleció el impulso del llamado movimiento jaranero, movimiento que actualmente tiene presencia en gran parte del territorio nacional y en muchos países.
Tres días interminables de fandangos, música, poesía y baile en la tarima, que teniendo como marco la majestuosa arquitectura Tlacotalpeña del siglo XIX, convierten al pueblo en un mosaico musical al que algunos ubican como un santuario del son jarocho. Sin embargo el son en Tlacotalpan es más allá que tres días de fandangos, de reflectores y conciertos; este pueblo ha trazado una línea importante en la tradición jarocha, desde don Pedro Alfonso Vidaña y su familia, en donde destaca el notable arpista Andrés Alfonso Vergara, el Conjunto Tlacotalpan de Andrés “Bizcola”, Cirilo Promotor (ahora Premio Nacional de las Ciencias y las Artes) y el panderista Evaristo “Varo” Silva; don Guillermo Cházaro Lagos “El Diablo”, doña Elena Ramírez, el grupo Siquisirí, Estanzuela, hasta las decenas de jóvenes que actualmente toman como bandera el son jarocho, que no solo resuena a principios del mes de febrero, sino a lo largo de todo el año, la ciudad se enviste de fandangos y música jarocha por músicos locales.
Tal pareciera que todo acontece en la cabecera municipal; pero el municipio de Tlacotalpan cuenta con 147 comunidades rurales; el otro Tlacotalpan, rural, campesino, ganadero, pesquero, fanático del béisbol, aún mantiene al fandango como un elemento integra-dor comunitario y de cohesión social que sigue vigente en festejos sociales y religiosos, entrelazando a los ranchos vecinos para llevar a cabo algún festejo a través de la música jarocha, pero también de las cumbias, los corridos y las carreras de caballos. Este interés de mostrar y difundir la música rural de la cuenca, fue un elemento principal en los inicios del Encuentro de Jaraneros de Tlacotalpan; en donde los organizadores, embarcados en lanchas pesqueras dirigidos por el Arq. Humberto Aguirre y el Dr. Ricardo Pérez Montfort, recorrían comunidades y rancherías de Tlacotalpan en busca de músicos para que participaran en el concurso y posterior-mente Encuentro de jaraneros. Afortunadamente el gran esfuerzo y trabajo realizado en esos años, no solo queda en el recuerdo de muchos o anécdotas y crónicas, sino que quedó plasmado en las transmisiones en vivo que grababa Radio Educación desde Tlacotalpan y que posteriormente se editaban y se difundían a través de audio cassettes. Estos testimonios sonoros (y visuales también) dieron la oportunidad de iniciar una gran travesía en torno a la música rural de la cuenca del Papaloapan.
En el año 2010, después de la devastadora inundación de Tlacotal-pan, y mientras me encontraba escombrando y limpiando el lodo en la casa de mi madre, en donde el agua llegó al metro y medio de altura, encontré (o más bien reencontré) entre los papeles destrui-dos por el agua, la portada del cassette del Encuentro de Jaraneros de Tlacotalpan Vol. 2 que editó Radio Educación y que solía escuchar cuando adolescente asistía a clases de jarana en la casa de la cultura con don Cirilo Promotor. Por curiosidad lo limpié en la medida que no se destruyera por lo húmedo y pude leer el interior del librillo en donde enlistaban los sones grabados, los grupos participantes y la localidad a la que pertenecían, dentro de la lista de grupos, recuerdo El aguanieves de Arcadio Hidalgo y el grupo Mono Blanco, más abajo pude leer “El Toro Zacamandú” tocado por el grupo Los Casarín, de la localidad de El Marqués y 6 de Enero, Mpio. De Tlacotalpan, integrado por Guadalupe y Candelario Casarín e Hipólito Luna; de hecho la portada de la edición era una foto de don Lupe Casarín con su pequeña guitarra de son. Por más que quise recordar el sonido de dicha grabación no la tenía presente; sin embargo me quedó la espina clavada de escuchar de manera más consiente ahora, la música de un grupo de una ranchería de Tlacotalpan de principios de los años 80 de los cuales no había escuchado presentarse en otro Encuentro de Jaraneros.
Después de un tiempo conseguí el audio y pude escuchar ese Toro Zacamandú, un punteo fuerte y macizo del requinto a un ritmo lige-ramente veloz, unas jaranas que en veces se cruzaban, pero siempre agarraban el ritmo y se amarraban cada vez más y un canto que pro-clamaba identidad: una identidad ranchera…¡Ay nomás nomás… .
De voces curtidas y de golpe sonoro al declarar el verso de este son bravo que dejaba una sensación entreverada de preguntarse cómo era y cómo es el son realmente en la Cuenca del Papaloapan, desde sus raíces, allá en los ranchos.
