La Manta y La Raya # 13 septiembre 2022 ________________________________________________________________________
La cosmovisión de un huapango campesino
Andrés Moreno Nájera
Un instrumento para el músico campesino, representa una extensión de su cuerpo y un bálsamo para su alma. Le permite complementar su vida anímicamente a través de la diversión, llega a conocerlo tanto que sabe cómo encordarlo, que afinación le acomoda y como tocarlo para obtener los mejores sonidos, por eso lo cuida, le da mantenimiento, lo restaura cuando lo requiere y lo protege contra todo mal.
La jarana o la guitarra de son, por su forma o sonoridad despierta la admiración de unos y la envidia de otros, ya que a todos le gusta que suene y destaque entre los demás, siendo a través de una buena encordadura o las afinaciones pertinentes que se logra hacerlos resaltar durante un huapango.
La envidia nace de las personas que no saben reconocer la capacidad del ejecutante, la calidad del instrumento y el conocimiento que se tiene sobre el mismo, esto ha dado origen a una serie de artificios que llevan la intención de causar daño ya sea en el músico o lo que el músico ejecuta.
Hace tiempo, esta forma de concebir el mundo entre la gente del campo, era práctica común, y sobre todo cuando se asistía a algún huapango, hoy solo quedan algunos remanentes entre los viejos tocadores.
En algunos lugares los músicos ponían los tonos muy altos, de tal manera que, cuando otros participantes se afinaban a la misma altura, se les arrancaba el puente, o les reventaban las cuerdas.
Había quienes cuidaban que no le echaran humo de cigarro a la boca de su instrumento, porque tenían la idea que perdía la voz y una jarana sin sonido dejaba de ser útil, cosa difícil de asimilar para un músico que se encariña con el objeto que toca.
Otros más, estaban atentos de que nadie escupiera la tapa de su jarana, ya que se creía que en el escupitajo iba una maldición que la podía romper.
O aquellos que creían que algún rival en la música le rezaba alguna oración mala, en los momentos en que a su instrumento se le empezaba a reventar las cuerdas o no se podía afinar, entonces tenía que echar mano de la contra y si no la traía, dejaba de tocar.
Estas mismas ideas llevaron a los músicos a buscar la forma de cómo protegerse y proteger su instrumento: Todo tocador se cuidaba siempre las manos, no mojándolas cuando tocaba por largos periodos, untándose petróleo cuando dejaban de hacerlo.
Algunos esperaban el primer viernes de marzo para ir a buscar otro tipo de protección, entonces se hacían poner tres puntos en forma de triángulo, hechos con una extraña tintura que le llamaban unicornio, y por lo regular se lo hacían entre el dedo pulgar y el dedo índice o en la muñeca de la mano, esto era para protegerse contra todo mal que le quisieran hacer o todo mal aire que le pudiera llegar.
Pero también encontraron la manera de proteger ese madero que les brindaba placer y diversión de formas diversas: Había quienes limpiaban o rameaban su instrumento con arrayan al pie del altar, por la creencia de que así como el arrayan apaciguaba las tormentas, de la misma manera alejaría cualquier negro nubarrón dirigido hacia él. Aún hay músicos que cuando llegan a un velorio, lo primero que hacen es encaminarse al altar para ramearse y limpiar su jarana.
A muchos les gusta pegar en el fondo de su jarana una estampita del santo de su devoción, con la firme idea de que el santo les cuidara en su andar por donde vaya.
Otros acostumbran amarrar en el cabezal (clavijero) una cinta colorada, o atar un hilo con siete colorines, o incrustar algunas piedras coloradas, porque el color rojo brinda protección y representa la llama ardiente del espíritu santo, y con esto se protegía de todo mal, esto es lo mismo que se hace cuando se tiene un hijo de brazos, para protegerlo de los chaneques o evitar el mal de ojos se le ata en la mano una cinta roja, o colorines o un ojo de venado.
Otros más pegaban un espejito, para evitar que los malos aires u oraciones malas llegaran al instrumento y el espejo pudiera reflejarla hacia la persona que enviaba las malas energías.
Esta era la lucha silenciosa entre lo divino y lo maligno que se libraba en un huapango campesino de un ayer lejano.
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