A partir del día que escuché con atención la grabación mencionada, me avoqué a preguntar y tratar de indagar sobre el paradero de “Los Casarín”, don Cirilo Promotor decía: ¡Esos tocan como el diablo¡ o la expresión del buen “Varo” Silva: ¡Esos sí eran cabrones¡ Tanto comentario en torno a su forma de tocar me llevó a emprender el viaje al rancho de El marqués y El 6 de enero para encontrar a estos músicos que creaban expectación en mi interior; con una grabadora reportera y cuatro pilas, un Volkswagen 90 con llantas de medio uso, emprendimos el camino en la búsqueda de un pasado lejano, sin una metodología clara de investigación, pero eso sí, con dos grandes amigos que además de profesionales en su qué hacer, compartían la inquietud de conocer sobre Los Casarín, tema que ya era presente en cada plática: Salvador Flores, fotógrafo profesional y Cristóbal Torres, músico y profesor de nivel superior en Tlacotalpan; de esta forma llegamos al 6 de enero, ranchería ubicada a la margen del río San Juan, entrando en un brazo de río por Las bodeguillas a una hora en lancha de motor desde Tlacotalpan, o por tierra entrando por Saltabarranca a unos 35 kilómetros, en tiempo aproximado de 45 minutos si es que el camino de terracería se encuentra en buenas condiciones. En el 6 de enero viven familiares de Cristóbal Torres, ellos fueron nuestros primeros informantes, ellos eran Norma Herrera y su esposo Enrique Vidaña; de quienes obtuvimos las siguientes premisas: don Lupe Casarín ya había fallecido, don Cande, de avanzada edad contrajo la enfermedad de Alzheimer, y don Polo Luna, todavía se encontraba en activo, trabajando y una que otra vez, tocando y cantando.
En esa primera visita, gracias a la intervención de Enrique Vidaña, pudimos platicar, tocar y cantar con don Polo Luna, don Polo, músi-co que formaba parte de ese mítico grupo de Los Casarín, razón por la que nos encontrábamos en el rancho en ese momento. Don Polo quien a sus 79 años, cantaba y pulsaba su jarana con fuerza, seguía tocando con frecuencia; su jarana fechada en el año de 1979, cons-truida por don Quirino Montalvo de Lerdo de Tejada. Nos platicaba sobre don Lupe y don Cande, que les gustaba tocar asentado y no con cualquiera; que después de esos primeros Encuentros de Jaraneros de Tlacotalpan dejaron de ir a tocar (sin especificar la razón exacta), sin embargo, seguían realizándose fandangos en El Marqués y el 6 de Enero, principalmente en el mes de diciembre, después de “sacar la parranda” de casa en casa.
En ese primer viaje –porque después asistimos con más frecuencia- la gran sorpresa no fue precisamente escuchar las anécdotas de Los Casarín, lo cual ya era mucho y era lo que buscábamos, sino que fue conocer a Enrique Vidaña “Quique”, de unos 40 años, jugador de beisbol, pescador y gente de trabajo en el campo, y a su cuñado, Orlando Herrera “El güero”, de 48 años aproximadamente; ambos, resultaron ser ese relevo generacional de Los Casarín, ellos apren-dieron con don Lupe y don Cande principalmente (en el caso de Enrique aprendió gran parte sobre el fandango por su padre). Ambos formaron parte de este proceso de aprendizaje por descu-brimiento, tal como de alguna manera lo plantea la psicología cognitiva en los años 60, sólo que en este caso no sólo era el apren-dizaje en ejecución de instrumentos, sino todo el complejo que la tradición fandanguera enmarca. Evidentemente Los Casarín no pretendían enseñar a estos jóvenes de ese entonces, sino que ellos fueron aprendiendo conforme presenciaban los fandangos y parrandas en el rancho; y narran ellos, de una que otra vez que tomaban prestadas las jaranas sin permiso y reproducían las pisadas en los trastes de la jarana, se grababan el sonido de las cuerdas para afinar y de esta forma fueron aprendiendo. Tanto Enrique como Orlando, poseen una gran facilidad para la ejecución de la jarana y el canto; destacando las “formas” de entonar los sones que definitivamente remiten a esa grabación del Encuentro de Jaraneros del Toro Zacamandú con Los Casarín, definitivamente se mantiene un estilo local, aprendido, heredado o desarrollado, pero que conforma un complejo importantísimo en el proceso de transmisión de conocimientos, y más cuando hablamos de una tradición popular tan viva como lo es el fandango.
Por ello, se ha iniciado un proceso formal de investigación, princi-palmente en los procesos de enseñanza por la comunidad. Actual-mente y con los pasos agigantados de la modernidad, el aprendizaje del son jarocho se da en talleres, seminarios e incluso tutoriales en youtube, existen grandes instructores de son jarocho e incluso ins-tituciones conformadas y dedicadas a la enseñanza de este género popular; sin embargo vale la pena excavar un poco más sobre esta enseñanza por “imitación” de la que siempre se habla entre el medio jaranero; esta experiencia –y muchas más en otras regiones seguramente- deja claro que la transmisión del son en los ranchos y comunidades, va más allá de enseñar posturas en el traste de la jarana, rasgueos y métricas; sino que llevan una herencia, una historia, significados intrínsecos de los estilos locales, de pertenen-cia e identidad. Toda la enseñanza que el campo y el río le dan a estos músicos y que afortunadamente procuran transmitir conscientemente a los niños que ahora viven ahí; y los cuales aprenden con tanta facilidad como quien encuentra, desempolva y reconoce una fotografía antigua. Hoy en día existen tres genera-ciones de músicos en estos ranchos, de los cuales se conoce muy poco, pues la última aparición “formal” o pública fue en los años 80, pero estos músicos son quienes de manera constante en su comuni-dad recrean los sones; y quienes de manera constante en el mes de diciembre, amenizan a toda la comunidad con las parrandas y ama-necidas de fandangos, en ranchos entreverados por ríos, rancherías y comunidades que también son Tlacotalpan.
Traigo una mula de venta, nomás que no está venteada, traigo sacada la cuenta y muy bien multiplicada, que la reata se revienta, por la parte más delgada
Radio Educación, emisora cultural de la Secretaría de Educación Pública, se distinguió a mediados de los años setenta por transmitir música latinoamericana y mexicana que ninguna otra estación tenía incluida en su programación. La migración de latinoamericanos a nuestro país, como resultado de las dictaduras militares, trajo consigo una oleada cultural de música de protesta y música folclórica que reivindicaba el derecho de los pueblos y motivó el interés de los antropólogos por investigar a las comunidades rurales e indígenas. Esto se vio reflejado en programas institucionales que daban salida a estas expresiones a través del INBA, las casas de cultura regionales fomentaban la tradición; el INAH auspiciaba investigaciones y graba-ciones de campo de música regional; Radio Educación y Radio Univer-sidad incluían en su programación música mexicana tradicional.
En este contexto, el llamado movimiento jaranero o el fenómeno de resurgimiento del son jarocho de finales del siglo XX, tiene un punto de partida en el disco “Sones Jarochos”, editado por el INAH a finales de 1976, en donde Arcadio Hidalgo y Antonio García de León presen-tan un Fandanguito que habla de la opresión e injusticia hacia los campesinos.(2) Esta pieza, entre otras, formó parte de la programación habitual de Radio Educación desde dos años antes de que se iniciara el Encuentro de Jaraneros de Tlacotalpan.
Es a finales de 1978 cuando Radio Educación visitó por primera vez la ciudad de Tlacotalpan, con la intención de grabar un homenaje a Agustín Lara organizado por la Casa de la Cultura de ese lugar. A invitación del “Negro” Ojeda, quien participó en la presentación junto con el coro de la Casa de la Cultura y el Conjunto Tlacotalpan, entre otros, Radio Educación tuvo contacto con gente interesada en la pre-servación del son jarocho, como el Arq. Humberto Aguirre Tinoco, director de la Casa de la Cultura durante una larga época. Al mencio-narse que el son estaba siendo relegado y desplazado por la música moderna y que ese lugar era punto de reunión de músicos jarochos durante la fiesta de la Candelaria, se ideó regresar al año siguiente para transmitir por radio un concurso de jaraneros, con el objeto de promover y difundir este género musical.(3)
Los primeros días de febrero de 1979, durante la fiesta de La Cande-laria, se realizó el Primer Concurso Nacional de Jaraneros en el que participaron, entre otros, el Conjunto Tlacotalpan, Antonio García de León y Andrés Alfonso. La organización corrió a cargo de la Casa de la Cultura de Tlacotalpan que gestionó apoyos del municipio de Tlaco-talpan, del INBA y del gobierno del estado de Veracruz. El concurso se transmitió en vivo por Radio Educación.
Aunque el resultado no fue el esperado, el interés continuó y al año siguiente se organizó el Segundo Concurso Nacional de Jaraneros, con el apoyo de las mismas instituciones, además de Fonapas. Por su parte, Radio Educación invitó al INAH y a Culturas Populares a parti-cipar con especialistas que fungieran como jurado. Asistieron Thomas Stanford, Irene Vázquez, Eraclio Zepeda, El “Negro Ojeda” y Antonio Cepeda. Se logró una mejor organización y difusión por medio de vo-lantes, mantas, voceo local y promocionales de radio. Participaron 38 músicos jarochos, lo cual significó un aumento de casi cien por ciento respecto al año anterior. Con los apoyos obtenidos se otorgaron 50 mil pesos a los tres primeros lugares. Nuevamente se transmitió en vivo por Radio Educación.
El siguiente año, 1981, hubo algunos cambios. Considerando la in-conformidad suscitada los años anteriores entre los músicos por la calificación del jurado, se pensó darle un giro al evento, haciendo en lugar de concurso, un Encuentro de Jaraneros, en donde el presu-puesto disponible para los premios se repartiera equitativamente entre todos los músicos a manera de estímulo y apoyo. De esta forma se reconocía lo inadecuado de que los “especialistas” tuvieran que elegir entre los representantes de diferentes regiones, cada cual con su estilo característico e igualmente valioso. Esta nueva modalidad fue bien aceptada por los músicos, que ya sin presiones, tuvieron un clima más propicio para el intercambio de versos y sones. Otro de los cambios consistió en pasar el encuentro de la Plaza Zaragoza, donde competía con el ruido de la feria, a la Plaza de Doña Marta, en donde se encontró un mejor ambiente para su desarrollo.
En la organización del Tercer Encuentro Nacional de Jaraneros y los años siguientes, participaron coordinadamente Humberto Aguirre Tinoco por la Casa de la Cultura de Tlacotalpan y Felipe Oropeza, originario de Jáltipan, Veracruz, por Radio Educación. Se buscó me-jorar las condiciones de organización del Encuentro, se gestionaron recursos con más instituciones, se dio mayor importancia a la promo-ción previa, reforzando con anuncios en las radiodifusoras privadas de la región y buscando personalmente a jaraneros prestigiados que viviendo en lugares apartados, no habían asistido aún al Encuentro. Fue necesario que personal de Radio Educación se desplazara desde dos semanas antes a Tlacotalpan para coordinar y ejecutar estas tareas, conjuntamente con la Casa de la Cultura.
A partir de 1981, Radio Educación consigue ampliar la cobertura de la transmisión con una cadena radiofónica que va creciendo y llega a incluir a emisoras culturales en todo el país e incluso a 8 estaciones comerciales del estado de Veracruz que aceptaron las condiciones de no comercializar el espacio. Participan en estos enlaces Radio Universidad Veracruzana, Radio Universidad de Baja California, Radio Universidad de Sinaloa, Radio Universidad de Tabasco, Radio Universidad de Guanajuato, Radio Universidad de Oaxaca, Radio Universidad de Yucatán, Radio Universidad Michoacana, Radio Universidad de San Luis Potosí, Radio Casa de la Cultura de Aguascalientes, Radio Sonora, Radio Mexiquense, Radio Chiapas de San Cristóbal de las Casas, Radiodifusora del Gobierno del Estado de Jalisco, Radio Aztlán de Tepic Nayarit. Además las radiodifusoras privadas: Radio Poza Rica, Radio Tuxpan, Radio La Voz de Orizaba, Radio Sensación, Radio Felicidad, Radio Eco 103, La Voz Amiga de Cosamaloapan, Radio Mina de Minatitlán. Además, durante estos años, Radio Educación realiza series de programas con reportajes y entrevistas sobre la fiesta de La Candelaria y otros aspectos de la cultura jarocha.
Son años de cosecha en los que el Encuentro de Jaraneros se da a conocer ampliamente logrando atraer al auditorio que va llegando cada vez en mayor proporción a la fiesta de La Candelaria de Tlacotal-pan en busca de los jaraneros. La asistencia de músicos jarochos también aumenta considerablemente y su repertorio se vuelve más variado, hay empeño en llegar con algo nuevo para mostrar, sones de rescate que habían caído en el olvido, sones nuevos y versos que de-mostraban el interés de algunos grupos por el estudio y la preserva-ción de este género musical. Soneros de todas las regiones se daban cita cada año para mostrar su estilo, su destreza, su ingenio. Se reunían los virtuosos y los aprendices, el campesino, el maestro, el pescador o el ranchero, a tocar en su propio estilo el son jarocho.
Después de 1985, hay un menor apoyo institucional para el Encuentro de Jaraneros. Por un lado, Radio Educación no puede continuar asumiendo el costo de los enlaces telefónicos, con lo que la cadena radial se reduce a 7 emisoras. En 1986 no se realiza el Encuentro debido al caos administrativo que vive la Ciudad de México a causa del los sismos y el desconcierto de algunas instancias locales. Ese año, en lugar de transmitir el encuentro como de costumbre, Radio Educación realiza una serie de reportajes sobre la fiesta de La Candelaria. Gracias al apoyo de los interesados el Encuentro se vuelve a hacer en 1987, aunque tiene que desarrollarse en un foro situado en la Plaza Zaragoza en medio de otras presentaciones, lo cual dificulta el desarrollo de la transmisión radiofónica. En 1988 se logra volver a la Plaza Doña Marta.
Para estos años el Encuentro de Jaraneros se ha consolidado dentro de la fiesta de La Candelaria. Tanto los músicos como el público acuden o sintonizan cada año el Encuentro de Jaraneros. Otros Encuentros surgen en diversas localidades del estado y cada vez más grupos comienzan a grabar discos y a realizar giras. En 1988 se editan los 3 primeros discos de la colección “Encuentro de Jaraneros”, discos de acetato de LP enfundados por separado y con un folleto diferente cada uno. La coproducción de los discos la hicieron Radio Educación, el IVEC y Discos Pentagrama. Cada uno de los músicos que intervi-nieron en las grabaciones recibió 9 discos y/o casetes por concepto de regalías adelantadas por interpretación. Otros dos discos de la colección salieron siete años después.
A principios del año 93, el grupo promotor propone la formación de una asociación o patronato que se hiciera cargo de la organización del Encuentro de Jaraneros, el cual fuera integrado de manera amplia, dando participación a los grupos, personas e instituciones intere-sadas. Se inician reuniones para la formación de Amigos del Son A.C. que aunque no se formaliza, logra involucrar a más personas de la localidad en la organización.
Para 1995 los cambios administrativos del nuevo gobierno y de las instancias culturales en el estado cambiaron las condiciones para Radio Educación, que fue conminada a bajarse del foro para ceder su lugar a una emisora comercial a la que las nuevas autoridades cultu-rales en el estado habían comprometido los derechos de la transmi-sión. A partir de ahí Radio Educación se retira del Encuentro durante cuatro años. La organización del Encuentro de Jaraneros queda a cargo del grupo Siquisirí.
En el año 2000 Radio Educación regresa a Tlacotalpan para transmitir nuevamente el Encuentro de Jaraneros, en vivo y en cadena con diez emisoras culturales que reciben su señal a través de Edusat, además de sus frecuencias en amplitud modulada (1060 khz), en onda corta (6185 khz) e Internet (www.radioeducacion.edu.mx).
Una nueva etapa vive el son jarocho. Los grupos han madurado y los jóvenes siguen incorporándose a este genero musical con sus pro-puestas novedosas pero firmemente enraizadas en la tradición sonera. Hoy se habla de un movimiento jaranero y del resurgimiento del son jarocho, el son no es ya el mismo que cuando esto empezó, hace 23 años.
En la memoria sonora de su acervo, Radio Educación guarda la histo-ria de 19 años del Encuentro de Jaraneros, cientos de cintas que son testimonio del desarrollo reciente del son jarocho, material para investigación de múltiples líneas de una rica tradición cultural. La responsabilidad de su conservación compete a esta emisora, que resguarda las grabaciones en bóvedas especiales para su mejor preservación. Radio Educación, como parte de esta historia, tiene un compromiso con los jaraneros y decimistas en la difusión de este proceso cultural, del que es parte desde su fundación.
NOTAS (1) Texto presentado en el Foro “25 años del Encuentro de Jara-neros de Tlacotalpan, Veracruz”, organizado por el Programa de Desarrollo Cultura del Sotavento y la Dirección de Vinculación Regional del CONACULTA. 1 y 2 de febrero, 2004.
(2) La primera edición en formato Disco L.P. es de 1969, Col. INAH SEP, Vol. 6 con el título Sones de Veracruz; en ese disco, El Fandanguito es interpretado por A. García de León como solista. (N. de Edit.)
(3) El lector encontrará en el número cero de esta revista un texto de Honorio Robledo y Javier Amaro (Reflexiones sobre el Encuen-tro de Jaraneros) que recupera la opinión del Arq. Humberto Aguirre Tinoco sobre el inicio del citado Encuentro. (N. de Edit.)
Cuando yo era pequeño recuerdo el repiqueteo del son en la “duermevela”, mientras me iba quedando dormido resonaba la música que se tocaba en la plaza de armas y con ella me adormecía. Fui creciendo y mi vida estuvo siempre envuelta en la efervescencia del son. Con ello me impregné y es parte medular de mi existencia. El son, para mí, es un tónico que te nutre al escucharlo y el bailarlo te llena de vitalidad.
En mis recuerdos de infancia quedó intensamente grabado el primer fandango al que asistí con mi familia. Fuimos invitados par un sacerdote que iba a bendecir las propiedades que un ganadero había comprado por el Tesechoacán y nos fuimos en una lancha río arriba.
Acá, en Tlacotalpan, todo es claro; el llano es amplio, sin escon-drijos, y el río es ancho, pero remontar las aguas azulencas del Tesechoacán fue una prodigiosa experiencia a mis ojos de niño, pues el río se iba encajonando entre unos murallones. En aquellos tiempos los ríos tenían sus aguas con tonos verdes o azules, pues no había toda esa tala inclemente que provoca que las aguas bajen azolvadas, ni había contaminación. En las orillas del barranco crecían árboles altísimos, cuyas frondas se entreveraban en lo alto oscureciendo el trayecto, donde gritaban y correteaban los monos, los loros y las iguanas.
Ya ese viaje era una maravilla. Así llegamos al caserío, donde celebraron la misa en una explanada alta, para resguardarse de las crecidas. Yo era muy chico y me quedé dormido. Desperté al anochecer. Ya mucha de la gente se había regresado a Tlacotalpan, pero nosotros nos quedamos y ahí experimenté una de las cosas más bellas e impresionantes de mi vida, pues lo primero que escuché fue el retumbar de la tarima a lo lejos.
Hay un momento al anochecer al que le llaman “conticinio”; es un tiempo de oscuridad por ahí por la media noche, en donde en el campo se hace un silencio total; los animales y las bestias callan. Los bichos enmudecen; nada se mueve y hasta el viento deja de soplar. En ese momento es cuando el retumbar de la tarima llenaba la noche entera.
Yo me acerqué siguiendo la luz de las candilejas que iluminaban el fandango en una colina. Las candilejas eran una especie de tejas colocadas a buena altura, porque no había electricidad. Las candilejas, con esa luz amarillenta e inestable, iluminaban a los participantes del fandango. La mayoría eran cañeros y campesinos, pero estaban todos renegridos por la zafra, así que, a la luz de las candilejas, las facciones se convertían en algo tremendamente espectral, pero al mismo tiempo con una enorme vitalidad, entre ese juego de luces y sombras desvanecidas con la noche invadida de son jarocho. Las sombras devastadas de las fandangueras se proyectaban y se mezclaban en la pendiente de la colina, en un espectáculo silencioso, siempre cambiante. Yo permanecí extasiado durante horas, hasta que llegaron a buscarme pensando que me había perdido…
La tarima es el centro de la fiesta primordial… el fandango. Antiguamente le ponían debajo cascabeles y unos platillitos de metal, así que al taconeo los platillos vibraban y se estremecían, dándole unas sonoridades que ahora muy poca gente ha experimentado. Ya esa usanza se ha perdido o ya casi nadie la sabe.
En general los músicos empezaban a florear la tarima con los sones, calentándola, y entonces entraban las bailadoras experimentadas que, a veces, hasta eran pagadas para animar el fandango. Así, poco a poco, se iban incorporando las jóvenes, imitando pasos y las mudanzas de las mayores. En Tlacotalpan, el fandango era una fiesta popular, pues muy pocas señoritas de “buena familia” se incorporaban a los fandangos de los barrios, aunque, por supuesto, casi todas sabían bailar y versar. Para mí, desde mi experiencia y mi niñez en Tlacotalpan, el jarocho es la mezcla de los españoles con los africanos. De España vienen las guitarras y las formas de la danza. Los indígenas tenían otros rituales, estaban asentados en otras regiones, lejos; solamente aparecían para vender sus productos en las ferias. Para acá dominaba otra mezcla; la presencia europea y africana son las más acentuadas.
Plaza Doña Marta
Había un jardincito que cuidaba Doña Marta Tejedor. Era un jardín de traza muy antigua. Durante la etapa colonia se llamaba Plateros, ya después su nombre oficial fue Parque Matamoros. Esa señora lo cuidaba y se esmeraba en mantenerlo. La gente, correspondiendo a sus esfuerzos le dejó su nombre al parque: Doña Marta, sin hache, tal como viene en la Biblia.
En el año 1969, hubo una gran inundación en la cuenca del río Papaloapan. En Tlacotalpan el agua subió hasta metro y medio. Después de la inundación yo hice una campaña en México para recabar fondos para los damnificados: organicé Noches Jarochas, entre otros muchos eventos. Logré reunir $30,000.00 (treinta mil) pesos de aquella época, además de montones de víveres y ropa. Pero en eso salió una resolución presidencial que impedía y desalentaba todas las iniciativas sociales para ayudar a los damnificados. Claro, estaba muy fresco el 68 y no querían participación de las organizaciones populares ni de la sociedad civil. Pero, con todo era nuestro pueblo y eran nuestros paisanos: teníamos la obligación de ayudar.
Cuando yo llegué a Tlacotalpan con el dinero, todo el mundo me solicitaba esos fondos. Algunos ediles me pedían el dinero para hacer un drenaje en el campo de futbol, otros para poner las bancas en el campo de béisbol, puras obras para quedar bien, pero nada en verdad sustancial. Entonces, para que no me acusaran de robarme el dinero comencé los tratos con los dueños de la plazuela Doña Marta, (para entonces ya había alguien interesado en comprar el terreno para poner unas bodegas de muebles. ¡Fue un milagro que no se le haya vendido!). Y bueno, como estaba en desnivel, con la inundación la plaza quedó convertida en un chaquistal.
De la velocidad del son
Por ahí de 1968, por las calles de Puente de Alvarado había unas cantinas donde a veces llegaban a tocar grupos de son jarocho. Algunos de los músicos que ahí tocaban eran unos borrachales. Los sones los interpretaban con ese estilo rápido, alvaradeño. Reflexionando sobre ese estilo veloz y escuchando las viejas grabaciones llegué a la conclusión de que aquellas primeras versiones, hechas en los años veinte, alteraron la manera tradicional de interpretar el son jarocho. La música jarocha la empezaron a grabar en los Estados Unidos los tlalixcoyanos.
Yo encontré unos discos que pertenecieron a mi padre, grabados por ahí de 1920, se trata de esos discos pesados, de bakelita, que tienen la grabación de un solo lado. Al escucharlos me di cuenta de que ya comenzaba a sonar el estilo rápido; esa manera vertiginosa y preciosista de interpretar el son, que después se haría moda. Me parece que los aparatos de reproducción, las victrolas, “aceleraban” la manera de tocar. Yo creo que los grupos compraron esos discos y pensaron que ese estilo era un mejoramiento, un paso dentro de la evolución del son tradicional. Pero he llegado a pensar que no era por que así lo habían grabado, sino que, tanto las máquinas de grabar y los aparatos de reproducción, aceleraban la música, pues por todas estas regiones donde se tocaba el son lo hacían con un estilo bastante más reposado.
Sigo creyendo que los grupos que escucharon esas grabaciones pensaron que esa velocidad era una evolución del son y continuaron con la tarea de acelerarlo, especialmente los grupos alvaradeños.
Sobre el Encuentro de Jaraneros
Fue en la Casa de la Cultura donde nació el Encuentro de jaraneros. El Negro Ojeda era un cantante muy reconocido desde la época de las peñas. Su madre es Tlacotalpeña, así que el doctor Ojeda llegaba con la familia cada vez que podía escaparse de la ciudad, por ello, desde siempre, “El Negro” fue un personaje aceptado.
En aquella época, yo dirigía la Casa de la Cultura de Tlacotalpan y en cierta ocasión me dijo el Negro que él tenía la posibilidad de traer gente de la Ciudad de México a grabar un programa sobre Agustín Lara, para trasmitirse en Radio Educación. Me pidió que yo reuniese en la tertulia a músicos y amantes de las canciones de Lara para evocar esa época nostálgica.En aquellos míticos años sólo había dos radios en Tlacotalpan, así que los radioescuchas y los músicos se iban a cualquiera de las dos casas para escuchar las canciones que Lara estaba estrenando en su programa. Al terminar la transmisión, los jóvenes se iban al parque y, entre todos, armonizaban las canciones que habían escuchado y se iban por el pueblo, ofreciendo serenatas.
En Tlacotalpan existía una tertulia que se encargaba de mantener esas reuniones en honor al “Flaco” Lara. Ya con la propuesta de Radio Educación yo me encargué de reunir a los músicos, a los poetas y a los declamadores e hicimos una transmisión. La grabación quedó muy hermosa, tanto que al año siguiente decidieron repetirla. Pero para ese entonces la tertulia larista estaba en extinción, porque muchos de los participantes se habían ido o habían emigrado. Así que yo me apoyé en el grupo de Andrés Aguirre “Bizcola”, que era el grupo oficial de la Casa de la Cultura, para amenizar la programación. (“Bizcola”, con el grupo “Papaloapan”, realizó una de las primeras grabaciones del “movimiento jaranero”). Ellos, desde el primer programa, estaban listos a participar, pero como se acabó el tiempo al aire, se quedaron con las ganas. De ese modo, para el nuevo programa, yo me encargué de contactar a muchos otros grupos más de la región, para que viniesen a participar al encuentro.
Para esas fechas yo ya había estado trabajando sobre la idea de que la sierra baja de Oaxaca, sobre todo Tuxtepec, era parte integral de la cultura veracruzana. En su momento eso significo una verdadera osadía, pues casi nadie se permitía la idea de que Oaxaca también tuviese una raíz jarocha o sotaventina. Ahora ya es una cosa plenamente comprobada y ya hay un Festival del Golfo y del Sotavento, pero en aquella época no había ningún puente. Eso lo digo porque, en gran medida, Tuxtepec fue apuntalada por muchas familias y personas que emigraron de la cuenca, por ello es que está muy emparentada.
Bueno, me fui a buscar a los grupos de esas regiones para incorporar-los a la nueva programación, pues se dejó de lado el programa larista para dedicarnos exclusivamente al son jarocho, estableciendo el primer concurso. Fue ahí donde entró El Colegio de México y se definió también el lugar donde ahora se realiza: La Plaza Doña Marta.
Es importante mencionar, a manera de acotación, que en un principio, los concursos se celebraban en el Parque Juárez, pero los dueños de las casas del frente, donde se realizaba el certamen, se quejaban de que había mucho ruido y mucha bulla. Entonces yo determiné llevarme el fandango a la Plaza de Doña Marta. Así, teniendo ya el evento frente a mi casa, no le estorbaba a nadie; así fue como se instituyó también el primer paso para el desarrollo del son moderno.
Desde muchos años atrás venían celebrándose los concursos de jaraneros y de bailadores; las sedes principales eran Alvarado, San Andrés Tuxtla y Tlacotalpan. Pero, por quién sabe qué misterio, los ganadores eran siempre del lugar donde se realizaba el concurso, puesto que los jueces o sinodales eran de esa región. Me di cuenta que la única manera para realmente resolver ese conflicto era invitar un jurado capacitado e imparcial que no tuviera compromisos con las regiones ni con los concursantes. Entonces, para evitar inclinaciones regionales, decidí convocar a un al primer Encuentro de Jaraneros y como yo conocía a muchos grupos, y a muchos ancianos de la región, los invité y casi todos llegaron. Yo los alojé en mi casa y cuando subían a su presentación en el foro, se les daba cincuenta pesos. Esa cantidad era suficiente para que comieran bien en el día y hasta les sobraba algo para su pasaje, puesto que no gastaban en alojamiento. Había que pensar que muchos de ellos eran jornaleros y que no podían dejar su trabajo nada más por venir a Tlacotalpan y encima, tener que gastar, cosa que creo que sucede en la actualidad, por eso creo que ya muy pocos viejos se aparecen por el encuentro.
Acerca del uso del pandero y del arpa hay muchos testimonios muy antiguos…
Ya el arpa aparece en los escritos bíblicos y el pandero aparece con el nombre de “adufe”, así que esos instrumentos, al llegar a Sotavento, ya tenían larga trayectoria. Tengo una anécdota al respecto: cuando yo dirigía la Casa de la Cultura llegó una delegación celta de Irlanda a tomar clases de arpa, pues el arpa celta estaba ya casi perdida, así que llegaron a Tlacotalpan con la firme intención de recuperar esa tradición en los cursos que ofrecíamos. Ahora hay muchos grupos que tocan arpa celta, pero mucho de esa tradición la recuperaron por acá.
Bueno, durante la realización del primer concurso, algunos sinodales de El Colegio de México descalificaron al pandero, argumentando que ese instrumento no pertenecía al repertorio tradicional. ¡Pero por supuesto que sí lo es!: En mi infancia, en la navidad, íbamos de casa en casa tocando La Rama con los panderos.
Al terminar la letanía los músicos arrancaban una fuga del son de El Zapateado o de La Bamba, acompañados con los panderos y no era nada extraño escuchar el pandero en los fandangos de barrio. Después de esa experiencia, un tanto arbitraria, de que el jurado descalificó el pandero, discurrí que eso de calificar grupos o instrumentos era una tarea imposible y bastante injusta, pues en cada región del sotavento hay muchos estilos y muchos instrumentos que no se pueden poner en competencia y por ello decidí hacerlo desde entonces un encuentro, para que cada quien mostrase el estilo que había heredado de sus abuelos. Por ejemplo, los de Soteapan no usan tarima y, a veces, ni siquiera zapatos; nomás tallan el piso. ¿De qué manera se podrían calificar? No hay modo; es una tradición completamente diferente. Sobre esto escribí un texto en la revista Tierra Adentro, describiendo los diversos estilos que conocí en mis andanzas. Cada región tiene su tesitura, su costumbre y sus tradiciones; todos los estilos son verdaderos, fuertes y diferentes.
Durante mi estadía en la dirección de la Casa de la Cultura me ofrecieron un trabajo muy interesante y me fui a trabajar algunos años a Orizaba y a Veracruz, estableciendo la Pinacoteca de Orizaba. Yo rescaté a los únicos pintores mexicanos que han pintado el mar: los jarochos le tenían terror al mar, puesto que por ahí les llegaban los filibusteros y las epidemias. También llevé a los pintores talentosos a varias exposiciones a la ciudad de México, donde se confirmó la tradición de los pintores ingenuos, con Nacho Canela a la cabeza y, de paso, impulsé el reconocimiento de los muebleros, quienes comenzaron a realizar copias de los muebles que aparecían en los cuadros de los pintores antiguos.
Cuando volví a Tlacotalpan ya no tuve ningún nexo con la Casa de Cultura ni con la organización del encuentro que, desde entonces, ha quedado en manos de una asociación civil. Las nuevas corrientes del son me gustan y veo con agrado que hay mucha soltura y mucho desarrollo en las nuevas generaciones. Veo a los hijos y los nietos de los personajes que conocí, que tienen muy buenas ideas y están desarrollando cosas preciosas y claro, eso me da gusto puesto
que, de alguna manera, todo viene de esa idea que yo fundé y promoví. Todo este movimiento es resultado de esos primeros encuentros.
Ahora el son tiene rumbos muy hermosos y unas posibilidades enormes; veo muchas propuestas y muchas jóvenes que están proponiendo y haciendo un tipo de son muy fresco, sin dejar de lado la tradición. ¡Felicidades!
Génesis del libro sones de la tierra y cantares jarochos El primer libro del son jarocho contemporáneo
Cuando estaba estudiando arquitectura en la Ciudad de México me iba a la biblioteca y al archivo a buscar datos sobre la región y ahí encontré los versos del “Chuchumbé”, y fueron los que publiqué en mi libro. Ahora ya hasta compusieron un son, tomando como base esos testimonios. También encontré otros, que ahí están, esperando que alguien venga a retomarlos para investigar sus orígenes y su música.
Yo regresé a Tlacotalpan, en la época en que la canción latinoamericana estaba poniéndose de moda, tras los golpes militares en Sudamérica. El arpa paraguaya sonaba en todas partes, grandes compositores y cantores, como Chabuca Granda, Atahualpa Yupanqui, Bola de Nieve, etcétera, eran la moda en ciertas ambientes.
Acá el son jarocho se había opacado, el fandango había desaparecido en muchos pueblos. Entonces, retomando mis experiencias, me dio por juntar los versos y los sones que siempre habían estado presentes en mi niñez y los fui recopilando, a manera de rescate y de testimonio, ya con una incipiente idea de conformar un libro. Entrevisté a muchos ancianos que no hablaban ya del son jarocho porque de plano ya no tenían con quién compartir esa experiencia. Ellos me dieron todos los textos y todos los versos.
Mañana me voy para Veracruz a ver a mi china María de la Luz. Mañana me voy como lo verán a vuelta de viaje me las pagarán.
Son versitos sencillos, pero llenos de sentido para los ancianos que los habían tenido como flores para cortejar y para enamorar. O las coplas pícaras y festivas. Toda esa magnífica poesía.
Entrevisté a una gran cantidad de ancianos y de ellos recopilé todas las décimas y los versos que aparecen en este libro. Fue una labor que me llevó muchos años y muchos kilómetros, aparte de kilómetros de lecturas en bibliotecas, en periódicos polvorientos y en revistas apelmazadas por musgo. Muchas veces me despertaba en la madrugada con una deducción interesante o con una nueva pista.
En el momento en que comencé la investigación para mi libro nadie se preocupaba del son jarocho y nadie andaba por esas regiones entrevistando a los ancianos. Llegaba con mi grabadora y como ya me conocían, me platicaban todas sus aventuras, sus desventuras y sus versadas, pues muchos ya no tenían a quién trasmitirles ese legado y les daba mucho gusto que alguien se tomara el trabajo de ir hasta sus comunidades para visitarlos con el afán de conservar o revivir sus tradiciones. A pesar de que muchos de ellos no sabían escribir, me explicaron y me enseñaron muchas cosas, aparte del son. Yo aprendí muchísimo y de una gran variedad de temas.
El libro lo comencé en 1968 y lo vine a terminar hasta 1976. Lo anduve promoviendo, circulando y recibiendo también rechazos un montón de años. En esas tiempos lo que imperaba era la música sudamericana. En lo que respecta al son jarocho, las versiones que se conocían eran sólo las de Lino Chávez y de Los Huesca, que ya tenían mucho tiempo de estar siendo machacadas por los ballets folclóricos y por las escuelas, sin ninguna novedad ni cambios interesantes. De modo que, en esos tiempos, un libro testimonial como este, que es un documento de rescate del son jarocho, no tenía interés comercial para ninguna editorial. De ese modo anduve recorriendo editores, hasta que la editorial Premia tuvo interés en publicarlo. Esa editorial me dio unos cuantos ejemplares. Pero a pesar de que mi libro lo exhibían, tenía muy poca atracción sobre los compradores. En esos años no había el interés que ahora se ha formado en torno al son y yo creo que el libro, en gran parte, ha de haber terminado en algún remate. De todos modos, las escasas regalías que me dieron las invertí en comprar mi propio libro.
Después el instituto Veracruzano de la Cultura retomó el libro y sacó la segunda edición. Me parece que tuvo una mejor difusión, pero para mí fue una experiencia insatisfactoria, puesto que yo participé en los gastos de la edición, pero al final, solamente me dieron treinta libros, por lo que cada libro me costó unos trescientos pesos y encima de todo, yo tenía que ir a comprar mis propios libros
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No se cómo se manejaría la distribución, porque de pronto ya no encontré el libro por ningún lado. Tiempo después, corrió el rumor de que el libro lo estaban rematando por kilo en el mercado de La Lagunilla, en la ciudad de México.
Cuando me quedé con el paquete del Encuentro, Radio Educación se convirtió en la radiodifusora oficial para transmitirlo. Así se consolidó el apoyo para invitar a muchos grupos para darle forma y fuerza al evento. Ahí fue cuando comenzaron a participar esos grandes soneros como Rutilo (Parroquín), (Francisco) Montoro, don Talí (Neftalí Rodríguez), (Andrés Aguirre) “Bizcola”, Don Julián (Cruz). Todos ellos ya estaban inscritos en mi libro con sus versadas. Pero también llegaron soneros legendarios, como Don Lauriani, que hacia temblar la tierra a su paso, o don Juan, el jaranero más viejo de todos, que seguía bailando y sonando a sus 115 años. O como don José Luis Muñoz y muchos otros que me permitieron publicar todo ese gran y hermoso legado que conforma el libro Sones de la Tierra.
Ellos me ofrecieron lo mejor de sus versos y el mejor de sus recuerdos tan sólo por el gusto de la amistad. Yo hubiera querido que se hubieran visto incluidos en el libro. La desdicha es que cuando éste apareció, muchos de ellos ya habían muerto, pues, como ya comenté, pasaron 15 años para poder publicarlo y ya no alcancé a corresponderles con ese mínimo homenaje. De todos modos, esta nueva edición la dedico a todos aquellos grandes poetas y decimeros que me ayudaron a conformarlo y también lo dedico a las nuevas generaciones de soneros que actualmente vibran el resurgimiento del son jarocho en todas las latitudes hasta donde lo están haciendo llegar.